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E-Book, Spanisch, 268 Seiten

Arroyo Metanoia


edición revisada y ampliada 2021
ISBN: 978-84-17268-61-9
Verlag: Nou Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

E-Book, Spanisch, 268 Seiten

ISBN: 978-84-17268-61-9
Verlag: Nou Editorial
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Dentro de unos años, en una lúgubre cárcel subterránea, el funcionario de prisiones Asur conocerá a la interna Domnita, una mujer excepcional envuelta en el misterio. A través de ella, conocerá el devenir de los tiempos y se verá envuelto en una vorágine en la que deberá luchar para salvar su vida. En un mundo en el que la civilización se desmorona y la era glacial avanza por culpa de quienes manipulan el tiempo, solo el amor les permitirá comprender el alcance de los cambios.  Metanoia refleja el deseo de transformación interior, la posibilidad de cambiar de rumbo por el bien de una sociedad cada vez más violenta. Metanoia, es además, una  historia de suspense, una brutal persecución que nos mostrará la capacidad humana para sobreponernos al dolor, y al anhelo de alcanzar el mejor de los futuros posibles. 

Vallisoletano, diplomado en Educación Social y licenciado en Antropología, ha publicado ocho novelas de género, recibiendo el reconocimiento por algunas, como el Éride 2013 por su ópera prima 'Los Ángeles Caídos de la Eternidad' y por la distopía 'Metanoia', y una nominación a los Premios Ignotus en la Categoría Mejor Novela 2017 por 'Fractura', en la que realiza una dura crítica al fracking. Ha cultivado el terror gótico con 'El Sabor de tu Sangre' y 'Gótica y Erótica, y la ciencia ficción transhumanista con 'Fracasamos al Soñar', primera entrega de sus Crónicas Cibernéticas.   En 2014 fue seleccionado por la editorial de Estados Unidos Babel books, Inc. Para actualizar una versión de 'El Buscón de Quevedo', que publicó en aquel país. Con 'La Maquilladora de Cadáveres' se reedita su primera novela, debido al interés suscitado por la crítica y por la temática negra y bizarra. En 2018 publica 'Cuando se Extinga la Luz', una ucronía con toques góticos y lovecraftianos. Es el vicepresidente de la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror (AEFCFT), y en 2019 recibe el Premio Literario Rosa Chacel, galardón que reconoce su carrera literaria, su proyección nacional y su aportación al género fantástico en las letras españolas.

