Brook | Hilos de tiempo | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 113, 288 Seiten

Reihe: El Ojo del Tiempo

Brook Hilos de tiempo


1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17996-19-2
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 113, 288 Seiten

Reihe: El Ojo del Tiempo

ISBN: 978-84-17996-19-2
Verlag: Siruela
Format: EPUB
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LA AUTOBIOGRAFÍA DE PETER BROOK Premio Princesa de Asturias de las Artes 2019 «No siento ningún respeto por esa escuela de la biografía que cree que, con sumar todos los detalles sociales, históricos y psicológicos, aparece un retrato auténtico de una vida. Más bien me pongo del lado de Hamlet cuando pide una flauta y clama contra el intento de hacer sonar el misterio de un ser humano como si uno pudiera conocer todos sus orificios y registros».PETER BROOK Durante más de medio siglo, las puestas en escena de Peter Brook para ópera, teatro y cine han sorprendido y embelesado al público. Su dirección visionaria ha creado algunos de los montajes más deslumbrantes e influyentes del teatro contemporáneo. Esta autobiografía es un texto luminoso, inspirador, en el que medita sobre sus vicisitudes artísticas, sobre las personas que admiró o que más le enseñaron durante su amplia y vital trayectoria, y que él convierte en este texto en un viaje filosófico. Hilos de tiempo recoge la evolución y experiencia de una inteligencia artística extraordinaria, revelando las fuentes heterogéneas que subyacen en una pasión de toda una vida por hallar el modo más expresivo de contar una historia. «El más importante director de escena del mundo anglosajón.»The New York Times «Una leyenda viva del teatro.»London Times

Peter Brook (Londres, 1925) se graduó en Artes en Oxford, en donde fundó la Oxford University Film Society. Director del International Centre of Theatre Research (en el teatro Bouffes du Nord), que fundó en París en 1971, de sus más de cincuenta montajes destacan La tempestad, El rey Lear, Edipo, Marat/Sade o el Mahabharata y de sus libros sobre teatro, El espacio vacío, Más allá del espacio vacío, El punto de inflexión y La puerta abierta.

