Brashares | Segundo verano en vaqueros | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 386 Seiten

Reihe: Verano en vaqueros

Brashares Segundo verano en vaqueros


1. Auflage 2012
ISBN: 978-84-675-4450-3
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, 386 Seiten

Reihe: Verano en vaqueros

ISBN: 978-84-675-4450-3
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



El curso ha terminado y el verano ya está aquí. Las cuatro adolescentes van a estar muy atareadas: Bridget se va a casa de su abuela al Sur de Estados Unidos. Lena tiene un trabajo de verano. Tibby va a hacer un curso de cine a la universidad. Por su parte, Carmen tiene que adaptarse a la nueva situación de su madre. Otra novela en la que los pantalones vaqueros seguirán siendo testigo de los momentos más emocionantes vividos por las cuatro amigas.

Ann Brashares nació el 30 de julio de 1967 en Alexandria, Virginia, EEUU, aunque creció en Chevy Chase, Maryland, junto a sus tres hermanos. Asistió a clase en una escuela cuáquera llamada Sidwell Friends, situada en el área de Washington D. C. Años después, estudió Filosofía en el Barnard College de la Universidad de Columbia de Nueva York. Se tomó un año sabático en sus estudios antes de graduarse por necesidades económicas, y empezó a trabajar como editora para la casa editorial neoyorquina 17th Street Productions. Tanto le gustó el trabajo, que no volvió a la universidad para terminar sus estudios de Filosofía, si no que permaneció durante muchos años en dicha ocupación editorial.   Su primera novela, Un verano en vaqueros, que inició una serie de literatura juvenil de varios títulos en 2001, fue un éxito internacional, llevado inclusive al cine, lo que propició que comenzara a escribir a tiempo completo y dejara su profesión hasta entonces. Su primera novela para adultos apareció en 2007 bajo el título The last summer (of you and me), a la que siguió en 2009 la juvenil 3 Willows: The Sisterhood Grows, editada en español por Ediciones SM con el título Tres sauces. Su último trabajo es otra novela para adultos, llamada My name is Memory, publicada en Estados Unidos en 2010.   Ann Brashares continúa viviendo en Nueva York, junto a su marido, el pintor Jacob Collins, y sus tres hijos.
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A

unque el pueblo de Burgess, Alabama, población de 12.042 habitantes, era grande en la memoria de Bridget, no merecía gran cosa como parada en la línea de autobús Triangle. De hecho, Bridget casi se la pasó al quedarse dormida. Afortunadamente, se despertó con la sacudida cuando el conductor echó el freno de mano y, medio adormilada, correteó para recoger sus maletas. Se bajó del autobús tan deprisa que se olvidó el chubasquero hecho un ovillo bajo su asiento.

Caminó por la acera hacia el centro del pueblo, fijándose en las delgadas líneas rectas entre los adoquines. La mayoría de las hendiduras en la acera que uno veía eran juntas artificiales hechas en el cemento húmedo, pero aquellas eran de verdad. Bi pisó cada grieta decidida, desafiante, mientras sentía el sol que caía de lleno sobre su espalda y una explosión de energía en el pecho. Por fin estaba haciendo algo. No sabía qué exactamente, pero la actividad siempre le sentaba mejor que sentarse a esperar. 

En un rápido repaso del centro del pueblo, observó dos iglesias, una ferretería, una farmacia, una lavandería, una heladería con mesas fuera y lo que parecía unos juzgados. Más abajo en Main Street vio un coqueto Bed and Breakfast, que sabía que sería demasiado caro, y a la vuelta de la esquina, en Royal Street, una casa victoriana menos pintoresca con un letrero rojo desgastado en el que se leía «ROYAL STREET ARMS» y debajo, «SE ALQUILAN HABITACIONES». 

Subió los escalones y llamó al timbre. Una mujer menuda de unos cincuenta y tantos años abrió la puerta. 

Bridget señaló el letrero. 

—Me he fijado en su letrero. Querría alquilar una habitación para un par de semanas. 

