Bonaviri | La divina floresta | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 428, 164 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

Bonaviri La divina floresta


1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-10183-68-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 428, 164 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

ISBN: 978-84-10183-68-1
Verlag: Siruela
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Un clásico moderno de la literatura italiana «Una novela espléndida, algo finalmente nuevo en nuestra literatura de hoy, algo pensado y al mismo tiempo lleno de libre invención». Italo CalvinoLa divina floresta (1969) es una sugestiva historia naturalis interpretada en clave lucreciana o, incluso, kiplinesca, y ambientada en una remota Sicilia en los albores de la creación. El protagonista es la vida misma o, mejor dicho, un ente vivo y pensante, primero indeterminado en su forma larvaria, que, tras una breve temporada vivida vegetativamente, toma la forma definitiva de un ave: un buitre filosófico que no tiene nada de la bajeza que su figura pudiera evocar, sino que, por el contrario, se nutre de la sabiduría clásica. El arco de su aventura -que lo empujará hasta la extenuación en busca de un mensaje más allá de los confines de la isla, más allá de los océanos y hacia la luna inalcanzable- no hace sino hablarnos de nuestra humana inquietud ante las incógnitas de la existencia. «Estoy realmente contento de este resultado, por ti y por la literatura italiana, que recupera lo que era su vocación específica en sus primeros siglos: literatura como 'filosofía natural'. Espero que la crítica comprenda que tu libro es diferente de los muchos que se publican, pero, aunque no lo comprenda de inmediato, no importa, tu libro es de los que quedan».Italo Calvino, carta a Giuseppe Bonaviri

Giuseppe Bonaviri (Mineo, 1924-Frosinone, 2009) compaginó durante toda su vida sus labores como médico y escritor en su Sicilia natal. Fue candidato al Premio Nobel de Literatura en varias ocasiones, obtuvo los máximos galardones literarios de su país y la admiración de autores como Italo Calvino, Elio Vittorini o Leonardo Sciascia.

