Barde-Cabuçon | Casanova y la mujer sin rostro | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 277, 320 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

Barde-Cabuçon Casanova y la mujer sin rostro


1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-16120-21-5
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 277, 320 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-16120-21-5
Verlag: Siruela
Format: EPUB
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París, 1759: apenas un par de años antes el joven Volnay, pese a su poca simpatía por la monarquía, salvó a Luis XV de la muerte en el atentado perpetrado por Damiens, y agradecido el monarca creó para él el cargo de comisario de las muertes extrañas. Por eso, al ser hallado el cadáver de una mujer sin rostro en París, el caballero de Volnay se encarga del caso. Para empezar, encuentra en el cuerpo una misteriosa carta con el sello del rey, y la presencia del libertino Casanova en el lugar del crimen no deja de intrigarle. A petición del comisario, los restos de la joven no son trasladados al depósito del Châtelet, sino confiados a su ayudante, un monje tan erudito como hereje. La autopsia y los primeros elementos de la investigación conducen muy pronto a Volnay a Versalles, al gabinete del rey, a las casas acondicionadas para la marquesa de Pompadour en el Parque de los Ciervos y al laboratorio del enigmático conde de Saint-Germain...Con una escritura ágil y elegante, Olivier Barde-Cabuçon construye una magnífica novela negra protagonizada por un personaje de gran originalidad y, a la vez, nos ofrece el espléndido retrato de un fascinante periodo histórico.

Olivier Barde-Cabuçon vive en Lyon. Estudió Derecho y Recursos Humanos, y actualmente es director de recursos humanos en una empresa multinacional. Apasionado de la literatura, el arte y la historia, es un autor reconocido por sus novelas policiacas con escenarios históricos. Casanova y la mujer sin rostro, primer caso del comisario de las muertes extrañas, ha sido galardonada con el prestigioso premio Sang d'Encre 2012 y Misa negra, el segundo caso del mismo protagonista, ha sido merecedora del Premio Historia 2013, que se concede a la mejor novela negra de ambientación histórica.
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I


.

CASANOVA

La noche había invadido la ciudad de París y cubría con un velo negro el carruaje detenido en medio de la calle desierta. Embutido en un abrigo oscuro, el cochero retenía con mano firme a los caballos, que se agitaban nerviosos. Una fina silueta descendió del coche. La capucha del abrigo ocultaba convenientemente las facciones de una joven. En las paredes, las sombras alargaban sus dedos ganchudos hacia ella. Un caballo se encabritó. El cochero miraba al frente, impasible.

–Es tarde, llevad cuidado, hija mía. ¡La gente de bien es amante del día y la gente mala prefiere la noche!

La voz procedía del interior del carruaje. Aunque bien timbrada y agradable al oído, sonaba cansada. Como movido por una señal invisible, el coche se puso en marcha con un estruendo de madera y hierro. La desconocida se estremeció. Estaba sola, con los blancos dedos apretados como si se dispusiera a asestar un golpe. La oscuridad borraba los puntos de referencia familiares, sugiriendo a los ojos formas fantásticas. En su infancia, su madre, con los relatos que le contaba durante las veladas, había poblado sus noches, sin saberlo, de duendes, ladrones y fantasmas. Por un instante le pareció oír un ruido de pasos y se detuvo para prestar más atención. Solo el silencio le respondió.

En ese instante, las nubes se disiparon y la luna arrojó un pálido rayo de luz sobre la calle, mostrando la entrada de un pequeño patio, a cuyo fondo destacaba el resplandor rojizo de un horno de pan. La joven hizo un ademán de alegría. Una risa cristalina escapó de su garganta y echó a andar apresuradamente en dirección a esa luz vacilante.

La noche fue entonces traspasada por un gesto rápido. Una sombra creció desmesuradamente sobre las paredes y siguió sus pasos. Muy pronto, un grito desgarrador atravesó las tinieblas.

Era una suave noche de primavera del año 1759. La claridad de las lámparas de aceite y de los faroles de velas había atraído a los curiosos como fascinadas mariposas nocturnas. El comisario del barrio tragó saliva antes de apartar los ojos del espectáculo sangriento que tenía delante.

–Muerta –dijo–. Todavía no sé por qué ni cómo, pero le han arrancado toda la piel de la cara. ¡Nadie podrá reconocerla en este estado!

–¡Parece que la haya devorado un lobo! –dijo uno de los oficiales que lo acompañaba.

Se oyó una exclamación sofocada antes de que el murmullo se extendiera entre los asistentes allí apiñados.

–¡Los lobos! ¡Los lobos han entrado en París!

El comisario de barrio lanzó una mirada asesina al policía que acababa de hablar.

–¡La próxima vez guardaos vuestra opinión!

El hombre pareció encogerse sobre sí mismo. Al retroceder, fue a chocar con un personaje grave y de semblante impasible, que acababa de llegar y contemplaba la escena en silencio.

–¡Ah! –dijo el comisario de barrio con cierta contrariedad–, sois vos, señor comisario de las muertes extrañas. ¿Quién demonios os ha avisado, señor de Volnay? Habéis acudido con presteza, ¿acaso no dormís nunca?

Volnay dio un paso adelante. Era un hombre joven, alto, con un rostro bastante agradable, pero de mirada sombría y actitud severa. La luna delataba con crudeza los contornos de su rostro. No llevaba peluca y sus cabellos, negros como el plumaje de un cuervo, largos y agitados por una brisa ligera, flotaban tras él. Una cicatriz que partía del rabillo de su ojo derecho, subía hasta aquella sien cargada de preguntas. Iba sobriamente vestido con una casaca negra iluminada por una camisa blanca, una chorrera y una corbata. Pese a lo avanzado de la hora, su aspecto era impecable. Sin responder al comisario de barrio, se arrodilló y recorrió con la mirada el cadáver, de la cabeza a los pies, antes de volverse hacia su colega.