O un par de meses. 

La mujer asintió con la cabeza, mientras estudiaba a Bridget detenidamente. Era su casa, como pudo ver Bridget. Era grande y probablemente había sido incluso espléndida, pero era evidente que ni a la casa, ni a ella, las cosas le iban bien. 

Se presentaron y la mujer, la señora Bennett, enseñó a Bridget un dormitorio en el primer piso que daba a la fachada de la casa. Estaba amueblado de manera sencilla, pero era grande y soleado. Tenía un ventilador en el techo, un hornillo eléctrico y una mini nevera. 

—Esta comparte baño y cuesta setenta y cinco dólares por semana –explicó. —Me la quedo –respondió Bridget. 

Tendría que solucionar el tema de la identificación pagando un depósito gigantesco, pero había traído 450 dólares en metálico y con un poco de suerte pronto encontraría un trabajo. 

La señora Bennett repasó las reglas de la casa y Bridget pagó. Pensó con asombro en la rapidez y la facilidad con que se había realizado el acuerdo mientras trasladaba sus maletas a la habitación. Llevaba en Burgess menos de una hora y estaba instalada. La vida itinerante no parecía tan difícil como la pintaban. 

En la habitación no había teléfono, aunque sí había un teléfono de monedas en el pasillo. Bridget lo usó para llamar a casa. Dejó un mensaje a su padre y a Perry para decir que había llegado bien. 

Tiró del cordón para encender el ventilador del techo y se tumbó en la cama. Se dio cuenta de que estaba golpeando el talón contra la pata metálica de la cama mientras pensaba en el momento en que se presentaría a Greta. Había intentado imaginarse el momento muchas veces y nunca no lo lograba. Simplemente no podía. No le gustaba. Lo que quería de Greta, aquello indeterminado, se rompería con el primer abrazo impuesto. No se conocían y, sin embargo, había muchísima pesadumbre entre ellas. A pesar de lo valiente que era Bridget, temía a aquella mujer y a todo lo que sabía. Bi quería saberlo y no quería saberlo. Quería averiguarlo a su manera. 

Entonces sintió un conocido hormigueo de energía en las piernas. 

Se levantó de la cama. Se miró en el espejo. A veces uno podía ver algo nuevo en un espejo nuevo. 

En un primer vistazo vio el abandono habitual. Había comenzado cuando dejó el fútbol. No, en realidad había comenzado antes de eso, al final del verano anterior. Se había enamorado de un chico mayor. Se había enamorado más profundamente y había llegado más lejos de lo que pretendía. El truco que siempre usaba Bridget era estar en movimiento, se movía a un ritmo tan rápido que era emocionante e incluso temerario. Pero tras el verano se había detenido un momento y los acontecimientos dolorosos –acontecimientos viejos, supuestamente olvidados– la habían atrapado. En noviembre ya había dejado el fútbol, justo cuando los ojeadores de las universidades se aglomeraban a su alrededor. En Navidad el mundo celebró un nacimiento y Bi recordó un fallecimiento. Había escondido su pelo bajo una capa de Castaño ceniza oscuro n.o3. En febrero ya estaba durmiendo hasta tarde y viendo la tele, convirtiendo resueltamente bolsas de donuts y cajas de cereales en carga personal. Lo único que le había mantenido en el mundo era la atención constante de Carmen, Lena y Tibby. No le dejaban tranquila y las quería por ello. 

Pero al contemplarse más tiempo en ese espejo, Bridget vio algo diferente. Vio protección. Tenía una capa de grasa en el cuerpo. Tenía una mano de pigmento en el pelo. Tenía la tapadera de la mentira si la quería. 

No parecía Bridget Vreeland. ¿Quién decía que tenía que ser ella? 

—Esto es como un ensayo, ¿verdad? –dijo la madre de Tibby emocionada mientras su padre aparcaba el monovolumen gris plata detrás de Lowbridge Hall. 

Probablemente a Tibby no le habría molestado tanto si fuera la primera vez que su madre lo decía. 

