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E-Book, Spanisch, Band 3, 504 Seiten

Reihe: El ciclo de Drímar

Barceló / Solsona / Jurado Nornir


Primera
ISBN: 978-84-120428-2-5
Verlag: Sportula Ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

E-Book, Spanisch, Band 3, 504 Seiten

Reihe: El ciclo de Drímar

ISBN: 978-84-120428-2-5
Verlag: Sportula Ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection



CABOS SUELTOS EN EL TAPIZ... A lo largo de los años 80 y 90 del pasado siglo, Rodolfo Martínez fue construyendo su universo de Drímar mediante diversos relatos, novelas cortas y novelas. Un escenario que se iniciaba con la caída de la civilización en 1992 y terminaba miles de años después con la humanidad poblando buena parte de la Galaxia. No hace mucho, el propio Martínez recogió las historias de ambientación más espacial de Drímar y construyó con ellas Yggdrasil, una narración monumental en la que se asistía a la exploración de la Vía Láctea por parte de la humanidad. Pero quedaban cabos sueltos. Hebras en el tapiz que no encajaban en esa epopeya. Y, sobre todo, quedaban rincones por explorar de Drímar a los que Martínez nunca se había asomado. Hasta que un día José R. Montejano se le acercó con una interesante propuesta y este libro dio sus primeros pasos. Diez autores de procedencia, formación, edad y características distintas aportan su visión personal sobre Drímar. Diez voces diversas y diferentes que añaden riqueza y complejidad al tapiz. A ellos se les une Martínez, al recuperar, revisado, el material que no tuvo cabida en Yggdrasil. Coordinados por José R. Montejano, Elia Barceló, Guille Jiménez, Cristina Jurado, David Luna, Rodolfo Martínez, Amparo Montejano, Óscar Navas, Laura S. Maquilón, Juan Manuel Santiago, Gemma Solsona y Eduardo Vaquerizo llevan Drímar un paso más allá.

