Cal Sánchez | Operación bucéfalo (epub) | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 166 Seiten

Reihe: eMilenio

Cal Sánchez Operación bucéfalo (epub)


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19884-03-9
Verlag: Milenio Publicaciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 166 Seiten

Reihe: eMilenio

ISBN: 978-84-19884-03-9
Verlag: Milenio Publicaciones
Format: EPUB
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Bucéfalo, caballo de Alejandro Magno, es el nombre de una torpedera alemana reconvertida en barco lanzadera de los contrabandistas de la ría de Arosa que da nombre a una operación política y 'militar' en la que el narcotráfico gallego patrocina a un incipiente terrorismo maoísta gallego para convertir el conflicto con el Estado en una guerra de liberación colonial. Alrededor de la ucronía del asesinato del fiscal anti droga de la Audiencia Nacional se construye un retrato social de la Galicia de finales de los ochenta y de los primeros noventa, donde el tráfico de cocaína procedente de Colombia era un negocio próspero y bien valorado socialmente. El dinero del narcotráfico alcanzaba todos los rincones del poder y compraba voluntades políticas en todos los partidos. ¿Quizás también dentro de la izquierda radical independentista?

Juan Cal Sánchez, nacido en Pontevedra en 1956, es periodista y ejerce su profesión en el diario Segre de Lleida desde su fundación, en 1982. Ha ejercido desde regente de taller a redactor jefe y director del periódico. Actualmente es director ejecutivo del grupo que, además del diario, cuenta con otras publicaciones una tele y concesiones de radio. Ha ejercido como profesor de periodismo en diversos postgrados de la Universitat de Lleida y de la Autónoma de Barcelona. En representación de su empresa es vicepresidente de la Associació Catalana de Premsa Comarcal; tesorero de la Associació de Televisions de Proximitat de Catalunya y de la Asociación Catalana de Editores de Diarios. Es autor de la novela 'El exilio de Mona Lisa' (Milenio, 2015) y coautor, juntamente con Antonieta Jarne y Paquita Sanvicén, del libro 'L'antifranquisme i la Transició a Lleida' (Ateneu Popular de Ponent, 1996). Está casado y tiene un hijo.
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Obertura

Tucho Currás era un dios en Cambados, repartía dinero entre los pobres, ayudaba a los necesitados, dividía sus beneficios entre los vecinos del barrio de Santo Tomé y, a cambio, ellos no preguntaban por la procedencia del dinero, miraban púdicamente hacia otro lado y evitaban ser cómplices de un negocio dudoso en sus orígenes y moralmente reprobable desde que se había convertido en narcotráfico. La gente no quería saber, pero Tucho no engañaba a nadie, no se escondía ni disimulaba su actividad, descargaba en las playas de la ría de Arousa cientos de kilos de cocaína, igual que unos años atrás había descargado miles y miles de cajetillas de tabaco rubio; con la misma calma, con el mismo sentido de la responsabilidad, con la misma tranquilidad moral de siempre. Nadie iba a cambiar esa manera suya de ser, con la que disociaba tan fácilmente lo ilegal de lo inmoral, lo que estaba mal para la sociedad de aquello que él y nadie más consideraba una conducta reprobable. No era un amoral, ni un delincuente sin principios; Tucho Currás distinguía tan claramente el bien del mal que no dejaba pasar un día sin hacer una buena acción, desde entregar una ayuda económica a la familia de un marinero en paro, hasta hacer una donación a la Asociación de Madres contra la Droga. Era el único de quien esas mujeres desesperadas aceptaban dinero porque, como todos decían en Cambados, si no fuera por los negocios que tenía, y aún a pesar de ellos, Tucho era un rapaz extraordinario.

Era esa adoración de los vecinos, y algo menos las andanzas del contrabandista, la que había impulsado al periodista Xan da Laxe a conocerlo y a escribir un libro sobre él, ahora que era apenas un recuerdo borroso, un lejano eco de las aventuras que llenaban un día tras otro las páginas de los periódicos. Había dejado Galicia a finales de los años ochenta, cuando el contrabando de tabaco se había adueñado de la ría, de sus empresas, de sus gentes, de la política y también de los puertos, en los que se enseñoreaban las grandes planeadoras, las viejas torpederas alemanas reconvertidas en lanzaderas, los trailers y las furgonetas que hacían el transporte hasta el último punto de venta. Desde la distancia, el contrabando era una industria fascinante, como un duelo de titanes entre un Estado que siempre se había mantenido lejos de Galicia y unas familias de contrabandistas que lo habían aprovechado para erigir imperios alrededor del tabaco rubio de batea. Barcos de gran tonelaje, contratos directos con las multinacionales tabaqueras, polígonos de bateas de mejillón, viñedos de Albariño y sus correspondientes bodegas y pazos eran el resultado de una industria próspera, practicada con la mayor impunidad durante muchos años gracias a que el dinero obtenido servía en gran parte para comprar policías, jueces y políticos. Cientos de personas trabajaban para las grandes familias de contrabandistas y todo un territorio se beneficiaba de la prosperidad que ese dinero repartía con prodigalidad.

Muchas eran las familias dedicadas a ese negocio y unos cuantos los grandes dirigentes que se atrevían a desafiar la ley, pero ninguno había despertado la misma admiración que Tucho entre la gente sencilla, los vecinos y aquellos que, aún obligados a vivir del contrabando, no siempre simpatizaban con él. Con Tucho sí, él era un chico sencillo, responsable y generoso. Hacía años que Xan tenía entre manos esa historia y no sabía cómo enfrentarse a ella; la vivió en aquellos años como una aventura, como la aventura de unos héroes que se enfrentaban con el mal, encarnado por una administración desalmada y lejana. Entre todos los héroes de aquella gesta de antaño, el más genuino representante de una generación de ilegales, formados en las rías, sobre las planeadoras que eran como las cuadrigas de Ben Hur. Aquello era lo nunca visto; nadie antes había contemplado tales maravillas en los muelles de Cambados, de O Grove, de Vilanova, de la Illa o Vilagarcía.

