Anthony / Spence | El hombre que susurraba a los elefantes | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 368 Seiten

Reihe: NARRATIVA

Anthony / Spence El hombre que susurraba a los elefantes


1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-120993-4-8
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 368 Seiten

Reihe: NARRATIVA

ISBN: 978-84-120993-4-8
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Lawrence Anthony dedicó su vida a la conservación de los animales, la protección de especies en peligro de extinción del mundo. Un día se le pidió aceptar a una manada de elefantes salvajes 'problemáticos'. Su sentido común le aconsejaba negarse, pero era la última oportunidad de supervivencia de la manada: los matarían si no se encargaba de ellos. Con el fin de salvar sus vidas, les acogió. En los años siguientes se convirtieron en su familia, ganándose su confianza, llegando a estar profundamente unidos, e incluso aprendió cómo se comunican entre sí (con profundos y retumbantes 'susurros'). Había comprado Thula Thula, 5.000 acres de tierra virgen en el corazón de Zululandia, Sudáfrica, transformando el campamento de los cazadores (que databa del siglo XIX) en un espacio para la preservación de la vida animal salvaje y un centro para el turismo ecológico. Asumió riesgos enormes: elefantes enfurecidos, vecinos desconfiados y cazadores furtivos. Pero con el tiempo se ganó el apoyo de las seis tribus zulúes cuya tierra limita con la reserva. Un relato inspirador, poliédrico, que ofrece una visión fascinante de la vida de los elefantes salvajes en el contexto más amplio de la cultura zulú en la época post-apartheid de Sudáfrica.

Lawrence Anthony Sudáfrica, 1950 - 2012 Conservacionista internacional, ecologista, explorador y autor de éxito. Era el jefe de conservación en la reserva de caza Thula Thula en Zululandia, Sudáfrica, y el fundador de The Earth Organization, un colectivo privado e independiente, dedicado a la conservación internacional y al medio ambiente, de fuerte orientación científica. Anthony era reconocido por iniciativas de conservación complicadas, incluyendo el rescate del zoológico de Bagdad durante la invasión de Irak en 2003, y las negociaciones con el famoso Ejército de Resistencia del Señor, ejército rebelde en el sur de Sudán, para concienciar sobre el medio ambiente y proteger las especies en peligro de extinción, como el último ejemplar de rinoceronte blanco del norte. Los detalles de sus actividades de conservación aparecieron regularmente en medios regionales e internacionales incluyendo la CNN, CBS, BBC, Al Jazeera y Sky TV y presentados en revistas y periódicos tales como Reader's Digest, Smithsonian, etc. Anthony murió de un ataque al corazón a los 61 años, justo antes de la cena de gala que había organizado en Durban para fomentar la conciencia internacional sobre la caza furtiva de rinocerontes. Después de su muerte, hubo informes de que algunos de los elefantes con los que trabajó fueron a la casa de su familia, de acuerdo con la forma en que los elefantes suelen llorar la muerte de uno de los suyos.
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01


La distante detonación de un disparo sonó como el chasquido de una hoguera gigantesca.

Me levanté de la silla sobresaltado y presté atención. Era un sonido que está integrado en el oído de todo guarda forestal. Luego siguió una ráfaga… crac-crac-crac. Bandadas de aves alzaron el vuelo entre graznidos y se recortaron en el atardecer escarlata.

Cazadores furtivos. En el cercado oeste.

David, el jefe de mis guardas forestales, ya corría a nuestro viejo Land Rover. Cogí la escopeta y lo seguí. Subí de un salto al asiento del conductor y Max, mi Staffordshire terrier pinto, se encaramó entre nosotros. Si había aventura a la vista, él no iba a quedarse atrás.

Arranqué y pisé el acelerador mientras David cogía el radiotransmisor.

—¡Ndonga! —gritó—. Ndonga, ¿me recibes? ¡Cambio!

