E-Book, Spanisch, 128 Seiten
Reihe: eMilenio
Ballester Fàbregues Huir no significa nada (epub)
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19884-38-1
Verlag: Milenio Publicaciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 128 Seiten
Reihe: eMilenio
ISBN: 978-84-19884-38-1
Verlag: Milenio Publicaciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Xavi Ballester. Nacido en Barcelona en 1974, aunque hubiese preferido nacer en Winesburg y llamarse George Willard. Licenciado en Filología Hispánica por la UB, en 1999 obtuvo su primer premio literario con el poema Ciudad de los huérfanos. Ganador del XV Premio de narrativa corta Tinet Ciudad de Tarragona 2012 con el relato Ous Ferrats, editado por Cossetània. Ganador del Premio 7lletres 2015 con el conjunto de relatos Porexpan i polaroids, publicado por Pagès Editors, y ese mismo año ganador del Premio Cronoviatge de la editorial Males Herbes. Ha dirigido el programa de literatura Lletraferits en Radio Molins de Rei y fue uno de los impulsores-editores de la revista literaria Rosita (revistarosita.com). Si sigue empuñando el bolígrafo es porque todavía cree en la bondad de Andrés Hurtado (el personaje de Baroja), porque no se cansará nunca de escuchar Purple Rain, porque sigue releyendo los versos de Valente y desarmándose con la elegancia de Richard Ford. Si queréis verle en carne y hueso, lo encontraréis en la librería Obaga de Barcelona.
Autoren/Hrsg.
Weitere Infos & Material
Huir no significa nada
No sé odiar, ni amar tampoco.
Manuel Machado
A veces sueño con coches rojos.
Los coches rojos llenan la autopista. Veo la escena a vista de pájaro; las carrocerías, una detrás de otra, cubren el asfalto como una alfombra de cachemir galvanizada. El tráfico es intenso, pero fluido; los coches avanzan, uno detrás de otro, manteniendo todos ellos la misma distancia entre sí, disciplinados. Ninguno cambia de carril; avanzan, pacientes, en silencio, como un solo cuerpo reptante. Nada más. Todos son rojos. Es un día sin luz, aunque tampoco reina la oscuridad, soy incapaz de determinar qué hora puede ser, pero sé que estamos a finales del invierno. Quizás sea por el aire plomizo y húmedo y frío suspendido sobre los coches. Los coches son rojos, todos.
Sin ningún motivo aparente, uno de los coches rojos se sale del redil y toma la salida de la autopista. No me veo, pero soy yo quien lo conduce. El resto de coches rojos sigue su camino, el mismo camino que sigue el coche rojo que cada uno tiene delante que sigue el camino del coche rojo que tiene delante.
Ahora estoy dentro del coche, conduzco con las ventanillas bajadas pero no corre el aire, conduzco rápido pero el paisaje no se mueve, está inmóvil y mudo, lo atravieso como si atravesara una fotografía. Tengo la sensación de penetrar en un silencio esquivo mientras una extraña niebla transparente lo envuelve todo. Las montañas son verdes, veo casas blancas diminutas, desperdigadas; «hay gente viviendo allí», pienso. Desconozco el modelo de coche que estoy conduciendo, solo sé que sigue siendo rojo y que huele a sándalo. Quizás se trata de un coche alquilado, aunque no soy consciente de haber alquilado ninguno; a lo mejor este es el motivo por el cual me pregunto por qué el coche es rojo mientras sujeto el volante con ambas manos y mantengo la mirada fija en la carretera. Todo el mundo sabe que las compañías de seguros penalizan los coches rojos, ya que el color rojo se asocia a velocidad y, por lo tanto, a un conductor con tendencia a correr más de la cuenta, como estoy haciendo yo ahora mismo, y, por lo tanto, me convierto en un elemento con un alto riesgo de sufrir un accidente y contribuir a la desestabilización de los balances financieros anuales de la compañía. Por esta misma razón, los coches de alquiler son blancos o azul marino o verde oscuro. Sin embargo, el mío es rojo, pero no tengo ninguna intención de estrellarme. Tan solo quiero huir, nada más.
Miro por la ventana y las montañas han desaparecido. Ahora atravieso a gran velocidad un polígono industrial. Polígono industrial de Santa María, informa un cartel medio oxidado.
Es domingo. Sigue siendo invierno. Había imaginado tantas veces poder diluirme en la velocidad del paisaje, pero ahora no hay paisaje alguno, tan solo inmensas naves industriales cerradas a cal y canto que mantienen prisionero al silencio entre sus paredes de hormigón. También veo algún restaurante abandonado con la pizarra para anunciar el menú sin nada escrito y, hace un momento, me ha parecido ver el letrero luminoso de un club de pádel que anunciaba la oportunidad de hacerse socio sin pagar la cuota de entrada. Parecía una antigua nave industrial reconvertida en club deportivo, había algunos coches aparcados enfrente, ninguno rojo. Sigo conduciendo. No hay árboles ni tampoco bancos en las aceras. No hay nadie. Anochece.
Dejo atrás el polígono y en la primera rotonda cojo una carretera en dirección a Montblanc. En esta ocasión, no hay letrero alguno pero esta carretera es la carretera de Montblanc, la capital de La Conca de Barberà. Lo sé. No he estado nunca en Montblanc, ni tampoco he transitado antes por esta carretera, pero lo sé. Todos sabemos cosas que no sabemos por qué las sabemos. Tengo intención de franquear la sierra de Miramar en busca del clima continental, quizás con la esperanza de vivir inviernos más crudos y veranos más desolados. Sentir los límites del frío y el calor. Sin embargo, cuando me dispongo a entrar en una nueva rotonda, me llama la atención un cartel medio descolgado de color violeta con letras blancas: Urbanización Plana de Berga. Me dirijo hacia allí sin saber por qué.
