E-Book, Spanisch, Band 52, 352 Seiten
Reihe: Impedimenta
Benson Reina Lucía
1. Auflage 2011
ISBN: 978-84-15578-66-6
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 52, 352 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-15578-66-6
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
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Adorada por legiones de fans, inspiradora de una famosa serie de la BBC, 'Reina Lucía' es la primera de la mítica serie de novelas de Mapp y Lucía, deliciosas sátiras sobre la pretenciosa y relamida burguesía rural británica. 'Reina Lucía' nos presenta a la inimitable Emmeline Lucas (Lucía para los amigos), árbitro social y reina del pintoresco villorrio de Riseholme, que ve su trono peligrar con la aparición de Olga Braceley, una cantante de ópera sin escrúpulos. Para hacerle frente, contará con el apoyo de su fiel amigo, Georgie Pillson, un zangolotino de la mejor calaña, aficionado al cotilleo salvaje, al petit point y a las conversaciones en italiano macarrónico; o con su molesta vecina, Daisy Quantock, que revoluciona al pueblo entero cuando adquiere un 'gurú' nativo de la India aficionado a las bebidas espirituosas de alta graduación, que introduce en la comarca la fiebre por el Yoga. 'Reina Lucía' es una novela deliciosa, ferozmente british, que incita a la risa desde la primera página con un humor que no tiene precio.
Edward Frederic Benson nació en Wellington College (Berkshire, Inglaterra) en 1867. Fue hijo del director de escuela, y más tarde Arzobispo de Canterbury, Edward White Benson, y de Mary Sidgwick Benson ('Minnie'), descrita por William Gladstone como 'la mujer más brillante de Europa'.
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Mientras cruzaba el salón de fumar, las delicadas campanillas que antaño tintinearon en el cuello de un caballo flamenco repicaron por toda la casa, y casi al mismo tiempo recordó que habría macaroni au gratin para comer. Los macaroni au gratin eran su comida favorita y la que más recuerdos le traía a Pepino. Pero incluso antes de hincar el tenedor en su plato rebosante, tenía que hablar con él, pues el ansia de información era de lejos mucho más acuciante que cualquier apetito de comida. —Caro, ¿quién es ese indio que acabo de ver ahora mismo con Daisy Quantock? —preguntó—. Estaban paseando por la orilla opuesta de il piccolo Avono. Pepino ya había comenzado sus macarrones y tuvo que detenerse para conducir los restos colgantes de pasta hasta el interior de su boca. Pero el apresuramiento con que lo hizo era suficiente garantía de su vehemente deseo de contestar tan pronto como le fuera humanamente posible hacerlo. —¿Un indio, querida? —preguntó con el mayor interés. —Sí. Turbante, y túnica, y calcetines, y sandalias —contestó la señora Lucas con bastante impaciencia, pues ¿para qué se había quedado en Riseholme el bueno de Pepino si no podía proporcionarle a su regreso una información precisa y veraz sobre los recientes acontecimientos locales? Sus poemas en prosa estaban muy bien, pero como príncipe consorte tenía otras obligaciones de Estado que no podía descuidar solo por las exigencias del Arte. Aquella ligera aspereza por su parte pareció agudizar el ingenio de su marido. —En realidad, no sé nada seguro, Lucía —dijo—. Entre otras cosas porque ni lo he visto. Pero sumando dos y dos, podría suponer que es un invitado de la señora Quantock. —Dos y dos son cuatro, efectivamente —dijo Lucía, con aquella ironía por la que era temida—. Y respecto a eso que tú llamas invitado, espero que sea exactamente igual de cierto. —Bueno, como te dije en una de mis cartas —dijo Pepino—, la señora Quantock mostraba indicios de estar un poco cansada del Cristianismo Científico. Tuvo un resfriado, y aunque recitaba la «Declaración Verdadera del Ser»[8] con tanta frecuencia como antes, el resfriado no mejoró. Pero cuando la vi el martes pasado, a no ser que fuera el miércoles… no, no pudo haber sido el miércoles, así que debió de haber sido el martes… —¡Cuando quiera que fuera! —interrumpió su esposa, poniendo brillantemente fin a la indecisión de su marido. —Sí, cuando quiera que fuera, como dices, cuando vi a la señora Quantock estaba absorbida por alguna filosofía oriental de las que consiguen curarte de inmediato cualquier mal. ¿Cómo lo llamó…? ¡Yoga! Sí, eso es: yoga. —Continúa —dijo Lucía. —Bueno, al parecer, uno debe tener algo así como un maestro de yoga o, de otro modo, puede llegar a hacerse daño. Luego tienes que respirar profundamente y decir: «Om»… —¿Decir qué? —«Om». Entiendo que la exclamación es «om». Y practicar unos ejercicios físicos muy curiosos: tienes que sujetarte la oreja con una mano y el talón con la otra, y tener cuidado, puesto que puedes hacerte daño si no lo haces correctamente. En términos generales eso es lo esencial del yoga. —¿Y conoceremos pronto al indio? —preguntó Lucía. —¡Carissima, ya lo has conocido! Supongo que la señora Quantock ha solicitado un maestro y le han dado ese. Ecco! Al oír aquellas noticias, la señora Lucas frunció notablemente el ceño. Pepino poseía una maravillosa