Cabrera | Crítica de la moral afirmativa | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 256 Seiten

Reihe: Cladema Filosofía

Cabrera Crítica de la moral afirmativa

Una reflexión sobre nacimiento, muerte y valor de vida
1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-9784-866-4
Verlag: Gedisa Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

Una reflexión sobre nacimiento, muerte y valor de vida

E-Book, Spanisch, 256 Seiten

Reihe: Cladema Filosofía

ISBN: 978-84-9784-866-4
Verlag: Gedisa Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Al preguntar filosóficamente por el valor de la vida humana, se debe preguntar por el valor del ser mismo en cuanto tal, en su surgir, en su venir-a-ser, y no por el valor de este o aquel ente en particular. Leibniz, Kant, Schopenhauer, Nietzsche, Heidegger y Wittgenstein son los guías indispensables del autor en esta tentativa de pensamiento radical. Habermas, Tugendhat y Hare, algunos 'afirmativos' afectados por la crítica.

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Prólogo del autor

Los problemas concernientes al nacimiento y a la muerte suelen aparecer, en la bibliografía disponible, dentro de libros de «ética aplicada» o en ensayos de «bioética». Pero esto sugiere que la ética ya está constituida y que, después, se trata tan sólo de ver «cómo se aplica» a esas cuestiones. El presente libro pretende romper ese habitual molde expositivo: nacimiento y muerte forman parte de la propia estructura teórica de la ética, de su constitución como tal, no como «meras aplicaciones» que podrían darse o no darse. Sostiene que la ética se ha constituido en base a respuestas no explicitadas, de carácter fundamental, a esas dos cuestiones: nacer y morir.

Alguien consideró una vez la Introducción a la lógica formal de Alfredo Deaño como una «lógica para niños». En cierta forma, quisiera que el presente libro fuese considerado una «ética para niños». En efecto, las preguntas —a menudo irritantes— que la obra formula, son las preguntas básicas de la vida como suelen aparecer en las testarudas y monótonas preguntas de los niños: ¿para qué estamos aquí?, ¿para qué vivir?, ¿por qué hay que morirse?, ¿por qué no podemos matar a la familia?, ¿por qué tenemos que amar a nuestros padres?, ¿por qué no nos matamos?, ¿por qué nos han traído al mundo?, etc., y están planteadas exactamente con la misma crueldad inocente del niño. Eso será, sin duda, exasperante para los éticos adultos que quisieran, prontamente, superar la etapa de las preguntas de niño para analizar «la grave crisis moral de nuestro tiempo», esto es, las cuestiones políticas, ecológicas, diplomáticas, militares, etc. Estas cuestiones adultas no interesan al niño, y no interesan tampoco al presente libro. Los filósofos y los poetas comparten con el niño la insoportable convicción de que la vida es una historia mal narrada, y de que ninguna «gran cuestión», de las que hablan los periódicos y sobre las que discuten las superpotencias, será capaz de apagar las llamas del Origen. En este sentido, el niño tiene su madurez. Toda la «ingenuidad» y espíritu infantil que transmite el libro es rigurosamente intencionada, precisamente porque una de sus tesis es que el pasar directamente a esos «grandes problemas éticos de nuestro tiempo», ignorando los problemas originarios, es uno de los rasgos básicos de la falta de sentido moral «de todos los tiempos».

No me he propuesto decir algo especialmente «profundo» e «interesante» acerca de las cuestiones tratadas, sino tan sólo exponer aquello que a la argumentación racional y a la sensibilidad problemática se le ha aparecido como verdadero. La idea de que la verdad deba ser «profunda» e «interesante» es completamente acrítica. Si, por el contrario, la verdad es superficial, irritante y banal —como lo hacen prever las relaciones entre la verdad y la muerte—, este libro será, inevitablemente, superficial, irritante y banal. Como los malabaristas, escritores y directores de películas de terror, los filósofos pretenden «sorprendernos», decirnos algo novedoso e inaudito, y su mejor procedimiento para eso ha sido la problematización de lo obvio: así, han tratado de demostrar que el mundo que vemos no existe, que los otros humanos pueden ser robots, que no tenemos imágenes en nuestras mentes, que no existen intenciones en nuestras acciones, que no nos hacemos representaciones de las cosas, que nuestras expresiones no tienen significado, y que no es cierto que si empujo con mi dedo una bola de billar, mi acción ha sido la causa del movimiento de la bola. Las filosofías parecen asumir la obligación de decir alguna cosa diferente, extraordinariamente interesante y anti-intuitivo; quien no lo consigue, cae bajo los estigmas de la banalidad, y los oyentes se mudan a otro sitio en donde se les diga «alguna cosa que no saben». Como si se hubiera perdido el asombro, se intenta sustituirlo por la sorpresa. Parece que los filósofos perdieron la capacidad de escuchar «lo mismo», la capacidad de la reposición, y piensan que la verdad debe necesariamente transmutarse, cambiar constantemente de piel, brillar de maneras diferentes. Creo que allí se confunde la dinámica de la verdad con la dinámica de la vida. Puede ser parte de la vitalidad el alimentarse incesantemente de «lo nuevo», pero no tenemos por qué pensar en la verdad como en un estímulo para la vida. ¿Por qué la verdad no tendría una afinidad mucho mayor con la monotonía de la muerte que con la renovada exuberancia de la vida? Este libro ha sido escrito para aquéllos que tienen capacidad de soportar el ruido irritante de un martillo golpeando siempre sobre el mismo clavo. Toda la «profundidad» del libro —si es siquiera posible ser «profundo» en filosofía radical— será alcanzada a través de su banalidad y su monotonía, y el libro no aspira a ninguna otra.