–Quiero que lleven este cuerpo para examinarlo, no al depósito del Châtelet, sino a casa de quien vos sabéis.

El comisario de barrio se estremeció e intentó protestar.

–¡Acabáis de llegar! ¡Dejadnos iniciar la investigación antes de decidir si se trata de un caso que compete a la policía científica!

Volnay ni siquiera le dirigió una mirada.

–Sabéis que, por disposición real, tengo autoridad sobre todas las muertes extrañas de París –dijo en un tono que no admitía réplica–. Y, como podéis constatar, nos hallamos en presencia de una víctima a la que le han arrancado cuidadosamente la piel del rostro para que resulte irreconocible.

De un arquero de la patrulla cogió la linterna sorda que empuñaba y la vela de sebo tiñó el cuerpo de una luz mortecina.

–Habéis observado también que ningún rastro de sangre mancha las prendas de esta mujer. La mataron, pues, antes de quitarle la ropa, a continuación la mutilaron y luego volvieron a vestirla para dejarla aquí. De hecho, a pesar de que vuestros agentes lo han pisoteado todo y probablemente han destruido los indicios, no he visto ningún rastro o reguero de sangre en los alrededores.

El comisario de barrio meneó la cabeza y dejó escapar un prolongado suspiro.

–¡Hiláis muy fino!

–Si tenéis la bondad de formar un cordón policial para mantener a todo el mundo a distancia... –prosiguió Volnay, imperturbable–. Quiero que estemos solos en el escenario del crimen.

Esperó a que fueran impartidas las órdenes y cogió las manos de la víctima para examinarlas atentamente.

–Están bien cuidadas y no presentan ninguna marca de trabajos manuales –murmuró, pensativo–. Se trata de alguien de cierta posición...

–O de una prostituta de los barrios distinguidos.

Volnay no contestó al comentario, pero su mirada recorrió el cuerpo de la muerta, rozando su pecho antes de detenerse en su cuello. Sus dedos finos y largos cogieron con delicadeza una cadenita y su medalla, que tenía grabada una Virgen. En el reverso había una inscripción en latín, que no tuvo ninguna dificultad en traducir:

–«Dios nos preserve del diablo»... –Volnay esbozó una sonrisa cortante, volviéndose hacia su colega–. ¡Una extraña prostituta, en tal caso!

Se incorporó a medias y examinó metódicamente las inmediaciones; pero había pasado tanta gente junto al cuerpo antes de su llegada que ya era imposible distinguir nada. Sacó, pues, un carboncillo y un papel de uno de sus bolsillos y empezó a dibujar el cuerpo y los alrededores. El comisario de barrio sonrió divertido.

–Así que lo que dicen de vos es verdad: dibujáis de maravilla. ¡Habéis malogrado vuestra vocación!

Volnay le lanzó una mirada fría. Sus ojos azules podían adoptar en ocasiones la textura del hielo.

–Todos los detalles tienen su importancia, yo tomo nota de todo, y no solo en mi memoria. Un asesino puede dejar señales de su presencia en un lugar igual que un caracol marca su paso con la baba. La observación es la fuente de nuestro trabajo. Por ejemplo, ¿podríais decirme cuántas personas de las primeras filas, entre la multitud que hay a mi espalda, van con ropa de cama?

–Mmm...

–Seis –dijo Volnay con calma, sin dejar de dibujar–. A no ser que haya llegado alguna más en el último minuto. ¿Es correcto?

–¡Vive Dios, sí!

–Me gustaría que vuestros hombres las interrogaran. Si van vestidas así, es porque viven cerca y han sido alertadas por el ruido. Quizá hayan visto algo o a alguien...

En ese instante fueron interrumpidos por el chirrido de las ruedas de una carreta sobre los adoquines. El comisario de barrio dio un respingo y tragó saliva con dificultad al ver al recién llegado. Volnay levantó una ceja.

–¡Ah, aquí está! Había mandado que lo avisaran. Como podéis constatar, solo el diablo es más rápido que él.

La silueta oscura de un hombre cubierto con una cogulla se perfilaba en el asiento del conductor. Era un monje y llevaba la capucha puesta para ocultar el rostro. Ante esa aparición fantasmagórica, entre la multitud algunos se santiguaron. En silencio, se apartaron temerosamente de la carreta.

–Por cierto, ¿quién ha descubierto el cuerpo? –preguntó con sequedad el comisario de las muertes extrañas.

–Este gentilhombre.

Volnay echó un vistazo al individuo de alta estatura que le señalaban y, al reconocerlo, su semblante mostró su contrariedad. El gentilhombre se acercó con paso seguro. Su rostro de tez mate era agradable. Llevaba con elegancia un traje de terciopelo amarillo oscuro con pequeños motivos florales y botones forrados de hilo de plata. La chorrera que lucía sobre el pecho y los volantes de las mangas eran de encaje de bolillos. De toda su persona se desprendía un irresistible entusiasmo y una alegría natural.

–Soy el caballero de Seingalt –dijo amablemente.

–Sé quién sois, señor Casanova –contestó tranquilamente Volnay.

¿Quién no había oído hablar de Giacomo Girolamo Casanova, el veneciano, alternativamente banquero, estafador, diplomático, oficial, espadachín, espía o mago, y siempre, por supuesto, seductor? Casanova era un mito...



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