¿Le alegraba de verdad mandar a Tibby a la universidad? ¿Tenía que ser tan transparente? Ahora Alice podría disfrutar de su fotogénica familia joven sin la desconcertante adolescente enfurruñada que aparecía siempre en el fondo. 

Se suponía que el hijo era quien se alegraba de marcharse de casa y los padres se entristecían. Por el contrario, Tibby estaba triste. La felicidad de su madre forzaba la inversión de papeles. «Las dos podríamos estar contentas», pensó Tibby fugazmente, pero su espíritu de contradicción lo rebatió. Con cuidado, Tibby volvió a guardar su nuevo portátil en la funda. Era un regalo de cumpleaños adelantado de sus padres, otro ejemplo de cómo la compraban. Al principio Tibby se había sentido vagamente culpable por todas las cosas: la tele, la línea de teléfono independiente, el iMac, la cámara de vídeo digital. Luego decidió que podían ignorarla sin más o podían ignorarla y tener un montón de aparatos electrónicos sofisticados. 

El campus de Williamston era una escena clásica de vida universitaria. Había caminos empedrados, césped exuberante, una residencia cubierta de hiedra. Lo único que no resultaba convincente eran los estudiantes con ojos como platos pululando por el vestíbulo. Eran como extras que hubieran soltado en un decorado de película muy realista. Todavía estaban en el instituto y tenían aspecto de impostores, igual que se sentía Tibby. Le recordaba las ocasiones en que Nicky recorría la casa con la mochila de Tibby a la espalda. 

Una hoja de papel pegada junto al ascensor detallaba cómo estaban asignadas las habitaciones. Tibby la repasó ansiosa. «Una individual. Por favor, que sea una individual». Ahí estaba. Habitación 6B4. Al parecer no había nadie más en la habitación 6B4. Apretó el botón del ascensor. Aquello marchaba bien. 

—En poco más de un año estaremos haciendo esto otra vez. ¿Te lo puedes creer? –comentó su madre. 

—Increíble –concedió su padre. 

—Sí –respondió Tibby, poniendo los ojos en blanco. 

¿Por qué estaban tan seguros de que iba a ir a la universidad? ¿Qué dirían si se quedase en casa y trabajara en Wallman’s? Duncan Howe le había dicho en una ocasión que podría llegar a ayudante del encargado en pocos años si abandonaba la chulería y dejaba que se cerrase el piercing de la nariz. 

La puerta de la habitación 6B4 estaba abierta y una llave colgaba de una chincheta en el tablón de anuncios. Había un montón de papeles sobre el escritorio que le daban la bienvenida y le informaba de la vida en el campus. Aparte de eso, había una cama individual, una mesilla, y una cómoda de madera muy estropeada. El suelo era de linó leo marrón con motas blancas esparcidas como vómito. 

—Está... fenomenal –declaró su madre–. Mira la vista. 

En sus cinco años de agente de la propiedad, la madre de Tibby había dominado el arte de la verborrea inmobiliaria: cuando no hay absolutamente nada con la menor gracia en la habitación, señalaba por la ventana. 

Su padre dejó sus maletas sobre la cama. 

—Hola. 

Los tres se dieron la vuelta. 

—¿Eres Tabitha? 

—Tibby –corrigió Tibby. 

La chica llevaba una sudadera de Williamston. Su pelo castaño escapaba encrespado de la coleta en las raíces. Tenía la piel pálida y muchos lunares. Tibby contó los lunares. 

—Soy Vanessa –dijo la chica, saludando a todos con un gran gesto semicircular–. Soy tu monitor de residencia. Estoy aquí para ayudar en todo lo que necesites. Ahí está tu llave –señaló –. Ahí está tu gorra de beísbol –Tibby hizo una mueca al ver la gorra de Williamston colocada despreocupadamente en una esquina de la mesilla–. La documentación orientativa está en el escritorio y las instrucciones para el sistema de teléfonos están en la mesilla. No dudes en avisarme si puedo ayudarte...



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