Bellamy / Nemo | Novelistas Imprescindibles - Edward Bellamy | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 6, 395 Seiten

Reihe: Novelistas Imprescindibles

Bellamy / Nemo Novelistas Imprescindibles - Edward Bellamy


1. Auflage 2020
ISBN: 978-3-96799-293-9
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 6, 395 Seiten

Reihe: Novelistas Imprescindibles

ISBN: 978-3-96799-293-9
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Bienvenidos a la serie de libros Novelistas Imprescindibles, donde les presentamos las mejores obras de autores notables. Para este libro, el crítico literario August Nemo ha elegido las dos novelas más importantes y significativas de Edward Bellamy que son Igualdad y Mirando atrás desde 2000 a 1887. Edward Bellamy fue un autor, periodista y activista político estadounidense más famoso por su novela utópica, Mirando atrás. La visión de Bellamy de un mundo futuro armonioso inspiró la formación de numerosos 'Clubes Nacionalistas' dedicados a la propagación de las ideas políticas de Bellamy. Novelas seleccionadas para este libro: - Igualdad. - Mirando atrás desde 2000 a 1887. Este es uno de los muchos libros de la serie Novelistas Imprescindibles. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la serie, estamos seguros de que te gustarán algunos de los autores.

Edward Bellamyfue un autor, periodista y activista político estadounidense más famoso por su novela utópica, Mirando hacia atrás. La visión de Bellamy de un mundo futuro armonioso inspiró la formación de numerosos 'Clubes Nacionalistas' dedicados a la propagación de las ideas políticas de Bellamy.

