Bordons | Pollos, pepinos y pitufos | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 128 Seiten

Reihe: El Barco de Vapor Roja

Bordons Pollos, pepinos y pitufos


1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-675-5244-7
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 128 Seiten

Reihe: El Barco de Vapor Roja

ISBN: 978-84-675-5244-7
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Bolivar es un chico inmigrante que acaba de llegar a España. Sus problemas de adaptación se hacen patentes cuando su madre le envía a la nieve a esquiar y tiene que lidiar con los prejuicios raciales de sus compañeros. ¿Hasta que punto el color de la piel determina a una persona? Una estupenda novela sobre el racismo y la superación de dificultades.

Paloma Bordons nació en Madrid en 1964. Desde pequeña le fascinaron los libros, aunque estudió Ingeniería Técnica Forestal. Durante sus estudios empezó a trabajar en el Ministerio de Educación como documentalista y, plenamente convencida de que la explotación de los bosques no era lo suyo, estudió Filología Hispánica en la Universidad Complutense de Madrid. En 1986 quedó finalista del Premio El Barco de Vapor con Chis y Garabís, en 1990 con Mico y en 1997 por Leporino Clandestino. Por fin en 2004 se hizo con dicho premio con el libro Sombra. En 1992 se mudó junto a su marido a Bolivia, donde permanecieron dos años y donde Bordons colaboró como escritora e ilustradora de la Secretaría Nacional de Educación. También vivió dos años en Argentina, desde donde mandaba originales a editoriales españolas. Más tarde, la familia marchó a Suiza y después a Inglaterra. En 1994 fue Accésit del Premio Lazarillo por una colección de poesías que llevaban el título Hojas de líneas cojas. En el año 2004 ganó el Premio Edebé de Literatura Infantil. Sus libros han sido traducidos a varias lenguas como el gallego, catalán, euskera o francés.
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3


DESPUÉS del alboroto de afuera, el autobús resulta extrañamente silencioso. Solo detrás se oyen voces y cierta animación. Bolívar recorre el pasillo con la intención de ocupar un sitio libre que adivina al fondo. Pero una pierna surge en la penumbra y se cruza sobre el asiento.

–¡Reservado!

Bolívar se queda quieto un instante, las mandíbulas apretadas, dudando si ceder o luchar. El dueño de la pierna se levanta entretanto y agita los brazos por encima de su cabeza.

–¡Nacho! ¡Aquí te he guardado sitio!

Bolívar se vuelve. Por el pasillo se acerca un chico alto, rubio, con el pelo largo peinado en una cola de caballo y un arito de oro en una oreja.

–¡Jaime, colega!

Nacho y Jaime se saludan chocando las palmas de las manos, al tiempo que Bolívar se escurre en un asiento de la penúltima fila, en el lado del pasillo. Junto a la ventanilla hay un chico gordo que parece dormido. El autobús, que también parecía dormir, se anima mientras el tal Nacho saluda a diestro y siniestro a sus conocidos.

–¡Ey, Gustavo! ¡Daniel, tío! ¡Qué guay! Si estamos casi todos… No sabía si veníais este año.

El motor se pone en marcha.

–Eres tú el que casi no llega –comenta Jaime.

–Mi vieja no encontraba las llaves del coche –Nacho se deja caer en el asiento que Bolívar no ha podido ocupar–. Yo creo que tenía resaca de anoche...

Nacho cuenta su anécdota en voz muy alta, como si hablara en público y, en efecto, los chicos de los asientos cercanos vuelven las cabezas para seguirla. El mismo Bolívar la escucha, aunque algunas palabras se le pierden aquí y allá bajo el ronroneo del motor.

–... Al final hemos... taxi... conductor rumano. Ni papa de español... ni idea del camino... venga a dar vueltas. Al principio... enfadada, pero ya la conoces: el rumano... contado su vida... ¡cómo hablaba!... como los indios. Todo un dramón, claro, y mi vieja... propinazo. Si llego a ser yo, ni le pago.

–Pues tienes que... ojo... rumanos –interviene Jaime, también a voces–. Esos son… limpiar los cristales... coches en los semáforos… Plaza de Castilla. Y si no les das, te escupen. A mi madre le...

–Eso a mi madre no le pasa –Nacho se ríe–, porque les da a todos.

Se han parado en un semáforo, de modo que Bolívar escucha bien claritas las palabras que pronuncia Jaime tras él:

–Peor. Es lo que dice mi padre: si les das, cada vez vienen más y al final, ¿qué pasa? Que te subes a un taxi y el taxista no te sabe llevar ni a la Puerta del Sol. Y si te cabreas, va y te escupe.

A Bolívar le invade una mezcla de rabia y malestar. Así que Pablo tenía razón, después de todo, cuando le avisó. Que el curso de esquí estaría lleno de… ¿cómo dijo? Piojos, o pijos, o algo así.

–¿Y eso qué es? –preguntó Bolívar.

–Niños de papá, niños ricos que te harán sentir que no eres de los suyos –explicó Pablo.

–Lo tuyo es purita envidia, man. Ni loco me lo pierdo, aunque sea con piojos.

–Tú verás –Pablo se encogió de hombros y cambió de tema–. Oye, ¿y cómo andas de equipo para la nieve? ¿Tienes al menos un plumas?

–¿Un qué?

–Un anorak, tío, una chupa, algo para el frío.

