E-Book, Spanisch, 152 Seiten
Reihe: ESPECIALES
Bauer Cruzando el mar
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-947051-4-4
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 152 Seiten
Reihe: ESPECIALES
ISBN: 978-84-947051-4-4
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Wolfgang Bauer. Hamburgo (Alemania), 1970 Bauer es un periodista de Die Zeit. Tras licenciarse en Estudios Islámicos, Geografía e Historia, ha trabajado como reportero para las revistas alemanas Focus, Zeit Dossier, Neon/Nido, Greenpeace Magazin, Geo y National Geographic. En junio de 2007, Bauer informó de que, cuando estaba integrado en la 82.ª División Aerotransportada estadounidense en el área de Ghazni (Afganistán), fue testigo de abusos de soldados estadounidenses y afganos sobre sospechosos capturados. Focus publicó una foto de un preso afgano atado al parachoques de un camión militar, lo que Bauer calificó de simulacro de ejecución, un acto de tortura y un crimen de guerra. Escribió que, además, la familia del sospechoso había sido amenazada, y que esta historia de brutalidad no era un caso aislado: también fue testigo de un interrogatorio en el que un agente del servicio de inteligencia afgano golpeaba al sospechoso con la culata de un rifle. Sus reportajes han sido galardonados en numerosas ocasiones, entre otros ha recibido el Premio Bayeux-Calvados para corresponsales de guerra o el Premio Europeo Columbus a la Excelencia en Periodismo (2011). Ha trabajado en el mundo árabe desde hace muchos años, incluso en zonas de guerra en Siria y Libia. Su segundo Premio Bayeux-Calvados para corresponsales de guerra fue otorgado por el reportaje sobre los refugiados sirios publicado en Die Zeit que formó la base del libro Cruzando el mar.
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03
La huida
El tráfico de seres humanos en Egipto, en su estructura, no es muy diferente a la industria del turismo. En todo el país existen puestos de venta con los denominados «agentes». Estos dicen a sus clientes que trabajan exclusivamente con los mejores coyotes , aunque en realidad solo tratan con unos pocos. La travesía vale unos 3.000 dólares, a veces menos, pero al final todas las categorías acaban en el mismo barco. El agente se lleva una comisión de aproximadamente 300 dólares. El importe se deposita en manos de un intermediario y solo se entrega al agente si el cliente llega a Italia de verdad. Los agentes, al menos la mayoría de ellos, cuidan mucha su reputación, porque su negocio depende de las recomendaciones de los refugiados que alcanzan su destino más allá del mar.
El agente de Amar se llama Nuri, un viejo conocido, un hombre musculoso de voz grave y ronca, también importador de muebles. «Tenemos el mismo sentido del humor», dice Amar, a quien le tranquiliza esta circunstancia. A pesar de todas las incertidumbres del viaje, Amar sabe cómo hacer reír a Nuri. El agente es una persona que se ríe mucho. Esa risa explosiva que nos llega a través del smartphone de Amar será nuestro continuo acompañante.
En la autovía que debe llevar a Amar hacia un futuro mejor, nos encontramos con un atasco. No avanzamos casi, con los parachoques pegados unos a otros, a pesar de los cinco carriles: el tráfico habitual de El Cairo. Amar suelta maldiciones, toca el claxon y golpea el volante. Llama por teléfono a Nuri para decirle que vamos a llegar con retraso al punto de encuentro, un restaurante de Kentucky Fried Chicken en la «Ciudad del 6 de Octubre», un pueblo industrial a treinta kilómetros de El Cairo. «Debería haber tomado mi calmante», se arrepiente Amar. Lleva encima dos tipos de pastillas, Seroxat de 20 miligramos, contra la depresión y los ataques de pánico, y Xanax de 0,25 miligramos, contra los estados de angustia. Lleva un año sufriendo diferentes miedos difusos. La guerra de Siria y la crisis de Egipto le han marcado. Tiene miedo a las bacterias, miedo a la radiación, miedo a las aglomeraciones. Por fin llegamos al punto de encuentro, el restaurante de comida rápida. Delante del local, un compañero de Nuri, un joven con coleta y perilla, está sentado mirando su smartphone y fumando. Nos saluda y nos explica que el conductor no tardará en llegar. En su minibús nos llevará a la ciudad costera de Alejandría, de la que salen muchos barcos de refugiados rumbo a Italia.
—¿Cómo estás? —pregunta Rolanda por teléfono.
—Todo bien —responde Amar.
—¿Has metido tu abrigo? —pregunta su mujer.
El joven de la coleta fuma y se ríe. Pasamos muchas horas esperando. Amar intenta sacarle más detalles sobre el viaje, pero el otro se calla. Otros tres pasajeros llegan al restaurante, dos hermanos de Damasco, Alaa y Hussan —como sabremos más adelante—, y Bashar, un amigo de los dos. Llevan mochilas de deporte recién compradas y gorros de lana negros. Los tres parecen desconfiados y entran en una cafetería a cierta distancia de nosotros. Ya empieza a hacerse de noche cuando por fin llega el minibús. Deprisa, metemos el equipaje. El conductor no dice ni una palabra, no saluda, apenas mueve la cabeza. Dentro del vehículo ya está sentado Jihadi, camarero de Hama, pelo corto, ojos vidriosos. El bus arranca y se mete por una calle ancha.
—¡Mierda! —interrumpe su silencio el conductor—. ¡Solo siete! ¿Dónde están los demás?
Frena y para en la acera. Está nervioso porque el minibús tiene matrícula de Alejandría; si sigue aquí parado durante mucho tiempo llamará la atención. De repente llega el resto de los pasajeros, acompañados por su agente, de nombre Mohamed, un contrabandista con aire de dandi, con gorra y camisa blanca. Le vamos a ver más veces durante los siguientes días.
