II
HACE YA RATO que ha dejado de oírse el cuerno de caza. La calle, las casas, todo está en calma. Silencio. Me paso la mano por la frente. Mi ataque intimista se ha acabado. Mejor. Hago un esfuerzo de voluntad y recupero mi equilibrio.
Me siento a la mesa, sobre la que había dejado mi maletín, y saco unos papeles que tengo que leer y ordenar.
Hay algo que me cosquillea; voy a ganar algo de dinero. Podría enviarle parte a mi tía, que me ha criado y que sigue esperando en la salita en donde, cada tarde, se oye el sonido de la máquina de coser, tan monótono y destructor como el de un reloj, junto a la cual hay una lámpara que, llegada la noche y no sé por qué, se le parece mucho.
Los papeles… Contienen el informe por el que se van a juzgar mis aptitudes y hacer definitiva mi admisión en el banco Berton… Berton es ese señor que tiene pleno poder sobre mí con sólo decir una palabra, el dios de mi vida hoy.
Me dispongo a encender la lámpara. Cojo una cerilla. No se enciende, el fósforo se descascarilla y acaba rompiéndose. La tiro y, un tanto fastidiado, espero…
En ese momento oigo el murmullo de un canto muy cerca de mi oreja.
Como si alguien a mi espalda cantase para mí, para mí sólo, y confidencialmente.
¡Debe de ser una alucinación!… Pues mi cabeza no anda bien. ¡Eso por haber pensado demasiado hace un rato!
Estoy de pie, agarrado a la mesa con mi mano crispada, dominado por una sensación de irrealidad; husmeo al azar, ojo alerta, muy atento y suspicaz.
Sigo oyendo el canturreo, que no se me aparta del oído. Mi cabeza gira…Viene de la habitación de al lado… ¿Cómo es posible que suene tan puro, tan extrañamente próximo, por qué me afecta así? Dirijo la mirada al tabique que me separa de esa habitación y reprimo un grito de sorpresa.
Arriba, cerca del techo, por encima de una puerta condenada, se refleja una luz titubeante. El canto procede de esa estrella.
El tabique tiene una ranura, por donde se cuela la luz de la otra habitación hasta la noche de la mía.
Me subo encima de la cama. Me alzo todo lo que puedo y, apoyándome en la pared, mi cara llega hasta la ranura. La madera está podrida y hay dos ladrillos separados; parte de la escayola se ha desprendido permitiendo que se ofrezca a mis ojos una abertura tan grande como mi mano, pero invisible desde abajo debido a las molduras.
Me pongo a mirar… consigo ver… La habitación de al lado se ofrece totalmente desnuda a mis ojos.
Se me muestra a mí, y eso que no es mía… La voz que cantaba se ha ido, pero la puerta no se ha quedado cerrada del todo, parece moverse aún.
Mirada de lejos, la mesa parece una isla. Los muebles, azulones y rojizos, me dan la impresión de ser órganos corporales, obscuramente vivos, que han quedado dispuestos allí.
Observo el armario, un conjunto de líneas brillantes y enhiestas, cuyas patas quedan ocultas en la sombra; después el techo, su reflejo en el espejo, y la pálida ventana que gravita como una figura en el cielo.
Vuelvo a mi habitación —como si acaso hubiese salido de ella— de nuevo extrañado, con unas ideas tan confusas, que me hacen olvidar quién soy.
Me siento en la cama, pienso vertiginosamente, un tanto tembloroso, angustiado por el porvenir…
Ya tengo dominada la habitación de al lado como si fuese mía… Mi mirada penetra en ella, estoy presente en ella. Todos los que entren ahí, estarán conmigo sin saberlo. ¡Los veré, oiré lo que digan, estaré tan a su lado como si la puerta estuviera abierta!
Pasado un momento, y con un estremecimiento en el cuerpo, me subo hasta la ranura y vuelvo a mirar.
La luz está apagada, pero hay alguien dentro.
Es la criada. Seguro que ha entrado para hacer la habitación, y después se ha quedado.
Está sola. Muy cerca de donde estoy. Sin embargo, no llego a distinguir bien ese ser humano quizás porque estoy deslumbrado al verla tan real: delantal azul oscuro, de un color casi nocturno, cuyas líneas le caen por delante como rayos de atardecer; puños blancos, manos renegridas a causa sin duda de su trabajo. El rostro parece indeciso, apagado y sin embargo sobrecogedor. Sus ojos me están ocultos pero brillan; la línea del moño resalta por sobre su cabeza como una corona.
Hace sólo un momento he visto a esta muchacha en el rellano, plegada en dos mientras frotaba el pasamanos, con la cara enrojecida entre sus gruesas manos. En ese momento me ha parecido muy poco agraciada, sin duda por lo negro de sus manos y por esas labores polvorientas que la obligan a agacharse y estar doblada… También la he visto en el pasillo. Iba delante de mí, con paso nada grácil, el pelo desgreñado, desprendiendo un olor desagradable de todo su cuerpo, que se adivinaba anodino y envuelto en ropa sucia.
