E-Book, Spanisch, 320 Seiten
Reihe: Letras Nórdicas
Anyuru Se ahogarán en las lágrimas de sus madres
1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-18451-37-9
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 320 Seiten
Reihe: Letras Nórdicas
ISBN: 978-84-18451-37-9
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Se ahogarán en las lágrimas de sus madres, ganadora del Premio August, es una de las novelas suecas más importantes de la última década. Un libro que nos hará reflexionar sobre las sociedades europeas actuales y futuras. Tres personas entran en una librería e interrumpen con un disparo la presentación de un controvertido artista, famoso por sus dibujos sobre el profeta Mahoma. El pánico estalla y todos los asistentes son tomados como rehenes. Pero uno de los tres atacantes, una joven cuya tarea es filmar la violencia, tiene un secreto que puede cambiarlo todo. Dos años después, esta mujer anónima invita a un famoso escritor a visitarla en la clínica psiquiátrica donde reside y comparte con él una historia increíble: ella asegura venir del futuro. Merecedora de un éxito formidable de crítica y ventas, esta palpitante novela de Johannes Anyuru envuelve al lector en una historia sobre esperanza y desesperanza en la Europa de hoy, sobre amistad y traición, y sobre el teatro del terror y el fascismo.
Johannes Anyuru (Borås, 1979). Novelista y poeta sueco, debutó en 2003 con una colección de poesía en la que utilizaba la épica Ilíada de Homero como trasfondo e inspiración para la representación de los barrios de inmigrantes. Un lugar que se menciona a menudo en su poesía es el área alrededor de la carretera Mörners en Växjö, donde Anyuru vivió de pequeño. La crítica ha vinculado su estilo con poetas suecos contemporáneos como Tomas Tranströmer, y con la banda de hip-hop de los Latin Kings. También ha formado parte del grupo Broken Word y trabajó en una gira con la Compañía Nacional de Teatro sueca llamada Abstrakt rap. Se ahogarán en las lágrimas de sus madres (2017) se convirtió en un auténtico fenómeno literario en los países escandinavos, se ha traducido a múltiples idiomas y ha sido galardonado con varios premios destacados, como el August a Mejor Libro de Ficción del Año.
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Ese es su primer recuerdo: la nieve, que manaba y recubría con velos imprevisibles las alas del hospital, el aparcamiento, los álamos y las barreras de tráfico. Antes de eso: nada, en realidad. Está sentada en silencio, con los ojos cerrados, mientras Amin repite varias veces el nombre que le ha dado. Nour. Solo al percibir un dejo de histeria en la voz de Amin abre los ojos. —¿Recuerdas algo nuevo? Amin tiene la cara enjuta, la boca en tensión, y está sentado a su lado en el Opel blanco de Hamad, en el asiento trasero, del que sobresale una gomaespuma que se les adhiere a la ropa. Ella sacude la cabeza. Hamad dice algo desde el asiento del conductor, les mete prisa, y Amin se humedece los labios y enciende con las manos temblorosas el móvil, que está fijado con cinta americana por encima de los tubos metálicos del chaleco de la chica. Ella se mantiene inmóvil. Algunos copos de nieve aislados se deslizan lentamente y caen frente al camino de adoquines amarillos que hay tras la ventana. Si introduce el código de cuatro cifras en el teclado, los tubos de metal explotarán y arrojarán dos manojos de clavos y perdigones. Igual que si alguien envía a ese teléfono un SMS con dicho código. Salen del coche a zancadas. Hamad lo ha estacionado en un callejón, donde se ocultan tras un contenedor de basura. Saca la amplia bolsa negra de deporte del maletero. A ella el frío le abrasa las mejillas y las manos. Zapatea un poco para entrar en calor. Salen juntos hasta Kungsgatan y luego se dispersan entre el gentío del sábado. Cuando un par de pasos