—¡Perdona! —se disculpa levantando los brazos. El conductor le responde con un grito.
—Muy poco profesional —critica también Amar, el empresario.
Los dos pasajeros se despiden de su tío, que les ha acompañado hasta aquí. Se llaman Rabea y Asus, sirios, dos primos que no podrían ser más diferentes entre sí. Rabea es fuerte y taciturno, Asus, delgado y hablador. Con ellos dos se completa nuestro grupo. Aunque al principio nos tratamos con desconfianza, al cabo de unos días nos hacemos amigos, formamos una comunidad. Esa amistad será nuestra única protección durante el viaje.
—Menos mal que nos hemos encontrado —dice Alaa en la oscuridad, unos días más tarde—. Mientras sigamos juntos, no voy a tener miedo de nada.
El minibús reanuda la marcha. Los pasajeros están en silencio, cada uno con su equipaje en el regazo, mirando por la ventana. Los sirios tienen la mirada clavada en este mundo que les resulta tan familiar, y de repente se ha vuelto tan extraño. Por primera vez ven lo que solo ve el que viaja sin papeles: el negativo de la realidad. El blanco se vuelve negro, y el negro, blanco. Desde que nos hemos subido al minibús, tenemos que evitar los controles policiales. Los viajeros han dejado sus pasaportes en casa de amigos en El Cairo, porque cuando lleguen a Italia no podrán utilizar sus verdaderos nombres. Todos quieren continuar el camino a Suecia o a Alemania. Si fueran registrados en Italia, estarían obligados a pedir asilo en ese país.
«Dublín II» es el nombre del reglamento europeo que obliga a los refugiados a jugar al escondite. Alemania era uno de los países que más insistía en aplicar en toda Europa esta norma, que obliga a los refugiados a pedir asilo en el país por el que entran a la UE. Si no lo hacen, si viajan a otro país miembro, como Alemania, se les devolverá al país de entrada. Alemania, ubicada en el centro de Europa, está casi por entero rodeada de otros países miembros. Un posible solicitante de asilo no tiene ninguna oportunidad de llegar directamente a Alemania, salvo que viaje en avión. Todos los pasajeros de este minibús quieren ir a Italia, pero no para quedarse. Y por eso van indocumentados. De esta manera, la burocracia europea convierte a los refugiados en vulnerables, incluso antes de salir de Egipto.
Todos conocen los riesgos del viaje a través del mar. Todos han oído hablar de barcos cuyo motor se rompió en alta mar, de barcos que se hundieron lejos de las costas italianas. Han leído sobre estafadores que desembarcaron a los pasajeros en la costa de Túnez, en vez de Italia. Han conocido a otros refugiados que en los últimos meses fueron detenidos por los guardacostas egipcios, o atracados por contrabandistas. Han oído de refugiados que se lesionaron al saltar al barco, y se quedaron en tierra, o que murieron. Pero han oído de muchos más que lo consiguieron, que sobrevivieron en los días de miedo, para llegar a Europa y no volver a tener miedo nunca más.
Ha caído la noche. El contrabandista que dirige el minibús evita los controles policiales en la carretera nacional, se sale de la autopista hacia Alejandría y recorre carreteras secundarias sumergidas en la oscuridad. El conductor está inseguro, en cada cruce pregunta qué camino es el menos peligroso. La zona donde no hay presencia policial es más propensa a los robos y secuestros.
—¿Esta carretera es segura? —pregunta a un beduino en uno de los cruces.
—No —es la respuesta impasible—. Es precisamente la insegura.
Un poco más adelante, un camión atravesado en la carretera nos cierra el paso. El conductor se pone nervioso y saca la cabeza por la ventanilla. «¿Un atraco?», pregunta Alaa, pero finalmente el camión se mueve para dejarnos pasar.
Por una carretera flanqueada por llamas de varios metros de alto llegamos por fin a Alejandría, una ciudad industrial rodeada por enormes refinerías. Con seis millones de habitantes, es la segunda ciudad de Egipto, construida sobre una estrecha loma que separa la laguna del mar. Como no se puede construir en horizontal,, se construye en altura. Hacia el mar, las torres de apartamentos se van haciendo más altas, como si toda la ciudad fuera un único rompeolas. Algunas torres tienen hasta treinta plantas, colmenas humanas, la mayoría de las viviendas sin luz, a la sombra. Entre los gigantes de hormigón, las calles son estrechas, como grietas en la roca.
El minibús se mete cada vez más dentro de los acantilados urbanos.
El conductor sigue sin dar explicación alguna, nos mantiene en la incertidumbre, habla por teléfono. Dice a alguien desconocido que está aquí o allí, o que va a girar hacia un lado o hacia otro. De repente, nos hace bajar en una cafetería. Nos encontramos rodeados de los clientes habituales que nos clavan la mirada. En el televisor se está transmitiendo un partido de la Champions. Unos minutos después, un minibús diferente nos recoge. Se supone que mediante esa estrategia despistamos a la policía.
—¡Enhorabuena! —nos felicita el agente Nuri a través del móvil de Amar—. Esta misma noche vais a poder embarcar.
El segundo vehículo, después de recogernos en la cafetería, nos lleva a un callejón oscuro. El conductor, igual de callado que el primero, apaga el motor, nos manda callar, nos dice que no saquemos las manos por la ventanilla, y se baja del vehículo. Hace como si limpiara el vehículo, espera.
—¿Qué pasa? —pregunta Amar en medio de la oscuridad. Nadie responde ni se atreve a preguntar al conductor.
—Debemos abandonar —nos explica Nuri un poco más tarde por teléfono—. Hace una hora los guardacostas detuvieron a cien refugiados. Tenemos que...




