Blanco Fombona | Antología | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 68, 134 Seiten

Reihe: Historia

Blanco Fombona Antología


1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-9007-338-4
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 68, 134 Seiten

Reihe: Historia

ISBN: 978-84-9007-338-4
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En esta Antología de Rufino Blanco Fombona la reflexión sobre el temperamento español coincide con apreciaciones sobre Domingo Faustino Sarmiento, González Prada, Rubén Darío, Leopoldo Lugones, Oscar Wilde, Gogol, Ibsen, Dostoievski, María Baskirtsev y Anatole France entre otros. Rufino Blanco Fombona (Venezuela, 1874-Argentina, 1944), fue un autor combativo y polemista. Su impetuosa vida política, la mayor parte de ella en Europa como perseguido y desterrado por el gobierno de Juan Vicente Gómez, dejó una profunda huella en España y Latinoamérica. Asimismo textos aquí incluidos como 'La americanización del mundo', 'La América de origen inglés contra la América de origen español' y 'El cine yanqui y algunos de nuestros pueblos' muestran el interés de Fombona por los dilemas culturales de su época.

Rufino Blanco Fombona nació el 17 de junio de 1874 en Caracas (Venezuela) y falleció en Buenos Aires en 1944. Su oposición a la dictadura de Juan Vicente Gómez, determinó su encarcelamiento y posterior destierro a España y Francia. Instaurada la República en España, es nombrado, sucesivamente, gobernador de tres provincias. En Madrid funda la editorial América y publica algunas de sus obras. En 1935, tras el fallecimiento de Gómez regresa a Venezuela. En 1939, siendo presidente del estado Miranda, fue incorporado como individuo de número de la Academia Nacional de la Historia. Posteriormente, entre los años 1939 y 1941, fue ministro de Venezuela en Uruguay y sería Huésped de Honor del Gobierno de Cuba (1944). Escritor prolífico, cultivó muchos géneros literarios. En poesía publicó: 'Trovadores y trovas' (1899), 'Pequeña ópera lírica' (1904); 'Canto de la prisión y del destierro' (1911); 'Cancionero del amor infeliz' (1918); 'Mazorca de maíz' (1943). Y en narrativa: 'El hombre de hierro' (1907); 'El hombre de oro' (1919); 'La máscara heroica' (1923); 'La mitra en la mano' (1927); 'La bella y la fiera' (1931); 'El secreto de la felicidad' (1931). Cuentos: 'Cuentos del poeta' (1900); 'Cuentos americanos' (1913). Ensayos: 'Grandes escritores de América' (1917); 'El modernismo y los poetas modernistas' (1929). Historia: 'El espíritu de Bolívar'; 'Evolución política y social de Hispanoamérica' (1922); 'El conquistador español del siglo XVI' (1921). Libros de viajes: 'Los caminos del mundo' (1926) y 'La lámpara de Aladino' (1915). En 1933 apareció su libro autobiográfico 'Camino de imperfección. Diario de mi vida' (1906-1913)
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EL ESPAÑOL


Personalidad de la raza


No existe raza menos gregaria que la española. Pocas tienen tanta personalidad. Es individualista en sumo grado. Lo fue siempre. El mismo hecho de acogerse a vivir en comunidades, en conventos, no es para comunizar la vida, sino para individualizarla. A lo sumo se llega, por obediencia, por espíritu de sacrificio, para ser grato a Dios, a confundir la vida propia con la del monasterio o comunidad en cuyo seno se habita; entonces el convento es «mi convento»; la Orden es «mi Orden».

Hubo un tiempo en que a las órdenes se las llamaba religiones. «Mi religión, nuestra religión», decían, por ejemplo, los dominicos, como si los jesuitas, los benedictinos, pertenecieran a otra fe. En el extranjero decíase otro tanto; pero es muy probable que la expresión se haya formado en España, cuya voz entonces repercutía en el mundo, y el mundo solía devolverla como un eco.