después, la chica se da la vuelta, Amin está mirando disfraces en un escaparate, con las manos en los bolsillos. Ella siente que están enredados. Desearía para sí mismos otra vida. Es diecisiete de febrero, y falta algo más de una hora para el atentado terrorista contra la tienda de cómics de Hondo. En una ocasión, por poco se cae de la acera y la atropella un tranvía, pero una mujer la agarra por el abrigo y evita que pase nada. El chirrido del tranvía es penetrante y hueco, y ella se queda de pie sobre la sucia aguanieve, con la mirada perdida en los leves copos que van cayendo en el crepúsculo de la tarde. Trata de recordar una vez más quién es, de dónde es, pero solo logra llegar hasta la habitación del hospital, hasta el momento en que se levantó y se colocó frente a la ventana, apoyándose contra el portasueros. Recuerda la hinchazón y el zumbido del pulso en las sienes, el frío del suelo contra la planta del pie. Había leído que la nevada que había caído en los aledaños del hospital aquella noche de verano había estado causada por la destrucción ambiental, o por la manipulación meteorológica a manos del Ejército, o que aquello no era en absoluto nieve, sino algún vertido de alguna industria química. La mujer que evitó que cayera a la carretera le lleva la mano al brazo y dice algo que la chica no alcanza a comprender, la voz es plana y distante y, como no responde, la mujer se marcha. Pasa otro tranvía, y a su alrededor la gente cruza por el paso de cebra. Sea como sea, ella cree saber de dónde es. De Gotemburgo. Y su madre está muerta. Murió de alguna manera. La atropellaron. No. No se acuerda. Cierra los puños, los vuelve a abrir. Un solo acontecimiento puede despertar al mundo. Se pone otra vez en movimiento y se funde con la marea de compradores, de jóvenes enfundados en abombadas cazadoras de invierno y de parejas que empujan carritos de bebé. Junto a las puertas abiertas de la tienda de cómics, una antorcha flamea inquieta bajo el ocaso, frente a un letrero escrito a mano: Hoy, a las 17.00 horas, Göran Loberg firmará su nuevo cómic y conversará con Christian Hondo sobre los límites de la libertad de expresión. Nada más adentrarse bajo los focos, la chica empieza a sudar, por la multitud y por el abrigo que esconde el chaleco bomba. Y por lo que está al caer. A fin de no llamar la atención, se pone a rebuscar en una caja de cartón llena de cómics, saca uno y lo hojea. Un solo acontecimiento, si es lo bastante radical, lo bastante puro, es capaz de comunicarse con las masas desposeídas del mundo, reanudar los lazos entre el califato y los musulmanes descarriados, aumentar la afluencia de nuevos reclutas y cambiar el rumbo de la guerra. Palabras de Hamad. Ideas de Hamad. Sigue pasando hojas. En el cómic, unas naves en forma de aguja atraviesan plantaciones y nubes de gas en combustión. Unos hombres ataviados con unos trajes espaciales aparatosos y sumamente intrincados se pasean por paisajes desérticos de colores surrealistas. Le sorprende lo infantiles que son las imágenes. De hecho, la hacen reír, hacia dentro, hacia sus pensamientos. Se pregunta si su calor corporal podría detonar las bombas de tubo. Uno. Sabe que es musulmana. Dos. Los suecos han matado musulmanes en una especie de campos. Tres. Un nombre que no es el suyo, pero que significa algo. Liat: alguien a quien quiso. Cuatro. Los suecos fingen que reina la paz, que los campos de exterminio ya no existen. Cinco. Ha hablado con Amin de todo esto, ha tratado de ensamblar todas las piezas. Llega Hamad. Por las puertas chirriantes se cuela un poco de nieve de la calle. Amin y Hamad se afeitaron la barba anoche y cada vez que ella ve las mejillas desnudas de Hamad, le hacen pensar en el cráneo de un pájaro: presenta un aspecto demacrado, cruel. Lleva una cazadora acolchada negra y un gorro de lana azul con el emblema de