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IV
Convertirse en buitre no es algo que ocurra todos los días allí arriba, en las tierras de Camuti, y no os imagináis el gusto que se siente al agitar el aire, primero con un ala y luego con la otra. «Bien. ¿Quién lo habría imaginado?», me dije. Era algo desmañado, no estaba acostumbrado a la soltura de mi nuevo ser ni a la inconcebible sutileza del vacío que se abría en torno a mí. Por eso me sentí un poco aturdido (os lo confieso), suspendido en aquella suave y ligerísima oscilación. «¡Oh, oh!», me dije nuevamente. Y tal exclamación, además de expresar asombro, era un modo de reconocerme en la mezcla de tantos elementos de los que estaba hecho. Entre tanto, miraba a mi alrededor y hacia abajo, al valle, donde nada me parecía conforme a lo que había dejado, y reí al pensar que en el pasado había tomado como medida y como modelo aquellos simulacros de plantas tan lejanas. «Soy libre y puedo ir donde quiera». Sucede así siempre, cada vez que acabamos siendo otros, libres de penas, fobias, desvelos… Podía ir y venir a mi antojo hacia el sur, el oeste, el este, el sudeste o el nordeste; eran puntos muy semejantes en aquel horizonte con Mineo en el centro y los laterales llenos de olivos y almendros. En verdad no me suponía ningún problema. Simplemente me gustaba ir probando en los primeros vuelos, hacia abajo, hacia arriba, en espiral, practicando aquel nuevo placer que me proporcionaban los planos sensibles del espacio que atravesaba. «Bien, bien», me decía a mí mismo de vez en cuando. Y haciendo eso, en algunas caídas en picado me parecía que la tierra y el cielo eran una sola cosa y se precipitaban conmigo. Yo me enroscaba con aquellos remolinos de aire agitado y luego, repentinamente, ascendía y me sentía al mismo tiempo distinto, opuesto y unido a todas las cosas. «¿Quién puede haber mejor que yo?», me preguntaba. Duró poco. Y os diré por qué. Tenía hambre. No sé explicaros con precisión qué era eso. De pronto sentí que decaía como sustancia mortal, y por dondequiera que inclinara mi cuerpo fluía en mí el vicio perdido de la contemplación. Pero no era como antes, no se trataba simplemente de hipocondría, sino apatía de mente, de alas y de vuelo. «¡Oh, qué me sucede!», me preguntaba. Me detuve a mirar el fondo del terreno y atrajo mi atención un pequeño punto que se movía sobre la roca que domina el Fiumecaldo. «¡Lo he encontrado!», grité. No fue en realidad un grito, sino un breve sonido que creo que se propagó lúgubremente sobre las cosas visibles y sobre las cosas invisibles de mi dominio terrenal. Descendí lentamente. Cuando ya estaba a poca distancia de la roca reconocí a un conejo blanco que seguía un rastro entre las matas. «¡Je, je, je!», reí. Sentí hacia aquel animal una repentina atracción que era, en el fondo, la pesadez de mí mismo o, mejor dicho, una aflicción. Yo estaba inmóvil, con las alas extendidas. La naturaleza parecía haberse disuelto en una imperturbabilidad de formas. El conejo se había parado, como si hubiera intuido una ley antiquísima. «¡Venga!», me dije. Me lancé sobre el conejo, que se acurrucó, sin decir nada y lo aferré por el cuello, lo cual me hizo sentir un placer que superaba a cualquier otro. «Qué suave es», pensé. El animal se dio la vuelta sobre aquella blanca roca calcárea y yo le clavé mis garras más profundamente, y os juro que no me sentí impío, sino iniciado en una nueva forma de vida. El conejo gemía. Mucho tiempo después supe que se estaba preguntando qué le estaba pasando, estaba volteado, en una posición adversa, una posición de suplicio. La sangre corría por sus ojos y su hocico. Lo picoteé, excitado por vapores olorosos. Él seguía gimiendo y preguntándose «¿Qué está pasando? ¿Qué está pasando?», mientras trataba inútilmente de librarse de mi agarre. Yo era la primera vez que escuchaba un lenguaje tan invariable, quejumbroso, que por momentos aumentaba de volumen y por momentos bajaba, sin cambiar la cadencia. Le di la vuelta al animal. Vi su vientre blanco manchado de sangre. —No gimotees —le dije dejándome llevar por aquel juego imprevisible. El conejo, sacudido por continuos temblores, miraba alrededor con ojos llorosos y quién sabe si fue entonces cuando descubrió la universal indiferencia de las plantas. Lo rematé con unos últimos picotazos y, en un ejercicio de paciencia, esperé a que se vaciara de sangre. Se había quedado acurrucado junto a una parietaria que, sin sombra, apenas lo sobrepasaba. «Tengo hambre», me dije. Comencé a comer. Con tranquilidad, sin rencor. Y no advertí que, al hacerlo, estaba saliendo de mí y estaba traspasando el mundo. No se oía nada. En torno a mí sonaba el eco de mi picoteo, el torrente quizás había detenido su fugaz curso. «¡Quién podría ser más feliz que yo!», exclamé. Finalmente, tras dejar unos pocos huesitos, eché a volar lentamente entre las ramas de un olivo, y vi que cinco o seis conejos me observaban desde un gran agujero y decían en su lengua que arriba solo había vacío; consideraban ilusorios incluso unos sonidos que procedían de la zona de Mineo. —Vacío, vacío, vacío… —los escuché decir. Quería volver a las alturas, a algún lugar impreciso del cielo, para no escuchar aquellas palabras aburridas, pero no lo conseguí por culpa de mi pesadez. No sé cómo explicároslo. Tenía la mente libre de pensamientos. Alrededor había un aroma de sangre y de hierbas abrasadas por el sol. —Ja, ja, ja… —murmuré. Pero se trataba únicamente de alegría, un regreso desde la nada a lo diferente. Los conejos palidecían delante del agujero, seguían quejándose como si carecieran de inspiración fantástica, y no se daban cuenta de que para mí se habían convertido en una cuerda de la cítara universal. —Ja, ja… —reí de nuevo. Al caer la tarde volví a mis dominios volando, como pasatiempo, con hábiles vueltas que me llevaban desde aquel valle a otra esfera en la que nada tenía que enumerar, ni siquiera el lejano deseo de volver a mi reprobable y risible pasado. Así fue como le cogí el gusto a mis cacerías, no siempre motivadas por el hambre, atraído por el simple movimiento de animales que rompían la uniformidad del valle. Me adiestré debidamente. En mis vuelos iba en busca de presas que me parecían los únicos elementos reales en aquella constante repetición de flores y plantas. Me dedicaba a la faena desde el amanecer. «¡Venga!», me decía a mí mismo. Al principio volaba para desentumecerme y me zambullía y volvía a zambullirme en aquel enorme espacio que exhalaba frescura. Miraba y, poco a poco, iba percibiendo mejor todo aquello que había en el barranco. «Unas cuantas vueltas más», me decía. Descendía y sobrevolaba los árboles. Clarificaba así mi horizonte y si, pongamos por caso, veía lagartos multiplicaba sin problemas mi aleteo. Las serpientes se deslizaban hacia los montones de piedras o hacia la hierba seca y, al sentir mutilada su realidad, se preguntaban: «¿Qué es esa sombra que de repente se cierne sobre nosotras desde lo alto?». Y, verbigracia, ¿acaso pensáis que me interesaba su consternación? Para mí se trataba de un entretenimiento, o de un juego engañoso, con el que me enfrentaba a aquel mar viviente. «Para arriba», me decía a mí mismo. Y volvía a ascender la pendiente del aire aferrando con las garras dos serpientes que, al verse fuera de sus límites terrenales y transportadas hacia lugares insólitos, me preguntaban: —¿Quién eres? ¿Dios todopoderoso? ¡Qué risa! Presas del terror, se retorcían alrededor de mis negras patas. Ascendía más y más, sin saber que también yo era una mera apariencia con el único poder de moverme de un lugar a otro y ver la naturaleza tal como es, configurada en numerosas formas y materias. —¿Quién eres? —volvieron a preguntar las serpientes. Me detuve. Y, por extensión, todo pareció detenerse allí abajo. Estiré una garra y después la otra, y aquellos diminutos seres cayeron. Fue una caída en espiral, algo verdaderamente divertido, os lo aseguro, y mientras caían desde la capa superior a la inferior para alcanzar los estratos más bajos del aire seguían preguntándome: —¿Quién eres? ¿Dios todopoderoso? Mis actos arbitrarios tal vez perturbaban el orden del mundo por exceso de forma fantástica. Las serpientes se despedazaban en pequeños trozos al estrellarse contra las piedras de Camuti. «Venga, a por otro animal», me decía. Y descendía hacia el torrente. Me posaba sobre las encinas o entre las zarzas. Allí aguardaba a que algún cangrejo o pececito emergiera a la superficie en busca de la percepción pura, fuera del muy importuno estorbo de las aguas. Observaba. A continuación, solía alcanzar de un salto los guijarros del Fiumecaldo, picoteaba a aquellos peces —uno, dos y tres— y los lanzaba a la orilla. Los demás trataban de volver a la corriente, pero no todos lo lograban. Me posaba en medio del curso del torrente y hacía que se agotaran. Ellos se quejaban y se oían sus lamentos en los alrededores, pero era inútil, porque les daba picotazos, los sujetaba en el aire y los arrojaba hacia las zarzas o hacia las hiedras. —¿Qué está...



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