Es muy frecuente que unas a otras comunidades se odien y declaren guerra sin cuartel. También surgen a veces en los conventos de España individualistas, a prueba de reglas. San Pedro de Alcántara estuvo treinta y seis meses en un monasterio sin hablar con nadie, sin mirar siquiera la cara a sus compañeros de reclusión. Luego vivió treinta años en el yermo, de rodillas. Los trapistas, fenómenos de antisociabilidad, que han desaparecido de casi todo el mundo, aún perduran y florecen en algunos rincones de España.

El bravío individualismo español lo induce a desamar la acción asociada. En nuestros días, desde el juicio por jurados hasta el parlamentarismo han hecho bancarrota en España. En cambio, han florecido espontáneamente, siempre que la ocasión fue propicia: en política, el cacique; en religión, el cenobita, y como una morbosidad social, el bandolero.

El bandido fue tipo muy popular y muy prestigioso en Andalucía, donde el carácter regional y el terreno lo favorecieron, mientras no hubo telégrafos, ferrocarriles y guardia civil. Ahora la guardia civil, ayudada por la prensa, el telégrafo, el ferrocarril y los fusiles de repetición, ha exterminado a los bandoleros.

Los mismos ideales sociales de nuestro tiempo se tiñen en España de un color especial. España es más anarquista que socialista. Muchos de los epílogos sangrientos que están haciendo verter lágrimas en los hogares españoles con motivo de la presente lucha de clases resultan ajenos a toda presión de sindicatos y parecen la obra espontánea y personal de individualidades que juzgan, condenan y ejecutan por sí y ante sí.1

Los franceses están, por ciertos segmentos de su espíritu, como el sentido de organización, sino el de jerarquía, mucho más cerca de los alemanes que de los españoles. Es verdad que llevan en las venas bastante sangre germánica. En un país de individualismo tan exaltado y tan anárquico como España es difícil que nadie hubiera intentado nunca, como Augusto Comte en Francia, organizar, disciplinar, cosa tan íntima, arbitraria y discorde como los sentimientos.

Cuando a Simón Bolívar se le ocurrió prácticamente, antes que a Comte se le ocurriera en teoría, la idea de legislar sobre los sentimientos —amor de la patria, moralidad pública, respeto a los ancianos, etc.—, la repulsa a su proyecto de una Cámara de Censores y a la institución de un Poder Moral fue unánime. América, hija de España, rechazó el proyecto con toda la indignación de su individualismo amenazado.

En España nadie está de acuerdo con nadie.2

Enemiga de sumisión a pragmáticas, cánones y coacciones disciplinarias, España es un país poco bohemio. Se prefiere la estrechez en libertad a la jaula llena de cañamones. A los mendigos que pululan en ciudades, villorrios y carreteras es casi imposible reducirlos a habitar en asilos.

Uno de los ingenios españoles que con más sagacidad ha buceado en los últimos tiempos el alma de su país observa:

En la Edad Media nuestras regiones querían reyes propios, no para estar mejor gobernadas, sino para destruir el poder real; las ciudades querían fueros que las eximieran de la autoridad de los reyes ya achicados, y todas las clases sociales querían fueros y privilegios a montones. Entonces estuvo nuestra Patria a dos pasos de realizar su ideal jurídico: que todos los españoles llevasen en el bolsillo una carta foral con un solo artículo, redactado en estos términos breves, claros y contundentes: «Este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana». 3

¿Qué es ello sino superabundancia de personalidad, individualismo; un individualismo que desborda por su mismo exceso de las personas a las entidades de geografía política?

El individualismo español lo patentiza, entre otras cosas, su manera de guerrear, desde los tiempos de Viriato y Sertorio hasta Espoz y Mina, el Empecinado y demás guerrilleros de la lucha contra Napoleón. En España nace la guerra de guerrillas, único medio de que cada localidad posea su caudillo y su hueste, único medio de que cada jefecito, es decir, cada jefe de guerrilleros se imagine jefe de ejércitos, factor de primer orden en todo momento de peligro. En esta forma de combatir cada soldado, en vez de reducirse a número de tropa sin voz ni voto, cuya personalidad desaparece en la del cuerpo que integra, tiene iniciativas personales, combate como ser humano, no como mera máquina, y puede, en algún momento decisivo, significarse con las proporciones de héroe. Los conquistadores de América no son sino guerrilleros, algunos de gran talento militar, como Cortés, o de vastos planes, como Balboa. Y fuera de Bolívar, Miranda, Sucre, San Martín y Piar, ¿qué fueron los caudillos de nuestra emancipación sino guerrilleros, algunos estupendos y casi fabulosos como Páez? Los americanos heredaron de España la aptitud guerrera y la forma de combatir.