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  Podría haber llamado a este libro Recuerdos falsos. No porque tenga la intención consciente de contar una mentira, sino porque el acto de escribir demuestra que no existe en el cerebro un espacio de ultracongelación en el que se almacenan intactos los recuerdos. Al contrario, el cerebro parece disponer de un almacén de señales fragmentarias que no tienen ni color, ni sonido, ni sabor, y están esperando a que el poder de la imaginación les haga cobrar vida. En cierto sentido, esto es una bendición. En este momento, en algún lugar de Escandinavia, un hombre con una prodigiosa capacidad de memoria está registrando también su vida. Me dicen que, como va consignando todos los detalles que le proporciona la memoria, le lleva un año escribir un año, y que como empezó tarde nunca podrá recuperar el retraso. Su apurada situación deja bien claro que la autobiografía tiene otro propósito. Es escudriñar en una desconcertante confusión de impresiones indiscriminadas, incompletas, que no son nunca totalmente esto ni nunca totalmente lo otro, en un intento de ver si gracias a la mirada retrospectiva logramos que emerja un esquema. A medida que voy escribiendo, no siento obligación alguna de contar toda la verdad. Es imposible, por mucho que uno se empeñe, penetrar en las oscuras áreas de los motivos ocultos de uno mismo. Cierto que detrás de esta historia hay tabúes, traumas y áreas de oscuridad que no pienso explorar, y cierto que a mí no me parece que puedan caber aquí, igual que no caben los archiconocidos esplendores y miserias de las primeras noches, las relaciones personales, las indiscreciones, las indulgencias, los excesos, los nombres de amigos íntimos, los miedos privados, las aventuras de familia o las deudas de gratitud —que ya ellos solos podrían llenar un catálogo entero—. No siento ningún respeto por esa escuela de la biografía que cree que con sumar todos los detalles sociales, históricos y psicológicos, aparece un retrato auténtico de una vida. Más bien me pongo del lado de Hamlet cuando pide una flauta y clama contra el intento de hacer sonar el misterio de un ser humano, como si uno pudiera conocer todos sus orificios y registros. Lo que estoy intentando entretejer lo mejor que puedo son los hilos que han ayudado a desarrollar mi propio entendimiento práctico, con la esperanza de que de algún modo puedan ser útiles a la experiencia de otro. La enfermera intenta ser amable con el niño de cinco años que está desconcertado por encontrarse en una cama de hospital en plena noche. «¿Te gustan las naranjas?», le pregunta. «No», contesto yo obcecado. Irritada porque le ha fallado el truco de costumbre, pierde la paciencia. «Pues te las van a dar de todos modos», chasca los dedos, y a mí se me llevan al quirófano. «Toma, huele estas naranjas», dice, y me encajan una mascarilla en las fosas nasales. Inmediatamente viene un rugido y un olor amargo, una caída brutal y un vertiginoso zarandeo ascendente. Intento aguantar, pero pierdo; el ruido y el miedo se funden en puro espanto, y después la nada. Fue una primera desilusión, y me enseñó lo difícil que es abandonarse.     Van pasando años. Estoy vestido para la guerra. Es un disfraz; esa figura anónima no puedo ser yo. Pero hay guerra, y el estudiante de Oxford tiene que pagar por sus privilegios una vez por semana entrenándose para ser oficial, porque todo universitario tiene madera de oficial. La idea de la guerra me viene aterrorizando desde la niñez pero, como parecía ocurrir a mucha distancia del tiempo normal, siempre creí que, si venía, me podría librar escondiéndome debajo de la cama hasta que se acabara. Ahora veo que no me puedo librar tan fácilmente y, como han fallado todas las disculpas y estratagemas, estoy en formación, con unas recias botas y una áspera guerrera. Hoy es nuestra primera experiencia en la carrera de obstáculos. Al sonar el silbato salimos corriendo, con los sargentos dando voces para animar y los entusiastas embistiendo hacia delante, brincando en las maromas, saltando los obstáculos, escalando con avidez el andamiaje. Yo, holgazán profesional desde mis días de colegio, llego el último haciendo caso omiso de las burlas del sargento, arrastrándome con dificultad sobre los muros de entrenamiento y, en vez de saltar, dejándome escurrir hacia abajo hasta quedar colgado de una sola mano antes de dejarme caer cuidadosamente al suelo. Cuando llega el momento de cruzar el río montado en un tronco, los demás hace ya mucho que han alcanzado la otra orilla y se van esfumando en la distancia con gritos de júbilo. El sargento me está esperando. «¡Vamos, señor!», ruge. El tono es insultante, pero yo soy un oficial en ciernes, de modo que el «señor» es preceptivo. Planto la botaza en el tronco y me agarro a una rama que cuelga por encima. Ya