Bunge | Filosofía política | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 608 Seiten

Reihe: Cladema Filosofía

Bunge Filosofía política


1. Auflage 2013
ISBN: 978-84-9784-448-2
Verlag: Gedisa Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

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Reihe: Cladema Filosofía

ISBN: 978-84-9784-448-2
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Los politólogos describen y explican la política; los filósofos la examinan de manera crítica y sugieren mejoramientos y, en ocasiones, rasgos sociales radicalmente diferentes. En otras palabras, los filósofos políticos proponen escenarios y sueños allí donde los científicos sociales ofrecen instantáneas de organizaciones políticas existentes. La filosofía política no es un lujo sino una necesidad, decisiva para entender la actualidad política y, sobre todo, para pensar un futuro mejor. Pero, para que preste semejante servicio, esta disciplina deberá formar parte de un sistema coherente al que también pertenezcan una teoría realista del conocimiento, una ética humanista y una visión del mundo acorde con la ciencia y la técnica contemporáneas. En este sentido, una política responsable no debería estar fundada en la ideología sino en la filosofía, especialmente en la ética, así como en la tecnología social, la cual resulta efectiva únicamente cuando está sustentada en una ciencia social seria y rigurosa. El otro eje vertebrador de Filosofía política es un análisis de la posibilidad de am-pliar la democracia del terreno político a los demás terrenos pertinentes: la ad-ministración de la riqueza, el entorno natural y la cultura. Y aquí Mario Bunge vuelve a sugerir una alternativa tanto al capitalismo en crisis como al socialismo ya fenecido y que nunca fue genuino. Esa alternativa es la democracia integral: es decir, igualdad de acceso a las riquezas naturales, igualdad de sexos y razas, igualdad de oportunidades económicas y culturales, y participación popular en la administración de los bienes comunes. Atento al rumbo de nuestro mundo, en Filosofía política Mario Bunge nos muestra su faceta de ciudadano preocupado por el devenir histórico.

Mario Bunge.  Se doctoró en Ciencias Fisicomatemáticas por la Universidad de La Plata en 1952. Fue homenajeado con el Premio Príncipe de Asturias, 14 títulos de doctor honoris causa y 4 de profesor honorario. Se desempeñó como profesor de Filosofía en la McGill University de Montreal (Canadá) durante muchos años antes de jubilarse. Los temas principales de su amplia bibliografía (40 libros y más de 500 artículos) son la física, la filosofía de las ciencias naturales y sociales, la semántica, la ontología y la ética.
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Introducción


La enorme mayoría de los libros y los cursos sobre teoría y filosofía políticas estudian el pasado de estas. Se trata, por cierto, de un tema legítimo e interesante (véase, por ejemplo, Ball y Bellamy, eds., 2003). Pero la historia no puede reemplazar la teoría política «viva» ni la correspondiente filosofía política, del mismo modo que la historia de la matemática no puede sustituir la demostración de teoremas.

En mi opinión, la filosofía política sobresale cuando se la combina con datos o teoría sociales, políticos, económicos o legales, tal como sucede en los trabajos de Gunnar Myrdal, Robert A. Dahl, Amartya Sen, Ronald Dworkin, Elinor Ostrom y David Miller. De lo contrario, corre el riesgo de perder el contacto con la realidad, como en el caso de Leo Strauss (1959). Strauss, el influyente filósofo político que aconsejaba volver a los antiguos, es un ejemplo extremo del profesor que ha perdido el contacto con la política del momento, hasta el punto de buscar la sabiduría política en autores que—desde Platón y Aristóteles en adelante—se han opuesto a la democracia y han dado por sentadas la guerra y la esclavitud. Este es el motivo por el que Strauss pasó por alto los problemas políticos de su época.

