E-Book, Spanisch, 256 Seiten
Arnott Limberlost
1. Auflage 2025
ISBN: 979-13-9905872-7
Verlag: Editorial Mapa
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 256 Seiten
ISBN: 979-13-9905872-7
Verlag: Editorial Mapa
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Robbie Arnott nació en Launceston (Australia) en 1989. Actualmente vive en Hobart (Tasmania), donde compagina su faceta de escritor con la de redactor publicitario. Su primera novela, Flames (2020), y la segunda, The Rain Heron (2021), han sido nominadas para el más prestigioso galardón literario del hemisferio sur en inglés: el Miles Franklin Awards. Limberlost (2023) es su tercera novela, ha sido nominada al Australian Book of the Year y ha ganado el Voss Literary, entre otros.
Weitere Infos & Material
4
La semana que siguió a la infructuosa excursión de pesca con Jackbird, Ned mató catorce conejos —con diferencia, el mayor botín de la temporada—. No es que hiciera las cosas de otro modo, pero sí había comenzado a madrugar más, a menudo antes de que amaneciese, y a esperar en la oscuridad hasta que el mundo se caldeaba y los conejos se dejaban ver. Aprendió a dejar que se le ralentizase el pulso antes de apretar el gatillo, en lugar de disparar en cuanto se ponían a tiro. Al mismo tiempo que mejoraba en precisión, empezó a intuir la forma que adoptaría cada animalillo al morir solo por su postura sobre la hierba. Justo antes de disparar, veía en una premonición cómo se quedaría cuando la carne recibiera la bala —abatido y extinguiéndose hasta la quietud—.
Con los cepos también le iba mejor. Había aprendido a distinguir la tierra en la que no había hierba por falta de humedad de los lugares por los que había escarbado un conejo para escurrirse por debajo de una valla. Se dedicó a concentrarse en estos pasadizos, instalaba sus trampas en medio y las escondía bajo unos hierbajos. Solo unas pocas llegaban a atrapar algo, pero incluso las que no también solían saltar. Para Ned, estas casi capturas eran como un empate y volvía a colocar el cepo con alguna pequeña variación.
Disfrutaba del juego de apresarlos, de encontrar los pasos y de ganar a los animales en inteligencia. En cambio, no le gustaba avanzar por amaneceres púrpura y encontrarse con que los conejos de los cepos seguían vivos, con las patas rasgadas, sangre que les enmarañaba el pelo y los bigotes temblorosos por el terror primitivo que sentían. En general, estaban muertos, incluso aunque los dientes no les hubieran aplastado el cuello o la cabeza; con el trauma de la captura a menudo se les paraba el corazón. Sin embargo, las mañanas que había algunos vivos, Ned sentía una conmoción verde amarillento en el estómago y todo lo que tardara en rematarlos era demasiado. Eran animales salvajes, se repetía a sí mismo mientras sostenía firmes sus cuerpos destrozados y les pisaba el cuello con la bota. Eran una plaga. Lo único para lo que servían era para hacer sombreros cuando ya estaban muertos. Con todo, sentía un gran alivio cuando dejaban de movérsele bajo los pies. Entonces apartaba la mirada del conejo, la dirigía al cielo, los árboles relucientes, el río que se despertaba, como si la tranquilidad de la finca pudiera alejarlo de lo que acababa de hacer.
Todas las mañanas, después de desayunar, los desollaba sobre un viejo tocón gris. Con la práctica, había disminuido los errores que cometía con cada piel, además del tiempo que tardaba en quitarla. Primero, les pasaba la navaja por las articulaciones, les cortaba el tendón y entonces desencajaba las patas. Después hacía un pequeño corte en el pelaje del vientre con cuidado para que la hoja no rasgase la carne. En este punto, introducía los dedos por la apertura y empezaba a separar la piel del músculo, liberaba el abdomen, extraía todo el lomo, y daba la vuelta a ambos pares de extremidades a través de los agujeros que había hecho para sacar las patas.
Lo hacía con cuidado, con meticulosidad, siempre consciente de la forma y la calidad de la piel. La única indelicadeza llegaba al final del proceso, cuando toda la unión que quedaba entre el pelaje y la carne era el cuello. Mediante un tirón brusco, pasaba la piel por encima de la cabeza para liberarla. El cadáver quedaba desnudo y carmín como el oporto. Al cuerpo no le quedaba más pelo que el que cubría las patas cortadas y la cabeza, que ahora parecía gigantesca.
Ned había aprendido a desollar de Toby, quien lo había aprendido de Bill, quien nunca revelaba dónde aprendía nada. Mientras le enseñaba dónde hacer la incisión del vientre, Toby le había contado que Bill podía despellejar un conejo sin cuchillo.
—No tengo ni idea de cómo lo hace —le había dicho con una sonrisa de confusión—. Intenté averiguarlo, pero va rapidísimo. Unos pequeños giros, un chasquido, un desgarro y ya tiene la piel. Sin nada afilado a mano.