Ndonga era el responsable de mis guardias ovambos y un buen hombre con quien contar en caso de tiroteo, pues había servido en el Ejército. Me habría sentido mejor sabiendo que él y los suyos estaban de camino, pero las llamadas de David solo recibieron interferencias como respuesta. Continuamos solos.

Los cazadores furtivos habían sido el azote de nuestra vida desde que mi entonces novia Françoise y yo adquiriésemos Thula Thula, una magnífica reserva natural en el centro de Zululandia. Ahora llevábamos casi un año siendo su objetivo. No conseguía averiguar quiénes eran ni de dónde salían. Había hablado muchas veces con los izinduna —jefes locales— de las tribus zulúes de los alrededores y siempre me habían asegurado que su gente no estaba involucrada. Les creía. La mayoría de nuestros empleados provenían de las tribus locales y eran excepcionalmente leales. Estos maleantes tenían que venir de otra parte.

Oscurecía con rapidez. Cuando nos acercamos a la cerca occidental, fui aminorando la marcha, apagué las luces y finalmente detuve el todoterreno detrás de un gran hormiguero. David fue el primero en bajar y atravesamos un bosque de acacias con los nervios a flor de piel, el dedo en el gatillo y la vista y el oído atentos. Nuestras armas de elección contra los furtivos eran las escopetas de repetición manual, cañón estrangulado y perdigones pesados, porque en la oscuridad de la sabana las cosas se ponen muy personales. Como bien sabe cualquier guarda de las reservas africanas, los furtivos profesionales dispararán, y apuntarán a matar.

La cerca estaba a cincuenta metros de distancia. A los furtivos les gusta mantener abierta una ruta de escape y dirigí un gesto circular a David, que entendió exactamente a qué me refería y asintió con la cabeza. Él montaría guardia mientras yo me arrastraba hasta el cercado para cortarles la retirada si se iniciaba un tiroteo.

Un acre olor a cordita perfumaba el anochecer y envolvía el silencio como una mortaja. En África, la sabana nunca calla voluntariamente; las cigarras nunca dejan de cantar. Salvo después de unos disparos.

Tras unos minutos de absoluta quietud, supe que nos habían engañado. Encendí la linterna halógena y alumbré la cerca de arriba abajo. No había ningún boquete por donde pudiese entrar un furtivo. David también encendió su linterna y buscó huellas o un rastro de sangre indicativo de que hubiesen matado y arrastrado a algún animal.

Nada. Solo un silencio fantasmagórico.

Como no había huellas dentro de la reserva, comprendí que los disparos se habían producido desde el exterior.

—Maldita sea. Es un señuelo.

En cuanto lo dije, oímos más disparos, amortiguados pero inconfundibles, en el otro extremo de la reserva, a una distancia de, como mínimo, cuarenta y cinco minutos en coche por pistas que en época de lluvias son poco más que un barrizal.

Corrimos al Land Rover y aceleramos hacia allí, pero ya sabía que era inútil. Nos habían engañado como a primos y nunca los alcanzaríamos. Cuando llegásemos ya habrían salido de la reserva con los cadáveres de un par de nialas, uno de los antílopes más hermosos de África.

Maldije mi precipitación. Si hubiese enviado unos guardas al otro extremo de la reserva en lugar de correr ciegamente hacia el origen de los disparos, los habríamos sorprendido in fraganti.

Pero aquello demostraba algo. Ahora sabía con certeza que los izinduna que decían que mis problemas eran internos —alguien que operaba desde dentro de la reserva— habían dado en el clavo. Esto no era obra de la comunidad local. Los culpables no eran unos aldeanos hambrientos que habían salido a cazar con sus perros escuálidos para llevarse algo a la boca. Se trataba de una operación criminal bien organizada, dirigida por alguien que seguía nuestros movimientos. ¿Cómo, si no, podían haberlo calculado todo con tanta precisión?