Y ahora la estoy mirando. La oscuridad deja dulcemente al lado su fealdad y borra la miseria, el horror; muy a mi pesar, el polvo se transforma en sombra, como si de una maldición se hiciera una bendición, dejando en ella sólo un color, una bruma, un contorno; ni siquiera eso: un escalofrío y el latir de su corazón. De ella no queda más que ella misma.
Es que está sola. Es inaudito, un tanto divino: está verdaderamente sola, en esa inocencia, en esa pureza perfecta que da la soledad.
Estoy violando su soledad con los ojos, pero ella no lo sabe, no se ve violada.
Se dirige a la ventana con los ojos brillantes y los brazos caídos a lo largo de su delantal. Su rostro está iluminado: parece como que estuviera en el cielo.
Se sienta en un sofá, grande, bajo, de un rojo oscuro, que está situado al fondo, junto a la ventana. Apoyada en el marco, la escoba.
Saca una carta del bolsillo y se pone a leerla. A la luz del crepúsculo, esa hoja es la cosa más blanca que pueda existir, y se mueve entre los dedos que la sujetan suavemente como una paloma en el aire.
Se lleva a la boca esa palpitante carta y la besa.
¿La carta de quién? No de su familia. Una muchacha, convertida ya en mujer, no guarda aún un fervor familiar tan fuerte como para besar una carta de sus padres. De un amor, de un novio, eso sí… Por mi parte, no conozco el nombre de ese amor que otros muchos sí deben de conocer, pero asisto a ese acto mejor que ellos. Y ese sencillo gesto de besar ese papel, ese gesto sepultado en una habitación, ese gesto desnudado y liberado por la sombra, tiene algo de soberano y sobrecogedor.
Se levanta y se dirige a la ventana; se apoya en ella con ese blanco papel plegado en su oscura mano.
La noche va sembrando la paz en todos los rincones. ¿Qué edad tiene, cómo se llama, está empleada aquí acaso por casualidad? Nada de eso puedo precisar, ni nada de ella, nada… Mientras tanto, está mirando la pálida inmensidad que la rodea. Sus ojos brillan, hasta parecería que están llorando. Pero no: desbordan claridad. Los ojos no brillan por ser ojos, son ni más ni menos la misma luz. ¿Qué sería esta mujer si la realidad floreciera en la tierra?
Suspirando, se acerca lentamente a la puerta, que se cierra tras ella como algo que se desploma.
Se ha ido sin haber hecho otra cosa que leer la carta y besarla.
Yo vuelvo a mi rincón, sintiéndome solo, mucho más solo de lo que ya estaba. Este encuentro tan simple me ha turbado profundamente.
Y eso que no dejaba de ser un ser humano, alguien como yo. ¿Es que acaso no hay nada más tierno y más fuerte que estar cerca de una persona, sea quien sea?
Esta mujer no es indiferente a mi intimidad; afecta a mi corazón. ¿Cómo y por qué? No lo sé… ¿Y a qué se debe esa importancia?… No por ella misma: ni la conozco ni pienso hacer nada por conocerla. Pero sí por el mero valor de su existencia a mí expuesto un instante, por el ejemplo que me ha dado, por la estela de su presencia real, por el sonido de sus pasos.
Tengo la impresión de que ese sueño insólito que he tenido hace un momento ha quedado exorcizado y que lo que consideraba infinito se ha producido. Lo que me ha proporcionado sin saberlo esa mujer que acaba de pasar ante mis ojos mostrándome su beso desnudo, ¿no es acaso la belleza triunfante cuyo reflejo te cubre de gloria?
El aviso para la cena suena por el hotel.
Esta llamada a la realidad de cada día y a las ocupaciones de siempre rompe momentáneamente el hilo de mis pensamientos. Me preparo para ir al comedor. Me pongo un chaleco de fantasía, un traje oscuro y un alfiler de perla en el pañuelo. Pero no salgo inmediatamente y espero pegando la oreja a la puerta hasta oír, de cerca o de lejos, ruido de pasos o de voces.
Bajo junto a los otros huéspedes. En el comedor, decorado de marrón y oro y con luces por todas partes, tomo asiento en una mesa común, donde reina un tintineo generalizado, un tumulto, ese apresuramiento vacuo que suele preceder al inicio de la comida. Hay mucha gente, y cada cual ocupa su sitio con la discreción de una sociedad bien educada. Sonrisas generalizadas, ruido de sillas, palabras dispersas que se aventuran en un intento de entrecruzarse, de entablar un diálogo… Finalmente, se inicia un concierto uniforme y cada vez más grande de cubiertos y platos.
Mis dos vecinos hablan cada uno por su lado. El murmullo que me llega de ambos me aísla. Alzo la vista. Frente a mí se alinean frentes relucientes, ojos brillantes, pañuelos, blusas, manos ocupadas y apoyadas en una mesa de una muy notoria blancura. Todo eso atrae mi...