algún equipo de hockey americano, un tiburón. Se lo quita y se lo mete en el bolsillo. Se coloca cerca de la caja registradora y apoya la bolsa negra de deporte a sus pies. Una treintena de personas se encuentra en ese momento en el interior de la tienda; algunas están de pie en grupitos y otras están sentadas en sillas plegables, con la ropa de abrigo enmarañada sobre el regazo. Christian Hondo, el dueño de la tienda, un hombre con melena y una camiseta amarilla desgastada, enciende un micrófono. Dos altavoces instalados para la ocasión devuelven ese sonido aullante. —Bienvenidos. —La voz suena embotada y estentórea cuando mana, por duplicado, desde los altavoces. Göran Loberg sale por una puerta que hay detrás de la caja registradora. El público lo mira con una atención expectante, rayana en lo devoto. Loberg es mayor que Hondo —rondará la sesentena—, un hombre encorvado y curtido. A ella le parece percibir cierta dureza en torno a su boca: rabia o desdén. El pelo cano y enmarañado, una camisa a cuadros. Coloca cuaderno y bolígrafo sobre la mesa. —Vamos a hablar sobre tu último proyecto —dice Hondo—: un recopilatorio de tus tiras cómicas de la serie satírica El Profeta, publicadas semanalmente en la red, y que contienen caricaturas del profeta Mahoma y otros…, ¿cómo llamarlos?…, ¿objetos profanos? Göran Loberg asiente y se rasca la barba, incipiente; toda su presencia irradia descuido y un desinterés caprichoso por sí mismo y su entorno. La chica se encuentra al fondo del local. No alcanza a oír todo lo que dicen. Le parece como si el sonido procediera de fuera de la sala, como si esas voces no casaran con su respectivo cuerpo. Sonidos que flotan en derredor. Hondo se levanta y desenrolla un cartel. Lo alza para que el público lo pueda ver. Un grupo de hombres con turbante y nariz aguileña se inclinan en su oración con misiles de crucero introducidos por el ano. La chica siente como si se viera a sí misma desde fuera, como en un sueño. Lleva las tiras del chaleco bomba tensamente fijadas al pecho. Uno. No recuerda su propio nombre. Dos. No recuerda a sus verdaderos padres, que tiene razones para creer asesinados. Tres. Cuando se mira en el espejo, su cara no es la que ha de ser. Cuatro. Justo ahora que está aquí y que mira esa imagen, experimenta una profunda sensación de haber estado ahí antes, de que se trata de un escenario donde se está recreando un acontecimiento importante, un acontecimiento histórico. Aparta la mirada a un lado y se da cuenta de que Amin ha entrado y se ha colocado junto a la puerta. Tiene la cara perlada de sudor, pese a venir del frío. Varios de los asistentes que se encuentran en el interior de la tienda reaccionan preocupados ante ese joven moribundo y miserable y cuchichean entre ellos. Amin la mira de reojo, pero finge no reconocerla. Se acerca a él. —Amin —susurra. Él la ignora y no parece en realidad saber cómo va a reaccionar él: el plan era dispersarse por el local y esperar a que llegara tanta gente como fuera posible. Bajo ningún concepto iban a hablar entre ellos. —Amin. Amin. —Él ni siquiera la mira. Ella lo agarra de la mano, y él acepta a regañadientes. Entrelaza sus dedos con los de él, los rodea—. Todo esto está mal. —No sabe bien qué quiere decir con eso—. Amin, todo esto está mal. Hace algunos meses, Hamad los casó en su apartamento y son sus horribles presentimientos los que la han llevado hasta ahí, la sensación de que ella y Amin y quizá también Hamad son uno, y de que tiene una misión. —Deberíamos marcharnos —susurra, y un hombre con un jersey negro al lado de Amin, con la cazadora apoyada en el brazo, los mira irritado; a ella no le importa ni lo más mínimo—. Vámonos —dice ella, y solo entonces Amin se permite reaccionar, le suelta la mano, la agarra por el brazo y le lanza una mirada intensa y cargada de reproche. Luego se sacude...