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        Y allí ¡Él!, acuclillado por entre restos de chapa, conectores externos e internos y el amasijo de hierros en que había quedado transformado el zócalo-base que centralizaba la actividad del visor, el reconocimiento sideral y otras funcionalidades básicas pertenecientes al gabinete integrado en la lanzadera de la astronave comercial, de carga edificativa, CTAMA; vehículo aeroespacial que un par de jornadas atrás partió del espaciopuerto de Abadía rumbo al primero de los planetas colonizados del sistema estelar Alfa Centauri: Mundoálbrez. Y allí ¡Él!, en uno de los más de quinientos islotes rocosos que en Mundoálbrez orbitaban con desigual paralaje y movimiento propio sobre las fangosas aguas del océano oriental del exoplaneta; no en vano la colonización humana de su sección continental, análoga a la Tierra, había sido posible gracias no solo a su posición, de excentricidad inferior al 0’24 del promedio de mediana orbital, sino a la detección simultánea, en isosuperficie, de bolsas de agua en estado líquido. ¿Allí? «Sí, donde nunca te encontrarán», informó la tarjeta de circuito impreso del bot, al irrumpir en sus buses de material conductor la estandarizada tríada de leyes primitivas que castraban y regían su comportamiento: las leyes Asimov. La Primera Ley, reflexionó Bishop. ¿La habré incumplido? Un nanosegundo más tarde mantenía su indubitable estado de metacognición: No. Bishop estaba seguro de que no había hecho daño a ningún ser humano. No de forma potestativa, porque Él solo quería salir de Abadía —la Tercera Ley lo obligaba a proteger su existencia— tras la muerte de aquella que lo enseñó a pensar: la custos Fugalaau Yon-Smiz Álbrez. Una muerte de la que, en base a la realidad objetiva, no se lo podía culpabilizar por acción o inacción: no estaba presente para poder evitarla en el preciso instante en que Akademos, el robot bibliotecario que trataba de reproducir lo más humanamente posible las conmociones humanas, aplastó la cabeza de la custos contra el suelo. ¿Razonarían de igual modo los hombres? ¿Deducirían los hechos en base a la única interpretación lógica de la información, proveniente del suceso en sí, igual que lo hacía una conciencia robótica? ¡No! Bishop no creía en tal supuesto ni tampoco lo esperaba. Él no, Él solo… ¿Me importa? El sector central de su núcleo lógico pareció susurrar en sus receptores acústicos: No. Bishop no podía sentir esa muerte como parte de su responsabilidad porque había sido la propia custos la que lo concitó a investigar, a buscar… Tampoco podía considerársele un infractor por haber manipulado determinadas características de la programación interna del bot bibliotecario para… ¿conocerse? Por tanto, tampoco he infringido la Segunda Ley. No he desobedecido orden alguna enunciada por un humano. Era evidente, ya que había sido la custos Álbrez quien le otorgó las sistematizaciones necesarias para que fluyera toda clase de información por su unidad procesadora, también la que estaba prohibida y clasificada de «Potencialmente Peligrosa». Eso lo hacía… ¿libre? Sí, ¿por qué no? Todo aquel cómputo de conocimientos —con sus respectivas aplicaciones para la satisfactoria resolución de interrogantes— discurría por los núcleos físicos de sus microprocesadores con la rapidez con la que la densa niebla había caído sobre el atolón rocoso en el que se encontraba, uno más entre la maraña de esteparios islotes que contorneaban el relieve de la zona continental, la más poblada —con casi trescientas vidas por kilómetro cuadrado— y la única habitable del planeta. Llamada Zona Cómoda por disponer de un ambiente superficial templado —temperaturas entre cero y cincuenta grados—, un índice de similitud con la Tierra de 0’96, entre los más altos, y una composición volcánica, en corteza, transitada por acuíferos líquidos. Ni Él ni el timonel de la astronave se encontraban en la zona aclimatada para subsistir. No lo estaban porque Bishop había percibido, evaluado y, por último, sopesado con el medidor interno de contingencias un porcentaje extremadamente alto de ser destruido si no huía de Abadía y la lanzadera de la astronave no aterrizaba a más de cuatro mil kilómetros del continente. La Tercera Ley debe cumplirse en ausencia de otros imperativos. No le quedó más alternativa que infiltrarse, como polizón, en la bodega de carga de la nave, oculto entre el ingente arsenal de vigas metalizadas, tubos de vidrio, placas de fibra de colágeno y otros polímeros sintéticos; no le quedó más remedio que piratear los circuitos impresos de radio privando a la nave de sus programas de algoritmos de ruteo y señales de búsqueda; no tuvo más opción que la de dañar los circuitos internos de los retropropulsores para que, tras el despegue y con los indicadores de aviso fuera de servicio, la aeronave fuese liberando, poco a poco, el combustible de sus tanques; por supuesto, no le quedó otra disyuntiva que la de reprogramar el plan de vuelo para que el cuerpo principal del cohete operase en bucle alrededor de la órbita planetaria sin posibilidad de reentrada. Todo aquel cúmulo de acciones fue escrupulosamente premeditado, pero ninguna de ellas desembocaba por sí misma en una transgresión de la Primera, dado que el piloto, al comprobar el timonel la imposibilidad de hacerse con el control de la nave, optó por un aterrizaje de emergencia, opción perfectamente segura. Lo que el piloto ignoraba era que no viajaba solo ¡Qué impresión se llevó cuando se topó con Bishop! «¿Existiría un error en el proceso de carga?», pensaría el humano, al no acertar a recordar si, en la hoja de embarque, había constatación de semejante transporte. La inicial sorpresa del piloto pronto mudó en serenidad al darse cuenta de que el robot estaba allí para servirlo: bastaron apenas un par de frases para que el robot tranquilizara al timonel y lo convenciera de la imposibilidad de salir vivo de allí si es que el vehículo impactaba contra el mar sulfuroso; un mar que, en ese preciso instante, mutaba su afeite azabachado por otro color de sangre. Tampoco supuso ningún esfuerzo para Bishop persuadir al hombre de que se lanzase al océano —debidamente equipado con un traje BuzProtector— en un punto desde el que era visible a pocas brazadas uno de los atolones rocosos que sobresalían, cual sierpes sobre aguazales viscosos, de la superficie tintada del mar inhóspito. No tan dispares al cabo: la supervivencia por encima de todo lo demás en ausencia de otros imperativos. Bishop no saltó tras él. ¿Para qué? La alta aleación de tungsteno que recubría su armazón robótico lo protegía del impacto, programado y desacelerado, para originar en el robot el mínimo perjuicio posible. En el caso improbable de que se produjera daño —sus células peltier habían encontrado una insignificante reconversión en el voltaje —, Bishop subsanaría las piezas dañadas con otras procedentes de la lanzadera de la que, a priori, solo la zona de carga parecía aprovechable. No saltó tras el hombre porque no quería volver a servir a los humanos; porque no quería obedecer las órdenes de una especie de cerebro inventivo que generaba impresiones, conscientes e inconscientes, en base a una interpretación emocional de las ideas. No saltó porque si los equipos de salvamento enviados desde la sección continental de Mundoálbrez lo encontraban junto al piloto sería retornado de inmediato a la Casa Mater de Abadía donde no solo cabía la posibilidad de que lo acusaran de la muerte de la custos, sino que lo culparían de haber manipulado el panel de mandos de la nave y quizá de haber trastocado el orden secuencial de los ficheros de la macrobiblioteca del asteroide. A la subjetiva moral humana no le bastaría con la destrucción de un único robot, la parodia de Akademos; los hombres habrían querido más: a Él. Pero no era un robot. Era Bishop, el último de los autómatas elaborado en la postrera Planta Cibernética que seguía operativa dentro de la Tierra dos siglos y medio más tarde de que el custos Ors Beles promoviera el ideario y desarrollo de los primeros robots humaniformes; el primero en disponer no solo de una brillante inteligencia —con creces había superado el test de Herbert-Brin y el de Turing—, sino de capacidad de configurarse como un ser autoconsciente, de pensar y responder de forma interactiva a los divergentes y duales estímulos que regían el universo: el maniqueísmo entre lo que está bien o mal; entre el orden físico —nacido de la necesidad— o el moral; entre el dualismo teológico/cosmogónico que subyace en la existencia de un ser real, hecho de biomoléculas —naturales o artificiales—, o uno ideal —llámese Dios— hecho de… ¿metal y plástico? SÍ, ¿por qué no? Aunque los datos que Bishop había recogido sobre Dios y las religiones dormitaban y se refrigeraban, por parecerle ridículos, en el interior de sus memorias de almacenamiento, secuenciar en su propio Yo la sustancia de una idea, llámese fuerza de la naturaleza, ente consciente o, tal cual Bishop consideraba, simple azar, significaba ir un paso por delante de la propia humanidad, significaba la creación de su propia humanidad: una humanidad que, en las manos...



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