Al día siguiente Pablo le llevó a la escuela el plumas de su hermano mayor. Era una especie de chompota roja toda inflada. «¡Préstame! No seas malito», rogó Bolívar. «Te lo alquilo.» ¡Y se llamaba amigo suyo, Pablo! Si el Desmuelado tuviera uno de esos, se lo habría prestado, o incluso regalado. Y si no lo tuviera –y seguro que no lo tiene, a ver quién necesita algo así con la calor de Guayaquil–, se las habría apañado para conseguirle uno, que el Desmu es un pilas. Igual ahora, en el autobús, Bolívar se alegra de haber pagado el alquiler (en especias: una cajetilla casi llena de Marlboro escamoteada en un bar). Con esa chompota no se nota que es bastante más menudo que los otros. Abulta casi tanto como el gordo que tiene al lado. Lo mira de reojo. Le sorprende ver que una lágrima rueda por su moflete carnoso.

Cuando Bolívar abre los ojos, el autobús circula ya por la autopista. El muchacho de al lado duerme con la cabeza en su hombro, un hilito de baba se escapa por su boca abierta. Bolívar se sacude con un gesto de fastidio. Primero su mamá, ahora este: hoy todo el mundo le agarra de almohada. El gordo abre los ojos y se endereza:

–Lo... lo siento –murmura. Parpadea varias veces. Se seca la saliva con el dorso de la mano, mira a Bolívar desde detrás de su flequillo lacio con unos ojos verdosos que parecen líquidos.

Bolívar gira con brusquedad la cabeza. Del otro lado del pasillo hay una bufanda rosa. Es decir, hay una chica con una bufanda rosa enroscada al cuello, pero Bolívar solo ve la bufanda, no puede quitarle la vista de encima a ese color rosado chilloncicísimo, furioso, eléctrico. Exactamente el mismo tono de rosa que los leotardos que su madre le ha metido en su bolsa.

–¿Qué pasa? ¿Qué me miras? –dice la muchacha, intrigada, divertida.

–No te miro –replica Bolívar.

–No ni poco.

–Miro… la bufanda, pues –atina a decir por fin Bolívar.

–¿Te gusta?

–No.

–Hombre, muchas gracias, guapo –ella le mira un momento riendo, pero en seguida algo atrae su atención más allá, afuera de la ventanilla–. ¡Ya hay nieve!

El autobús deja atrás una mancha blanca en la cuneta, aminora la marcha, da una sacudida, toma con esfuerzo una curva. Bolívar, de rodillas en su asiento, aplasta la cara contra la ventanilla, el cuerpo cruzado sobre su vecino, que ha echado la cabeza hacia atrás y tiene los ojos apretados. Las manchas se van haciendo mayores y más frecuentes, hasta juntarse en una sábana enorme que cubre el paisaje.

–¡Chuta, qué chévere!

Su exclamación de entusiasmo es recibida por un coro de risas.

–¿Qué pasa, Chévere? ¿Nunca habías visto nieve antes? –de detrás le llega una voz burlona.

–¡Más que todos ustedes juntos! –replica furioso–. ¿O alguno conoce los Andes?

–¿Los Alpes? –interviene la chica de la bufanda–. Sí, yo he estado en Chamonix.

Nacho opina que Chamonix está algo pasado, por eso esta Semana Santa se va a Avoriaz.

–¡Yo voy a Candanchú! –interviene Daniel.

–¡Yo a La Molina!

–Bah, en España las estaciones son enanas –dice Jaime–. Nada que ver con las de Austria...

–O las de Suiza. ¿Alguien ha estado en Zermatt?

El intercambio de experiencias es tan ruidoso que apenas se oye la vocecita del gordo cuando gime «creo que voy a vomitar», justo antes de echar su desayuno sobre los pantalones de Bolívar.

–Lo siento... Con las curvas a veces me pasa... Lo siento...

Vicente no tenía que haberse comido el huevo, no podía más, se lo dijo a su madre, pero ella se pone tan pesada que, por no oírla... «Venga tesoro, acábatelo, que a saber cuándo vas a volver a hacer una comida caliente». Y su padre: «¡Aunque no comiera en toda la semana no se iba a morir, Carmen, que lo que le sobra es grasa!». Se lo terminó casi sin masticar, para que no les diera tiempo a ponerse a discutir, pero eso no le salvó de la perorata de su padre en el coche, lo de siempre, que tu madre te trata todavía como a un crío, que si yo a tu edad esto y lo otro, que unos días de campamento te sentarán muy bien, que el deporte ayuda a forjar el carácter. Por pelos no le dio tiempo a hablar de cuando hizo la mili. Vicente se alegra de que su padre no le haya visto vomitar. Diría que es una nena. Y su madre diría que es un chico hipersensible. De nada serviría explicarles que ha sido simplemente culpa del huevo.

La nieve a los bordes de la carretera le hace pensar en la clara de un gigantesco huevo frito. Vuelve a sentir arcadas. Suda frío. El autobús frena y sus puertas se abren con un estornudo. Vicente desea con todo su corazón que se pase rápido la semana de cursillo.

–¡Hemos llegado! –vocea Emilio, uno de los monitores–. Que cada uno recoja sus cosas del maletero. Queda una subidita hasta el albergue. ¡Ojo con el hielo!

Chicos y chicas cargan maletas, bolsones, esquís y palos e inician...



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