El arte debe pasar la prueba del tiempo: la ciencia, en cambio, debe reprobarla, porque el mundo que intenta comprender está en constante cambio. Leer libros antiguos es un agradable pasatiempo, pero no reemplaza la investigación de las cuestiones políticas candentes y de los problemas filosóficos que estas suscitan. El elitismo de Platón cayó con la Bastilla, la guerra justa de san Agustín estalló en mil pedazos con Hiroshima, la guerra de todos contra todos de Hobbes nació muerta porque la cooperación siempre triunfa sobre la competencia, y la dictadura del proletariado de Marx se desmoronó con el Imperio soviético.

Sin embargo, una mirada más atenta muestra que el mencionado Leo Strauss estuvo lejos de quedarse fuera de la refriega. De hecho, tomando ejemplo de la «mentira noble» de Platón, el elitismo de Nietzsche y el esoterismo, antimodernismo y antihumanismo de Heidegger, Strauss enseñó personalmente o inspiró a algunos de los neoconservadores que bosquejaron el «Proyecto para el nuevo siglo estadounidense» de 1997, un esbozo del objetivo imperial perseguido por el Gobierno de George W. Bush (Ryn, 2003; Drury, 2005). Platón fracasó en Siracusa allí donde Strauss tuvo éxito en Washington D. C. y donde Nietzsche y Carl Schmitt, previamente, habían tenido éxito en Berlín, afortunadamente solo durante poco más de una década.

Para un filósofo político es difícil ser un espectador pasivo, tal como han querido insistentemente algunos teóricos políticos conservadores, al atacar a estudiosos que, como el gran John Maynard Keynes y sus discípulos, criticaban el capitalismo sin restricciones por ser autodestructivo y proponían regulaciones económicas y programas sociales para mejorar la suerte de la gente común. A diferencia de los historiadores del pensamiento político, quienes están obligados a ser imparciales y objetivos, se supone que los politólogos y los filósofos políticos deben analizar e inspirar las políticas sociales, que son guías para la acción o inacción política. Si sus filosofías son erróneas, también lo serán las políticas que propongan. En todo caso, el filósofo propone y el soberano—sea el príncipe, sea el pueblo—dispone.

La política, la más elevada y, a la vez, la más baja de las formas de acción social—en ocasiones la más egoísta y en ocasiones la más desinteresada de las actividades—, es el arte de afrontar o bien rehuir los problemas sociales, vale decir los problemas que exceden las dificultades puramente personales. En todos los sistemas sociales, desde la pareja sin hijos hasta el sistema mundial, surgen cuestiones sociales. Por ello, la política impregna toda la vida social: hay política familiar y política pandillera, política de la oficina y política del club, política escolar y política eclesiástica, política municipal y política internacional, etcétera, etcétera.

La política puede ser constructiva, destructiva o estéril; y puede ser ambiciosa, mezquina o mediocre. Además, tiene tanto un costado contencioso como uno administrativo. La política es la lucha por el poder, así como el ejercicio de este en los sistemas sociales de todas clases y escalas. También es el arte de resolver conflictos tanto en la contienda como en el gobierno.

Detectar las fuentes potenciales de conflictos y diseñar los medios para resolverlos es tarea de científicos y tecnólogos políticos, pero el ofrecer argumentos éticos a favor o en contra de cualquier propuesta de resolución de un problema político es tarea propia del filósofo político. Una novedad política interesante surgida en el curso del último siglo—aunque casi nunca se advierte—es que los funcionarios de la ONU y de las organizaciones de la sociedad civil se han mostrado mucho más activos que los académicos en el abordaje de los conflictos internacionales: la Carta de las Naciones Unidas es, básicamente, un documento ético, el único universalmente acordado, aunque no siempre respetado en la práctica.

El ejercicio del poder, sea del tipo que sea, no es neutral: beneficia o perjudica a algunos o a todos, especialmente al apuntalar o socavar ciertos privilegios. En consecuencia, se apela a los filósofos y a los analistas políticos para mejorar o bien empeorar las condiciones de vida de la gente común; por ejemplo, mediante el apoyo o la oposición a determinados programas orientados a facilitar u obstaculizar el acceso público a los trabajos remunerados, la asistencia sanitaria pública, la cultura o la gobernanza pública. En consecuencia, los filósofos políticos deberían ser capaces de detectar las promesas y las amenazas que acechan detrás de la literatura académica aparentemente neutral.