Xan sabía que la entrevista iba a ser larga, tanto como quisiera su interlocutor. Después de buscar en las páginas web habituales, reservó una habitación en el parador de Manzanares. Desconfiaba de las máquinas, así que lo hizo por teléfono y se aseguró de que la fecha de salida quedara abierta, sin límite. El edificio era uno de esos que el ente público de los paradores nacionales había construido a mayor gloria de cierta arquitectura popular; en este caso una especie de corrala castellana, con artesonados de madera, muebles estilo Carlos V y la opresiva presencia de un color marrón oscuro en todas partes: exteriores y mobiliario; hasta los sanitarios del cuarto de baño rehuían el color blanco, eran de un crema sospechoso, fruto de la elección de un arquitecto cuyo sentido de la higiene era cuanto menos dudoso.

El hotel estaba prácticamente vacío y el personal era el habitual de esta clase de establecimientos: frío, funcionarial, eficiente pero sin un solo gesto de amabilidad extra hacia la clientela. Perfecto, pensó. Esa gente nunca tendrá un despiste, pero te dejará tranquilo para que trabajes, sin interrupciones estúpidas.

Iba a necesitar sosiego y concentración para transcribir cada tarde la conversación con el preso. Tenía muy clara la rutina de cada jornada; en el centro penitenciario le habían informado de que tendría tres horas diarias para su entrevista, de diez a una. La ventaja de una cárcel es precisamente la de la rutina. Levantan a los internos siempre a las ocho de la mañana para el recuento; después el desayuno, que acaba alrededor de las nueve y continúa con las actividades físicas, que se alargan hasta las diez de la mañana. Es entonces cuando quedan libres para sus ocupaciones personales: desde ver la televisión, pasear por el patio, acudir al taller o seguir en el gimnasio. Era ese ínterin el que su entrevistado había decidido concederle. Tres horas al día. Así, mientras el preso volvía a sus quehaceres, comidas, descansos y nuevos recuentos, él podría deshacer el ovillo de la conversación trasladando al ordenador, durante la tarde y parte de la noche, todo cuanto habían hablado.

Había pensado mucho en cómo hacerlo. No solía fiarse de sus notas manuscritas y, aunque llevaría su pequeña libreta Moleskine y su lápiz Faber Castell que le daban un aire de tío importante, lo cierto es que las notas solían ser deslavazadas, con frases dispersas y faltas de comentarios agudos con los que subrayar cosas importantes como el estado de ánimo del entrevistado, sus gestos, el tono de la voz. Los silencios, interrupciones y cosas por el estilo que sirvieran después para ordenar el material. Todavía no tenía claro cuántas sesiones le concedería, pero una semana daría para 21 horas de grabación y eso, bien ordenado, ya era un libro respetable. Un libro que, por cierto, aún no tenía vendido; ni siquiera lo había ofrecido a ningún editor porque no estaba seguro de cuál sería el resultado final y no quería vender la piel del oso, como vulgarmente se dice.

Ahora estaban de moda los libros de “docuficción”, de literatura periodística, al estilo de A sangre fría, más o menos. Y esa era también su idea. Conseguir un testimonio directo de uno de los acontecimientos más graves que se habían producido durante los años de gloria del narcotráfico en Galicia: el asesinato del fiscal antidroga de la Audiencia Nacional, Manuel Cuenca, después de la gran operación policial que permitió desmantelar algunas de las redes más importantes que operaban entonces en las rías. Nunca se supo exactamente quién fue el responsable intelectual, quién dio la orden de ese asesinato. Fue detenido el autor material, condenado a veinte años de prisión por asesinato en primer grado, pero todo el mundo sabía —y así lo insinuaron también algunos arrepentidos— que algún capo había decidido poner orden y pasar cuentas con el responsable de la investigación, o al menos con uno de ellos, el fiscal Manuel Cuenca, hombre tenaz, primer fiscal antidroga y que se había propuesto acabar con las terminales españolas de los grandes cárteles colombianos.

Estaba muy documentada y explicada hasta la saciedad la relación de las antiguas mafias locales de contrabando con los dos grandes cárteles colombianos de la cocaína, el de Cali y el de Medellín. También era conocido el vínculo con Panamá, llegando incluso al entorno del presidente Noriega. De sobras se sabía —aunque de eso se explicó mucho menos— la relación entre el abogado Ignacio Vieites, las mafias y los políticos locales a los que él designaba y ponía al frente de las listas municipales. Menos se sabía, en cambio, de ese acontecimiento concreto, el que había inaugurado la actividad propiamente mafiosa del narco en toda Galicia. Hasta entonces eran organizaciones familiares, poco estructuradas, que procedían de la base, de suministrar transporte y salidas por mar a los señores portugueses del contrabando de tabaco y de café. Esa condición de trabajadores por cuenta ajena o pequeños minifundistas les había impedido crecer como “empresa”. Es más, tendían a ser muy tolerantes con la aparición de nuevos operadores, con los antiguos empleados que se ponían por su cuenta, que emprendían aventuras empresariales propias. Entre todos aprovechaban las redes de soborno y corrupción que les proporcionaba Vieites, pero este no trabajaba en exclusiva para nadie, nadie era su dueño. Como en la Cámara de Comercio, donde ejercía como secretario general, estaba al servicio de todos y todos pagaban generosamente.

Vieites era el eje sobre el que giraba todo aquel negocio, quien les ayudaba a constituir las empresas que servían de tapadera, quien...



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