tengo los dos pies en el tronco. «¡Vamos, señor!». Avanzo. «¡Suelte la rama!». Obedezco. Dos pasos más, consigo recuperar el equilibrio y agarrarme a una hoja. La hoja me da valor, echo a andar, estoy en buen equilibrio, controlo. El tronco se extiende por delante de mí cruzando el agua, el sargento hace aspavientos alentadores. Otro paso. La mano que tengo agarrada a la hoja está a la altura del hombro; otro paso y la dejo detrás. Estoy en equilibrio, afianzado, pero tengo el brazo extendido del todo. No puedo dar otro paso a no ser que suelte la hoja, y no la puedo soltar. «¡Suelte la hoja!», brama el sargento. «¡Maldita sea, suelte esa hoja!». Me resisto. Él ruge. Invoco a toda mi fuerza de voluntad para obligar a los dedos a soltarse, pero se niegan. Con el brazo lejísimos por detrás de mí, intento seguir avanzando. La hoja sigue dándome confianza, tengo el brazo extendido hasta su límite absoluto, él tira de mí en un sentido y mis pies van en el otro. Por un momento, me inclino como la Torre de Pisa, y al cabo me suelto por fin de la hoja, me caigo y me estampo contra el agua. Esa imagen me viene una y otra vez: el tronco y la hoja se han hecho parte de mi mitología privada. En cierto modo contienen el conflicto esencial que llevo toda mi vida intentando resolver: cuándo aferrarse a una convicción y cuándo darla por superada y soltar.     De pequeño tenía un ídolo. No era una deidad protectora, era un proyector de cine. Durante mucho tiempo no me permitieron ni tocarlo, porque los únicos capaces de entender sus entresijos eran mi padre y mi hermano. Después llegó el tiempo en el que se me consideró de suficiente edad como para sujetar y ensartar los carretitos de película Pathé de nueve milímetros y medio, armar una diminuta pantalla de cartulina en el proscenio de mi teatro de juguete y mirar con siempre renovada fascinación las rayadas imágenes grises. A pesar del amor por las películas que creó en mí, el proyector en sí era una máquina adusta y sin encanto. Había, sin embargo, una tienda por la que pasaba a diario al volver del colegio, y en el escaparate tenían un proyector de juguete barato, hecho de hojalata roja y dorada. Yo lo codiciaba. Una y otra vez, mi padre y mi hermano me explicaron que aquel objeto de mis deseos no era nada comparado con el instrumento para mayores que teníamos en casa, pero me negué a dejarme convencer; el atractivo de aquella cutre rojez era más fuerte que cualquier persuasión que pudieran ofrecerme ellos. Y mi padre me preguntó: «¿Tú qué preferirías, un penique dorado y nuevecito o una moneda de seis sucia y gris?». Aquella pregunta me atormentaba, yo notaba que tenía truco, pero siempre me decidía por el penique reluciente. Una tarde me llevaron a Bumpus, una librería de Oxford Street, a ver una función para niños en un teatro de juguete del siglo XIX. Aquella fue mi primera experiencia teatral, y hasta el día de hoy sigue siendo no solo la más vívida, sino también la más real. Todo estaba hecho de cartulina: en el proscenio de cartulina había unos nobles victorianos rígidamente inclinados hacia delante en sus palcos pintados; al pie de las candilejas, en el foso de la orquesta, un director, batuta en ristre, se había quedado en suspenso para la eternidad preparándose para atacar la primera nota. No se movía nada; luego de repente se levantó el dibujo rojo y amarillo de un telón con borlas y dio comienzo El molinero y sus hombres. Vi un lago hecho con tiras paralelas de cartulina azul de líneas onduladas y bordes ondulados; en lontananza, la minúscula figura de cartulina de un hombre montado en un bote, meciéndose ligeramente, iba cruzando de un lado a otro por el agua pintada, y cuando volvía en la dirección opuesta parecía estar más cerca y ser más grande, porque cada vez que lo empujaba hacia los bastidores un largo cable, lo cambiaban de modo invisible por una versión más grande de sí mismo, hasta que en la última entrada la misma figura tenía dos pulgadas completas de altura. Ahora estaba fuera del bote con una amenazadora pistola en la mano, y se iba deslizando magníficamente hasta el centro del escenario. Aquella soberbia entrada, digna de un primer actor, era absoluta realidad, como lo fue el momento en que unas manos ocultas se llevaron un molino con aspas que daban vueltas de verdad y un cielo de verano, azul con nubes blancas de algodón, y en su lugar pusieron una chillona imagen del mismo molino en una apocalíptica explosión, con fragmentos que saltaban de su corazón naranja. Aquello era un mundo mucho más convincente que el que yo conocía fuera. La niñez, afortunadamente, es literal; el pensar en metáforas aún no ha empezado a complicar el mundo. Aunque uno nunca se pregunte a sí mismo «¿Qué es lo real?», la niñez es un constante ir y venir de un...



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