¿Se quiere algo más individualista que estos mismos hombres que realizaron la epopeya de América en el siglo XVI? Ellos que miraron, como Nietzsche, más allá del Bien y del Mal, practicaron en carne viva lo que siglos más tarde Nietzsche preconizó sobre el papel: tuvieron no la moral de los esclavos, sino la moral de los amos. La moral de los amos, ¿no consiste en la exaltación del individualismo, en desarrollar al máximum la voluntad de potencia del individuo? ¿Qué otra cosa hicieron aquellos ínclitos guerrilleros de la conquista? Este sentimiento de exagerado individualismo se extiende a la región, puede llamarse regionalismo. Este sentimiento que también heredó América, ha sido perjudicial en América y en España.

* * *

La raza española, aunque imperialista, es enemiga del imperio. Rechaza la unidad y tiende a la independencia provincial y de comunas. La unidad imperial la realizan en España monarcas extranjeros y absolutistas. Lo castellano es el municipio libre, dentro del Estado; las provincias independientes con fueros propios; la libertad federativa, no la unidad autocrática.4

En España, desde los tiempos de las invasiones históricas, que se llevan a cabo con increíble facilidad, hasta los actuales gérmenes de separatismo en Cataluña y Vasconia, el espíritu de localidad o regionalismo es talón de Aquiles.

Ese mismo espíritu la ha salvado o dignificado, con todo, en más de una ocasión. Los invasores se estrellan a menudo contra la tenacidad defensiva de alguna ciudad heroica; los cartagineses, contra Sagunto; los romanos, tiempo adelante, contra Numancia; los franceses, en nuestros días, contra Zaragoza y Gerona. Porque estas defensas no son como la defensa de Verdún contra los alemanes: un país entero y aun varios países representados por sus ejércitos salvaguardando una ciudad fortificada; son las mismas ciudades, a veces casi inermes, entregadas a su propio esfuerzo, que luchan contra los invasores. La isla de Margarita, en las guerras americanas de emancipación, defendió sus pueblos hasta a pedradas, en la misma forma local e intransigente que Gerona, Zaragoza y Sagunto. Hubo entonces otros ejemplos análogos.

América, junto con el exagerado individualismo, heredó la tendencia localista, el amor desenfrenado de la independencia y la ineptitud para constituir grandes unidades políticas. A ello se debe el que hoy no forme uno, dos o tres Estados fuertes, sino caterva de microscópicas republiquitas.

El Libertador de América, Simón Bolívar, cuyo genio político fue tan grande, por lo menos, como su genio militar, soñó desde la iniciación de su carrera con formar un Estado americano de primer orden que llevase la batuta en los negocios de nuestro planeta. Ya en 1813 un ministro suyo, inspirado visiblemente por el Libertador, habla de un Poder que pueda servir de contrapeso a Europa y establecer, dice; «el equilibrio del universo». En 1815, en la célebre carta que —vencido por los españoles, desterrado por la anarquía criolla— dirige en Kingston a un caballero inglés, trata Bolívar de la posible creación de dos o tres grandes Estados americanos. En 1818 escribe a Pueyrredón, director de las provincias argentinas, que la América española, unida, debe formar un gran Poder; debe constituirse «el Pacto americano que, formando de todas nuestras Repúblicas un Cuerpo político, presente la América al mundo con un aspecto de majestad y grandeza sin ejemplo en las naciones antiguas. La América, así unida, podrá llamarse la reina de las naciones, la madre de las Repúblicas».

En 1819 apenas independiza con la victoria de Boyacá, en el corazón de los Andes, el virreinato de Nueva Granada, funda una fuerte república militar, Colombia, englobando tres Estados: el antiguo...



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