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Prefacio del autor
Viviendo como vivimos en el año que cierra el siglo veinte, disfrutando de las bendiciones de un orden social a la vez tan sencillo y lógico que no parece sino el triunfo del sentido común, no hay duda de que es difícil comprender, para aquellos cuyos estudios no han sido en gran parte históricos, que la presente organización de la sociedad tiene, en su plenitud, menos de un siglo de edad. No hay hecho histórico, sin embargo, mejor establecido, que hasta casi el final del siglo diecinueve era creencia general que el antiguo sistema industrial, con todas sus espantosas consecuencias sociales, estaba destinado a perdurar, posiblemente con algún pequeño remiendo, hasta el fin de los tiempos. ¡Qué extraño y casi increíble parece que una tan prodigiosa transformación moral y material como la que ha tenido lugar desde entonces haya podido ser llevada a cabo en un intervalo tan breve! La presteza con la cual los hombres se acostumbran, como a algo natural, a las mejoras en su condición, que, cuando fueron anticipadas, parecían no dejar lugar a desear nada más, no podría ser ilustrada de forma más notable. ¡Qué reflexión podría ser mejor calculada para presidir el entusiasmo de los reformadores que cuentan para su recompensa con la entusiasta gratitud de las edades futuras! El propósito de este volumen es ayudar a las personas que, mientras desean adquirir una idea más definida acerca de los contrastes sociales entre el siglo diecinueve y el veinte, se ven intimidados por el aspecto formal de las historias que tratan sobre dicho asunto. Alertados por la experiencia de un maestro, de que el aprender es considerado una fatiga para el cuerpo, el autor ha buscado aliviar el carácter instructivo del libro moldeándolo en forma de una narrativa romántica, que estaría gustoso de imaginar no completamente carente de interés para sí mismo. El lector, para quien las instituciones sociales modernas y sus principios subyacentes son algo natural, puede encontrar a veces que las explicaciones del Dr. Leete acerca de ellas son bastante manidas, pero debe recordarse que para el invitado del Dr. Leete no eran algo natural, y que este libro está escrito con el expreso propósito de inducir al lector a olvidar por un momento que así lo son. Una cosa más. El tema casi universal de los escritores y oradores que han celebrado esta época bimilenaria ha sido el futuro en vez del pasado, no el avance que se ha producido, sino el progreso que se producirá, siempre hacia adelante y hacia arriba, hasta que el curso de los tiempos alcance su inefable destino. Esto está bien, absolutamente bien, pero me parece que en ninguna parte podemos encontrar una base más sólida para audaces predicciones del desarrollo humano durante los próximos mil años, que "Mirando Atrás", al progreso de los últimos cien. Que este volumen sea tan afortunado que encuentre lectores cuyo interés en el asunto los incline a pasar por alto las deficiencias en el tratamiento es la esperanza con la que el autor se hace a un lado y deja que el Sr. Julian West hable por sí mismo. I
Vi la luz por primera vez en la ciudad de Boston en el año 1857. "¿Qué?" dirás, "¿mil ochocientos cincuenta y siete? Este es un curioso desliz. Quiere decir mil novecientos cincuenta y siete, desde luego". Pido disculpas, pero no hay error. Eran alrededor de las cuatro de la tarde del 26 de diciembre, un día después de Navidad, del año 1857, no 1957, cuando respiré por primera vez el viento de levante de Boston, que, aseguro al lector, en aquel remoto período se distinguía por la misma penetrante cualidad que lo caracteriza en el presente año de gracia, 2000. Estas afirmaciones parecen tan absurdas en su apariencia, especialmente si añado que soy un joven que aparenta alrededor de treinta años, que nadie puede ser culpado por rehusar leer una palabra más de lo que promete ser una mera imposición sobre su credulidad. Sin embargo aseguro de todo corazón al lector que no hay pretensión alguna de imposición, y me encargaré, si me presta atención durante unas páginas, de convencerle de esto por completo. Si puedo, entonces, suponer provisionalmente, con el compromiso de justificar la suposición, que conozco mejor que el lector cuándo he nacido, proseguiré con mi narrativa. Como todo colegial sabe, en la última parte del siglo diecinueve la civilización de hoy en día, o cualquier cosa semejante, no existía, aunque los elementos que iban a desarrollarla ya estaban en fermentación. Sin embargo, nada ha ocurrido para modificar la secular división de la sociedad en cuatro clases, o naciones, como podría llamárselas más adecuadamente, puesto que las diferencias entre ellas eran mucho mayores que las que hay entre las naciones actualmente, de los ricos y los pobres, de los educados y los ignorantes. Yo mismo era rico y también educado, y poseía, por consiguiente, todos los elementos de felicidad que disfrutaban los más afortunados de aquella época. Viviendo en el lujo, y ocupado únicamente en la prosecución de los placeres y refinamientos de la vida, derivaba los medios de mi manutención del trabajo de otros, no prestándoles ningún servicio a cambio. Mis padres y abuelos habían vivido de la misma manera, y yo esperaba que mis descendientes, si los tuviese, disfrutarían de una análoga fácil existencia. Pero ¿cómo podía yo vivir sin dar servicio al mundo? preguntarás. ¿Por qué debería el mundo haber sustentado en absoluta ociosidad a uno que era capaz de dar servicio? La respuesta es que mi bisabuelo había acumulado una suma de dinero de la cual han vivido sus descendientes desde entonces. La suma, inferirás naturalmente, debe haber sido muy grande para no haberse agotado en la manutención de tres generaciones en la ociosidad. Este, sin embargo, no era el caso. La suma no había sido originalmente grande en absoluto. Era, de hecho, mucho mayor ahora que tres generaciones habían sido mantenidas en la ociosidad gracias a ella, que lo que era en un principio. Este misterio de uso sin consumición, de calentamiento sin combustión, parece magia, pero era meramente una ingeniosa aplicación del arte ahora felizmente perdido pero llevado a una gran perfección por tus antepasados, de desplazar la carga de la propia manutención para ponerla sobre los hombros de otros. Del hombre que había conseguido esto, y era el fin perseguido, se decía que vivía de las rentas de sus inversiones. Explicar llegados a este punto cómo los antiguos métodos de la industria hicieron esto posible nos retrasaría demasiado. Sólo me detendré ahora para decir que el interés sobre las inversiones era una especie de impuesto a perpetuidad sobre el producto de aquellos ocupados en la industria, que una persona que poseía o heredaba dinero era capaz de recaudar. No debe suponerse que una organización que parece tan antinatural y disparatada conforme a las nociones modernas nunca fue criticada por tus antepasados. Hubo un esfuerzo de legisladores y profetas de las primeras épocas para abolir el interés, o al menos para limitarlo a las tasas más pequeñas posibles. Todos estos esfuerzos, sin embargo, fracasaron como necesariamente debían hacerlo, en la medida en que las antiguas organizaciones sociales prevalecieron. En la época de la cual escribo, la última parte del siglo diecinueve, los gobiernos se habían en general dado por vencidos de intentar regular el asunto en modo alguno. Como un intento de dar al lector alguna impresión general del modo en que la gente convivía en aquellos días, y especialmente de las relaciones entre los ricos y los pobres, quizá lo mejor que puedo hacer es comparar la sociedad como era entonces con un carruaje prodigioso al que las masas de la humanidad estuviesen unidas con arreos y del que tirasen laboriosamente a lo largo de un camino muy montañoso y arenoso. El conductor estaba hambriento y no permitía que nadie se quedase rezagado, aunque el paso era necesariamente muy lento. A pesar de la absoluta dificultad de tirar del carruaje a lo largo de un camino tan difícil, la parte superior del carruaje estaba cubierta con pasajeros que nunca bajaban, ni siquiera en las subidas más pronunciadas. En estos asientos de la parte superior se notaba una brisa muy suave y eran muy cómodos. Bien elevados por encima del polvo, sus ocupantes podían disfrutar del paisaje a su placer, o discutir críticamente los méritos del equipo que se esforzaba. Naturalmente tales plazas estaban muy solicitadas y la competición por ellas era intensa, cada uno perseguía como primer objetivo en la vida el asegurarse un asiento en el carruaje para sí mismo y dejárselo a su hijo después de él. Por la regla del carruaje, un hombre podía dejar su asiento a quien él quisiese, pero por otra parte había muchos accidentes por los cuales podía perderse por completo. A pesar de que eran tan cómodos, los asientos eran muy inseguros, y en cada sacudida imprevista del carruaje había personas que se resbalaban fuera de ellos y se caían al suelo, donde eran instantáneamente obligados a agarrar la cuerda y ayudar a arrastrar el carruaje sobre el cual habían anteriormente ido montados tan placenteramente. Naturalmente perder el asiento se consideraba una desgracia terrible, y la aprensión de que esto pudiese sucederles a ellos o a sus amigos era una nube constante sobre la felicidad de aquellos que iban montados. Pero ¿pensaban solamente en sí mismos? preguntarás. ¿Su mero lujo no se tornaba intolerable para ellos por comparación con la suerte de sus hermanos y hermanas que estaban con los arreos, y el conocimiento de que su propio peso se añadía a su duro trabajo?...



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