Era noche cerrada cuando llegamos al perímetro oriental de la reserva y rastreamos la zona con linternas. Las huellas nos lo contaron todo. Habían abatido a dos nialas con fusiles de caza de alta velocidad. Vimos la hierba aplastada y ensangrentada por donde habían arrastrado los cadáveres hasta un boquete en la cerca, abierto toscamente con cizallas. A unos nueve metros, al otro lado, descubrimos las huellas embarradas de un todoterreno que ahora ya estaría a varios kilómetros de distancia. Venderían los animales a carniceros locales que los usarían para elaborar biltong, una especie de cecina muy apreciada en toda África.

Mi linterna alumbró un mechón ensangrentado de pelo gris marengo que ondeaba en la alambrada recién cortada. Al menos uno de los antílopes muertos era macho; la hembra niala es de color canela, con rayas blancas en el lomo.

Me estremecí, sintiéndome viejo y cansado. Thula Thula había sido un coto de caza antes de que lo adquiriese y había jurado que eso no volvería a pasar. Ningún animal moriría innecesariamente bajo mi vigilancia. No había comprendido lo difícil que sería cumplir ese juramento.

Volvimos desanimados. Françoise nos recibió con tazas de café muy negro e intenso, justo lo que necesitaba.

La miré y se lo agradecí con una sonrisa. Alta, elegante y muy francesa, estaba tan guapa como el día que la había conocido, doce años atrás, a punto de coger un taxi en una gélida mañana londinense.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Una trampa. Había dos grupos. Uno ha disparado un par de veces en un extremo de la reserva y ha esperado a que apareciesen las luces de nuestro Land Rover. En cuanto hemos llegado allí, los otros han cazado dos antílopes en el extremo opuesto. —Tomé un sorbo de café y me senté—. Esos tipos están organizados; acabarán matando a alguien, si no nos andamos con cuidado.

Françoise asintió. Tres días atrás, los furtivos habían estado tan cerca que casi habíamos notado sus balas silbando sobre nuestras cabezas.

—Será mejor informar a la policía mañana —dijo.

No respondí. Esperar que la policía prestara atención a dos antílopes asesinados era pedir demasiado.

A la mañana siguiente, cuando se lo conté, Ndonga se enfureció por aquellas nuevas muertes. Me reprochó que no le hubiese avisado. Le dije que lo habíamos intentado, sin obtener respuesta.

—Hum…, lo siento, señor Anthony. Anoche salí a tomar unas copas. Hoy no me encuentro muy bien —dijo con una sonrisa avergonzada.

No me apetecía hablar de su resaca.

—¿Puedes convertir esto en una prioridad?

Ndonga asintió.

—Atraparemos a esos cabrones.

Acababa de volver a casa cuando sonó el teléfono. Una mujer se presentó: Marion Garaï, de la Elephant Managers and Owners Association (emoa), una organización privada formada por varios propietarios de elefantes de Sudáfrica que cuida del bienestar de estos animales. Había oído hablar de la asociación y de su buen hacer en la conservación de los elefantes, pero nunca había tratado directamente con ellos porque yo no tenía ninguno.

La calidez de su voz me inspiró una simpatía inmediata.

Fue directa al grano. Había oído hablar de Thula Thula y de la magnífica fauna indígena que teníamos. Dijo que también había oído que trabajábamos estrechamente con la población local para fomentar la conservación de la fauna y se preguntaba… ¿estaría interesado en adoptar una manada de elefantes? Lo bueno del asunto, continuó antes de que pudiera responder, era que me saldrían gratis, salvo los gastos de captura y transporte.

Me quedé estupefacto. ¿Elefantes? ¿El mayor mamífero terrestre del mundo? ¿Y querían darme una manada entera? Por un momento pensé que era una broma. A ver, ¿cuántas veces os han llamado por teléfono, sin más, para preguntaros si queréis una manada de elefantes?

Pero Marion iba en serio.

Bien, y ¿cuál es la parte mala?, le pregunté.

Había un problema. Esos elefantes se...



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