elegancia a la hora de explicar determinadas circunstancias excepcionales en la vida de Riseholme. Pero si en aquel caso su marido estaba en lo cierto, a Lucía le parecía de todo punto intolerable que alguien hubiera importado un místico hindú en Riseholme sin habérselo consultado siquiera. Es verdad que ella había estado fuera, pero todavía existía el correo postal. —Ecco!, desde luego —dijo Lucía—. Esto me coloca en una posición muy delicada, porque debo enviar hoy mismo las invitaciones para mi fiesta en el jardín, y realmente no sé si debería considerarme oficialmente al corriente de la existencia de ese hombre o no. No puedo escribir a Daisy Quantock y decirle: «Por favor, ten a bien traerte a Om, tu amigo negro», o como quiera que se llame al final ese tipo; pero, por otro lado, si al final es de esa clase de personas a quien una lamentaría no conocer, no me gustaría ignorarlo. —Después de todo, querida, hace solo una hora que has regresado a Riseholme —dijo su marido—. Habría sido difícil que hubieras podido hablar con la señora Quantock. El rostro de Lucía se iluminó. —¡A lo mejor Daisy me ha escrito una carta hablándome de él! —dijo—. Seguro que encontraré un informe detallado de todo cuando abra las cartas. —Puedes darlo por seguro. Difícilmente se habría quedado tranquila si no hubiera podido decírtelo. Además, creo que su invitado debe de haber llegado muy recientemente, o yo ya lo habría visto en cualquier parte, con seguridad. Lucía se levantó. —Bueno, ya veremos —dijo—. Y ahora, voy a estar ocupadísima toda la tarde, pero para la hora del té ya estaré lista para ver a cualquiera que venga de visita. Dame las cartas, caro, y así comprobaré si Daisy me ha escrito. Fue mirando el remite una tras otra mientras se dirigía a su habitación, y entre ellas encontró un grueso sobre con la enorme caligrafía inclinada de la señora Quantock, que a primera vista parecía muy grande y legible pero que, tras un examen más minucioso, se reveló completamente incomprensible. Se tenía que sujetar la carta a cierta distancia para lograr sacar algo en claro de ella, y mirarla de un modo general y abstracto, como si solo se le estuviera echando un vistazo. Tratadas de este modo, las palabras esparcidas por la cuartilla comenzaban a adquirir consistencia y, cuando se conseguía atrapar una cantidad suficiente de ellas, como vislumbres de un paisaje observados a la luz del resplandor de unos relámpagos, ya se podía confiar en haberse hecho una idea de todo el conjunto. Mediante este procedimiento obtuvo al fin resultados muy prometedores. La señora Lucas mantenía las hojas a la máxima distancia que el largo de su brazo le permitía, alterando de tanto en tanto esa distancia para intentar modificar el efecto mediante un sutil cambio de enfoque. «Benarés» le saltó a la vista, y también «brahmín», y también «la casta más alta», y «santidad extraordinaria», y «gurú». Y cuando el significado de esta última palabra quedó desvelado en la entrada correspondiente a ‘Yoga’ de su Encyclopædia, Lucía avanzó rápidamente hacia una entera comprensión de la misiva. La carta, cuando logró descifrarla en su conjunto, se bastó ella sola para acaparar toda su atención, y consiguió que dejara intacto el resto de su correspondencia. Semejante preludio a la aventura rara vez se había producido en Riseholme. Parece ser —su marido ya se lo había contado en la comida— que la señora Quantock había considerado que su constipado era demasiado obstinado para que lo aliviaran los preceptos de la señora Eddy; la «Declaración Verdadera del Ser», no importaba las innumerables veces que se repitiera su formulación, solo parecía agravarlo, y finalmente un día, mientras estaba confinada en su casa, había cogido un libro «prácticamente al azar» de las estanterías de su biblioteca, supuestamente iluminada —eso creía ella— por algún impulso interior. Aquello fue considerado claramente una «señal». La señora Lucas se detuvo un instante mientras asimilaba aquellas primeras frases de la carta. Recordaba vagamente que la señora Quantock había experimentado una señal similar la primera vez que tuvo conocimiento de la existencia del Cristianismo Científico. Aquel día la señal se había originado ante la visión de una nueva iglesia en Sloane Street; la señora Quantock había entrado en el edificio (a duras penas podía explicar por qué) y se había encontrado en medio de una Reunión Testimonial, donde, un testigo tras otro revelaban las milagrosas sanaciones que habían experimentado. Uno había padecido tos, otro cáncer, otro un hueso roto, pero todos habían logrado curarse gracias a las santas verdades expuestas en el Testamento según la señora Eddy. En cualquier caso, los recuerdos de Lucía sobre ese asunto no eran relevantes ahora: ardía en deseos de conocer la historia de la nueva señal. En fin, el libro que la señora Quantock había cogido obedeciendo aquella última señal resultó ser un pequeño manual de filosofía oriental, y se había abierto por sí solo por un capítulo titulado «Yoga». Inmediatamente comprendió, como si lo hubiera descubierto con un ojo...