Tampoco he pretendido que el libro sea —en las palabras de Fernando Savater— especialmente «innovador» o «revolucionario», impresión que podría venir dada por el carácter deliberadamente radical de la reflexión. Por el contrario, se quiere mostrar que una manera no rutinaria de visualizar toda la cuestión moral podría pasar por la machacona insistencia en las monótonas trivialidades de la condición humana, procedimiento que está lejos de cualquier actitud ostentosamente «revolucionaria».

Quienes se han demorado más en la monotonía de la condición humana han sido, ciertamente, los escritores y cineastas más que los filósofos. Pues los artistas parecen mejor dotados para la repetición inconducente que los filósofos, que se sienten frecuentemente obligados a mostrar la claridad y precisión de la ciencia. Pero es difícil para los filósofos tratar de hacer filosofía científica y, al mismo tiempo, impedir que los artistas los superen en lo que se refiere a análisis de la monótona condición humana, de la que la ciencia sabe poco. La noción de «afirmativo» criticada en el presente libro muestra, no obstante, que por debajo de las prácticas filosóficas corrientes anidan motivaciones literarias, en el sentido de la narración de historietas morales (o moralistas), en donde la heroína es la ley moral, y los villanos son el escepticismo, el relativismo y el nihilismo. Tal vez en la imposibilidad que tiene la filosofía de no acabar contando una historia «edificante» —a pesar de su declamada objetividad y universalidad científicas— se oculta la venganza de aquello que no es ni arte, ni ciencia ni filosofía, sino tal vez respuesta a una motivación religiosa. La «metafísica de la vida» que se presenta aquí, bajo la forma de una ontología naturalista, pretende alejarse tanto de la arbitrariedad científica —según la cual nada está esencialmente ligado a nada— como del fatalismo religioso —según el cual, mágicamente, todo está esencialmente ligado con todo.

El tipo de temática facilita, igualmente, la tentación de los argumentos ad hominem. Como ocurre con las armas de fuego, cuando uno maneja ideas sobre la vida, la muerte y el suicidio tiene que tener un cuidado extremo en su manipulación. Con las mortal questions ocurre, pues, como con las mortal weapons: cuando las tenemos en las manos debemos congelarnos. Nunca apuntar una idea hacia nadie, aunque sepamos que está descargada. Este libro no ha sido escrito, por ejemplo, para aquellas personas que, cada vez que se pretende argumentar con ellas sobre la moralidad del suicidio, le espetan a uno brutalmente: «Bueno, pues entonces, ¿por qué no se suicida usted de una vez y nos deja en paz?» Un libro que intenta presentar una problematización ética de la procreación y que argumenta en favor de una posible moralidad del suicidio puede fácilmente, en nuestro tipo de sociedad, ser tildado de «nihilista», «pesimista», «inmoral», «destructivo», «irresponsable», «peligroso» y demás rótulos con los que se disimula habitualmente la pereza o el temor de emprender una reflexión de carácter radical. Pero el presente libro no está escrito por un nihilista, sino por un moralista radical, escandalizado por la familiaridad ante la manipulación del otro, desde la inescrupulosa manipulación de recién nacidos hasta la flemática disposición del enemigo en la organización de «guerras justas», y la asfixiante falta de libertad respecto de los destinos de nuestra propia vida, fiscalizada por la policía sanitaria, jurídica y religiosa. Adecuadamente leído, se trata del libro de un moralista que ha decidido llevar la reflexión moral hasta sus últimas consecuencias. Si eso funda —lo que yo no creo— un cierto tipo de «nihilismo», será algo muy diferente de lo que se ha llamado con ese nombre a lo largo de la historia del pensamiento europeo.

La ética aquí presentada es «negativa» sólo en un sentido relativo, y puede considerarse como una prueba —tal vez ad absurdum— de la tesis nietzscheana de la esencial inmoralidad de la vida, en dos ejes simultáneos: la inevitable necesidad de edificar la organización social sobre la base de la destrucción del otro, y la imposibilidad, como filósofos, de buscar desinteresadamente la verdad, si no es una verdad compatible con una indefinida autodefensa. Es una ética que se presenta, al mismo tiempo, como aquélla renegada y omitida por todas las otras, y como una...



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