Tomemos, por ejemplo, el famoso principio de eficiencia de Pareto, según el cual el estado de una economía (o de una sociedad en su totalidad) es eficiente en el preciso caso en que nadie pueda beneficiarse sin que otro resulte perjudicado. En otras palabras, la sociedad sería como un balancín. En particular, todos los programas sociales cuya finalidad fuera aumentar la justicia social y hacer cumplir el derecho internacional deberían ser despachados por ser ineficientes según el principio de Pareto y debería abandonarse toda esperanza de mejorar las condiciones de vida de la humanidad como totalidad, dado que el tamaño del pastel que hay que distribuir es constante y la estasis siempre es preferible al cambio. En pocas palabras, si es coherente, todo aquel que acepte el principio de «optimalidad» de Pareto debe rechazar la idea misma de progreso social.

Aun así, incluso John Rawls (1971: 66-67), quien se consideraba un progresista, se adhirió a la «optimalidad» de Pareto porque no advirtió que se trata de una aplicación de la filosofía política conservadora que prohíbe hacer olas, y hasta nadar. La moraleja de esta historia es que el filósofo político tiene que ser escéptico respecto de la teoría económica ortodoxa, aunque solo fuera porque, tal como se jactaba Milton Friedman (1991), a pesar de toda su aparente sofisticación matemática, esa teoría es «vino viejo en odres nuevos», y no exactamente lo que el sediento necesita.

Lo que podría impulsar a un filósofo al estudio de la política es el hecho de que la acción política nunca se realiza en un vacío conceptual y moral. En efecto, todos los políticos invocan ciertos valores e ideales, afirman actuar asesorados por expertos y diseñan políticas y planes. Es tarea del filósofo político juzgar si los valores, la pericia y las políticas en cuestión son auténticos en lugar de retóricos, y si están bien fundados o son fruto de la improvisación. A su vez, nuestro juicio será correcto o incorrecto según cuáles sean sus fuentes, entre ellas nuestro conocimiento de los asuntos sociales, la actitud crítica o crédula y la posición moral (prosocial) o inmoral (antisocial).

Puesto que inevitablemente acabará cambiando las vidas de algunas personas, la política siempre tiene un componente moral, aunque de ordinario sea tácito o, incluso, haya sido ocultado cuidadosamente. (Bernard Crick [1992: 141] llevó la afirmación mucho más lejos: sostuvo que «la actividad política es un tipo de actividad moral».) Más aún, sostengo que el componente más importante de la acción política es el moral, aunque también sea el menos visible, sencillamente porque tiene como consecuencias beneficios y perjuicios. Sostengo, también, que es tarea del filósofo político desvelar y evaluar ese componente, y esto con mayor razón porque, a menudo, está empañado por una ideología estrecha o aun por una filosofía burda, tal como el contractualismo, el utilitarismo, el pragmatismo, el positivismo jurídico, el materialismo dialéctico, la teoría crítica o la hermenéutica.

Sin lugar a dudas, la ciencia política ha progresado considerablemente desde la última guerra mundial. Sin embargo, en mi opinión, todavía adolece del mismo déficit moral que la teoría económica estándar. En efecto, en ambas áreas lo estándar es lo utilitario y, en consecuencia, lo indiferente a los sentimientos morales y a la suerte que les toca a los perdedores de la carrera hacia el poder y la riqueza. De hecho, pocos profesores de ciencias políticas han condenado alguna vez la agresión militar, el terrorismo de Estado, la agresión militar no provocada («preventiva»), la tortura de prisioneros políticos, la censura de noticias o las restricciones a las libertades civiles...



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