A finales de aquella provechosa semana, Ned consiguió quitar una piel con tanta precisión y maestría que se sintió movido a enseñársela a su padre y a preguntarle algo. Era media mañana. Se lo encontró en la plantación, quieto ante un manzano joven. Según se acercaba, Ned alzó el pellejo con las manos para mostrarle la piel sin rasguños, el pelaje limpio de sangre. La minuciosidad con la que lo había hecho. Pero su padre no parecía darse cuenta de que estaba allí. Miraba el árbol con aire ensimismado hasta que algo le llamó la atención en el cielo y alzó la cabeza para observar una nube mientras movía la boca sin llegar a emitir ningún sonido.
Ned esperó un minuto. Como todo siguió igual, volvió con su tocón y su navaja.
Ese mismo día, su padre fue a buscarlo. Elogió la piel que se había encontrado colgada en el cobertizo de las manzanas, además de las otras que Ned había conseguido los días anteriores, y le dijo que sería una pena que se echaran a perder con el calor. Le propuso llevarlo al pueblo para que las vendiese.
—Yo también tengo que ocuparme de unos asuntos. Vamos el martes.
Ned asintió. Se esforzó por recordar la predicción del tiempo para los días que quedaban hasta entonces; intentó calcular cuántas pieles podría sumar a su colección. Su padre se dio la vuelta para irse. Cuando empezó a alejarse, Ned se acordó de lo que había querido preguntarle al viejo esa mañana.
—Toby me dijo que Bill sabía desollar sin cuchillo.
Su padre se detuvo.
—No te conviene hacerlo así. Menos aún si quieres vender la piel. Parece prodigioso, pero la deja hecha un guiñapo, toda rasgada. Solo te sirve si tienes prisa. Si necesitas alimentar a los perros antes de que se lancen a por un cordero. Tú sigue como hasta ahora. Lo estás haciendo bien.
—Pero…
—Ni peros ni peras. Nosotros, manzanas.
—Perdón. ¿Pero sabía?
Su padre se giró hacia la plantación. Suspiró hacia los árboles.
—¿Quién te crees que le enseñó?
La víspera de su viaje al pueblo, volvió a Limberlost la hermana de Ned, Maggie. Se estaba quedando con una tía lejana en Hobart, donde se formaba para ser maestra. La idea era que se quedara todo el verano en el sur, que asistiera a clases complementarias con las que acortar el tiempo que le costaría sacarse el título. Pero la situación había cambiado. Ned no sabía ni qué situación ni cómo, porque su padre no le había contado que Maggie volvía a casa hasta el día antes de que llegase. De pronto allí estaba, avanzando por el camino de grava de la entrada, indiferente al peso de su equipaje.
Para cuando hubo comido y se hubo aseado, ya era tarde. Ned quería charlar con ella, pero parecía cansada, y aunque era evidente que se alegraba de verlo, él supo inferir de su agotamiento que conversar solo conseguiría fatigarla aún más. Después de llevarle la maleta a la habitación, le dio las buenas noches.
Ya tumbado en la cama, la oía hablar con su padre, pero no se molestó en descifrar lo que decían. Ella era la mayor de los cuatro hermanos, la única que recordaba con claridad a su madre. Era lógico que ambos hablasen, igual que habían hecho siempre.
A la mañana siguiente, Ned se encontró a Maggie agachada en el gallinero. Intentó averiguar qué hacía, pensar en algo que decir. La vio meter los dedos bajo la malla de alambre y observó cómo le cambiaba la expresión al descubrir algo.
Detuvo la mano en un punto de tierra árida. Había unos surcos dibujados en el suelo y la valla superior estaba desgastada y suelta. Tocó el hueco por dentro y, justo cuando torcía el gesto porque el alambre le arañaba la piel, Ned debió de moverse o hacer algún ruido sin querer. Maggie levantó la vista. Le cambió la expresión —ponía una mirada entre el fastidio y el chiste—. Ned alzó la mano, porque no lograba dar con las palabras.
A veces, el amor que sentía por su hermana brillaba con tal fulgor que lo conmocionaba muchísimo —sentía la necesidad de enseñarle su navaja favorita o de charlar con ella sin tener nada que decir—. Había sido siempre así, incluso antes de que se fuese a la capital, aunque él no tuviera edad para conocerla lo suficiente y Maggie estuviera centrada en las clases.
Ahora lo sentía de nuevo. También era plenamente consciente de que era el único hermano que le quedaba allí en la finca. Tenía que hacerla reír como Toby, debía proporcionarle la callada camaradería que de un modo u otro le daba Bill. Le tocaba hacer que se olvidase de lo lejos que estaban ellos. Este sentido del deber lo movía tanto como sus impredecibles arrebatos de amor, pero no fue capaz más que de quedarse de pie ante ella con la mano en alto y los labios y la cabeza hechos un lío.
Ella sacó el brazo del gallinero y, al levantarse, se sacudió el polvo de las rodillas.
—Algo ha pasado por aquí —dijo.
—¿El qué?
Maggie tocó con el pie el agujero que había en la tierra.
—No lo sé. Puede que un gato. O un diablo.
—¿Ha conseguido entrar?
—Todavía no.
Comenzó a bordear el resto del corral. Las gallinas le cacareaban desde el otro lado del alambre y se aventuraban a picotear el hueco que había estado investigando. Ned se acordó de lo que le había contado Jackbird de su hermana y la escopeta.
—A lo mejor ha sido un halcón.
Maggie levantó la...