Atravieso campos de trigo por cosechar, olivos alineados y almendros que parecen abandonados, sin apenas hojas. Ha llovido. Reduzco la marcha, bajo la ventana y saco la cabeza para respirar el olor a tierra agradecida. Al final del vial, me parece entrever una luz temblorosa de una ventana encendida. Avanzo despacio, entre muros de cemento que encierran enormes casas. Asediada por hileras de chalets adosados de obra vista y piscina, distingo una masía vieja, la única que se deja ver.
La verja de la entrada —hecha de barrotes de hierro sin ningún ornamento y con casi toda la capa de pintura negra desgastada por el avance inexorable de la herrumbre— está abierta. Apenas hay luz, tan solo el débil halo de una bombilla colgada de una rama, a la intemperie, sin ningún fanal que la proteja. Sin detener el coche, franqueo la entrada y penetro en el patio. La hojarasca de las moreras esparcida por la tormenta cubre el suelo, pero cuando las ruedas del coche las pisan las enormes hojas amarillas no hacen ruido alguno. Las hojas húmedas no suenan a nada. Me detengo justo delante de la entrada de la casa. Apago el motor. Observo la fachada: las paredes desconchadas y un par de ventanas, una encendida y la otra con la persiana bajada y cubierta de polvo. La puerta está entreabierta.
Entro.
Hay un televisor encendido, hay un sofá cubierto con una manta de cuadros escoceses y hay una mujer sentada en él mirando atenta la pantalla. De la mujer solo puedo ver su media melena de cabellos hirsutos que antes habían sido rubios. Camino, el suelo es de gres oscuro y tiene manchas antiguas. Me siento al lado de la mujer. El sofá se hunde demasiado, parece que se derrita. La miro, de perfil. Es una mujer de cuerpo pequeño pero fornida, vestida con un chándal lila y azul, tiene un pie desnudo con las uñas pintadas de verde encima de una mesita de centro y el otro cubierto con un calcetín blanco; la piel de su rostro es lisa y rosada; sus manos, carnosas, y lleva con sensualidad involuntaria sus carnes prietas. Está comiendo sin ansia un helado de vainilla; hunde con un movimiento lento una cuchara sopera en un envase de litro; no deja de presionar hasta que la cuchara se llena toda de helado. Se lleva la bola de un tamaño considerable a la boca, la lame sin prisa, saboreándola. Pienso que no dejará de comer hasta acabárselo todo, el litro entero ella sola. Sujeta el envase apretado contra los pechos, le pertenece a ella, a nadie más, es su helado. Tiene restos de helado en la comisura de los labios, diminutos; parece saliva, pero es helado.
Entonces, sin dejar de mirar la pantalla, me habla:
—¿Sabías que se pueden trasladar casas enteras de hasta 50.000 toneladas sin mover un solo mueble de sitio? —Es una pregunta y al mismo tiempo una constatación—. Incluso, si quieres, puedes dejar la nevera conectada a un generador para que la fiambrera de los macarrones que te sobraron del domingo no se estropeen. Te lo llevas todo, te llevas contigo el mismo polvo que te ha acompañado toda tu vida.
En la pantalla es de noche, una casa colonial blanca y enorme como una ballena parece levitar sobre una carretera, envuelta de sirenas de color amarillo y naranja que refulgen en las ventanas. En una esquina de la pantalla aparece el logotipo de unos de esos canales temáticos por cable; se trata de un reportaje sobre el traslado de casas en el estado de Misisipi.
—Se trata de un trabajo de alta precisión, no puede hacerlo un aficionado. —Sigue hablando constatando satisfecha sus afirmaciones—: Cualquier error de cálculo, por pequeño que sea, que cometan estos tíos de camisa de cuadros y gorra de béisbol calada hasta las cejas y adiós casa. —Sonríe. Realmente parece que se lo está pasando bien. Admira el trabajo de esos hombres, pero, al mismo tiempo, yo creo que en secreto desea que cometan un error fatal.
—¿Y quién querría trasladar su casa entera? —me atrevo a preguntar.
—Quizás hay gente que quiere cambiar de paisaje pero no de casa.
—Entiendo, tiene su lógica —respondo pensativo—. Es cierto, tiene lógica.
—Hace una semana que instalé la televisión por cable. Hay más de 200 canales de todo el mundo y en ninguno daban nada que mereciese la pena, tan solo Mogambo, pero ya estaba empezada y el doblaje era muy malo.
—Entiendo...
—No, espera. Me parece que aún no lo entiendes. —Me interrumpe pero sin brusquedad. La mujer deja el helado de vainilla encima de la manta escocesa sin importarle que se manche. Se gira para hablarme cara a cara—. Antes de que continuemos, tienes que saber que no estoy sola, en el piso de arriba están durmiendo mis dos hijos adolescentes que odian a su madre y que solo bajan para llenarse la panza, también tienes que saber que trabajo de ocho de la mañana a siete de la tarde, que no me gusta nada, pero nada es nada, la puta manía que tenéis los tíos de chuparme los pechos cuando follamos —cuando pronuncia estas palabras hago un esfuerzo consciente por aguantar la mirada y no dirigirla a sus senos— y también que no soporto las...