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        1   DOS MESES ANTES       El pitido del coche me despertó de mis ensoñaciones. Estaba despistado caminando por la calle con las primeras luces del alba, en una oscura mañana de invierno con el frío penetrando hasta mis huesos, así que la velocidad del coche que conseguí esquivar por poco, me obligó a reaccionar devolviéndome a la realidad para percatarme de que casi me atropella. Llegué a la acera y tiré el cigarro expulsando el humo que me hacía toser, y decidiendo por milésima vez dejar de fumar. Doblé la esquina para internarme en la espesa niebla. A lo lejos, pude ver iluminada la silueta del mayestático edificio donde trabajaba, una construcción que desde la distancia se mostraba arrogante, soberbia e impresionante, aunque no fuera más que un océano de hormigón armado, más propio del constructivismo soviético del xx que de mi época, imposible de definir… la torre, de abundante vidrio y metal, que en verano reflejaba los rayos del sol hiriendo la vista del osado que la contemplase, ahora se hallaba mustia, proyectando el gris del cielo, el triste color del frío invierno, como una masa inerte en medio de la nada, como un pene flácido después de una eyaculación. Caminé con dificultad debido al frío, que helaba mi cara y cortaba la respiración o más bien, rajaba la respiración. Aquellos inviernos cada vez eran más crueles, más secos e intensos, prolongándose hasta mayo para dar paso a unos veranos tórridos, áridos y sofocantes que igualmente se prolongaban para retornar al gélido invierno. Consecuencias del nuevo régimen climático ya consolidado y que hasta hacía no mucho, «ellos» decían que debía evitarse por todos los medios. Al final los ciudadanos perdimos la batalla y no pasó nada, solo que la información, los estudios, cálculos y estimaciones, dejaron de publicarse y de ser noticia. Y nuestro mundo comenzó a transformarse en un espacio inanimado donde la vida se había vuelto un poco más peligrosa e imprevisible.     Pasé mi tarjeta electrónica por una ranura metálica, esperando ver la lucecita verde encendida sobre mi cabeza, pero como ya empezaba a ser habitual, de lucecitas, nada de nada. Tuve que armarme de paciencia y llamar a un timbre que emitía un afónico sonido, para esperar a que mi compañera me abriese la puerta y me diera los buenos días. —Hola, compañero. Bienvenido al iceberg… ¡pero qué mala cara traes hoy!, ¡ni que fuera lunes! —exclamó mientras agachaba la mirada hacia su reloj y su rubio flequillo le caía por el rostro, ocultándolo entre la escasa luz de la entrada, dándole un aire casi espectral. —Casi me pilla un coche, así que no he empezado bien la mañana… además, hace frío y la puñetera tarjeta sigue sin funcionar. —Dímelo a mí, que os tengo que abrir a todos.   Con gran rapidez seguí caminando por un estrecho pasillo hasta la siguiente puerta, que esta vez sí se abrió a mi paso. Por lo menos, las cámaras funcionaban. Entré en un reducido recibidor y mientras se cerraba la puerta anterior, esperé que se abriese una ventanita a la altura de mi cara y del tamaño de una boca de buzón de correos. Por ella, alguien debía de mostrarme la Hoja de Servicios para firmar ese día. A continuación, esperar que la siguiente puerta se abriese, entrar por ella, esperar a su vez que se volviese a cerrar y pasar así por otro rastrillo más amplio, del que un ascensor me permitiría descender varios niveles bajo tierra, para llegar a otro pasillo angosto y poco iluminado que me llevara hasta mi módulo. Todo un laberinto subterráneo de cuevas de acero y hormigón que formaban mi centro de trabajo. Mientras esperaba que se abriese el siguiente rastrillo, aprovechaba para arreglar mi lacio cabello revuelto y mojado por la niebla frente al cristal, y vigilar esas ojeras que me añadían años y que no paraban de aumentar, así como las pronunciadas arrugas de mi frente, cada vez más profundas, como surcos que comenzaban a horadar mi pálida piel que aún no había cumplido los treinta tacos. Justo a la entrada y bajo un luminoso cartel, se podía leer:   CENTRO PENITENCIARIO XVII. CUMPLIMIENTO-PREVENTIVOS. MÓDULO EXPERIMENTAL MIXTO. MINISTERIO PARA LA SEGURIDAD PÚBLICA.   Coloqué mi mano derecha sobre una superficie lisa de plástico para que el ordenador leyera mi fórmula dactiloscópica y me permitiese entrar. Una sirena parpadeante hizo girar una puerta de caracol por la que me introduje accediendo así a mi puesto. A lo largo de los últimos años, nuestro Estado había iniciado una profunda reforma penitenciaria, y por motivos de seguridad (siempre por seguridad, esa seguridad que lo justificaba todo), se había llegado a la conclusión de que construir cárceles subterráneas evitaba quebrantamientos de condena (como se llamaba a las fugas) y garantizaba de una forma más eficaz y eficiente, la seguridad y la protección. A estas megalíticas construcciones que podían albergar a casi cinco mil internos, las llamábamos icebergs, pues solamente sobresalía la torre de control y las oficinas de atención al público, así como las de dirección y gestión. El resto de la construcción se encontraba en diversos niveles subterráneos. De esta forma, en los últimos tiempos miles de internos vieron sepultadas sus vidas, y nosotros con ellos; por lo menos durante nuestras prolongadas jornadas laborales que debido al escaso sueldo, nos obligaban a vivir bajo tierra varios días seguidos. El trabajo se volvía muy rutinario y con muy poco margen para el tratamiento, detalle que no parecía importar a casi nadie. Aquella mañana accedí a la cabina de mandos mientras me saludaba y me presentaba a un compañero al que no conocía, ofreciéndome una huesuda y alargada mano. Debido al calor que generaban las bombillas en un habitáculo tan pequeño, procurábamos acostumbrarnos a estar a oscuras; el cristal tintado, permitía además, vislumbrar mejor el interior del módulo con la cabina sin luz, por lo que me hallaba sentado en un reducidísimo espacio con un compañero al que ni remotamente podría reconocer fuera de allí. Me senté en mi sitio y habituándome a los mortecinos destellos luminosos de las cámaras, él me fue informando del parte de incidencias. —Por la noche, nada que reseñar. Las rondas sin novedades, salvo una urgencia a la enfermería sin complicaciones. Solo recordarte que has llegado tarde, tío, por lo que te pediría que empieces haciendo el recuento, mientras por el radiotransmisor termino de informarte. —Vaya una forma de echarme… —Supongo que te harás cargo de que quiero dormir —respondía mientras escuchaba algo parecido a un bostezo. —Vamos hombre, no me hagas reír, seguro que algún ratito habrás pegado el ojo. —Sonreí para que se lo tomara a broma. —Pues no, así que date prisa. —Sus palabras fueron duras, pero me percaté ayudado por el resplandor de las cámaras, de que también sonreía, así que presentí que íbamos a llevarnos bien. Salí de la cabina bajando por las diminutas y estrechas escaleras de caracol por las que cabía gracias a mi excesiva delgadez, y que difícilmente se lo permitirían a alguien más corpulento… «claro que en estos tiempos», pensé, «a nadie le sobran kilos». Después anduve unos metros hasta llegar a un nuevo rastrillo en el que tuve que esperar a que mi compañero me abriera. —Por cierto, antes de que entre. ¿Cómo me has dicho que te llamabas? —quise saber usando el radiotransmisor a sabiendas de que no me lo había dicho. —Abdul Hamid, para servirte a ti y al Estado que tan puntualmente nos paga. ¿Tú eras Asur, verdad? —¡Buena memoria! Abdul, pues ya estás tardando en abrirme el rastrillo, que aquí hace un frío que pela. —Y el rastrillo comenzó a abrirse lentamente, entré con agilidad y esperé a que se cerrase para que la siguiente puerta se pudiera abrir. La rutina de siempre, un verdadero rollo. —Asur, parte informativo de ayer: anoche, justo antes de que empezase mi turno, llegaron tres nuevos internos de ingresos en situación judicial preventiva, lo habitual…un hombre y dos mujeres. Cacheé al hombre y requisé su celda. Habrá que llamar a alguna funcionaria para que se haga cargo del cacheo de las mujeres y de la requisa de sus aposentos. —Su voz sonaba entrecortada, debido a la batería del radiotransmisor y a que yo había comenzado a caminar a gran velocidad hacia la primera galería. —Tuve la delicadeza de llevarlos a la cuarta galería y seguir el principio celular, uno por celda para que tengan una bienvenida menos terrorífica. A ver qué más… ¡Ah, sí! El hombre es de ascendencia albanesa y solicitó lo más común, un abogado de oficio porque dice no tener un duro, y un Corán....



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