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Andrés | Despacio el mundo | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 485, 400 Seiten

Reihe: El Acantilado

Andrés Despacio el mundo


1. Auflage 2025
ISBN: 978-84-19958-44-0
Verlag: Acantilado
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 485, 400 Seiten

Reihe: El Acantilado

ISBN: 978-84-19958-44-0
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Afinar un instrumento, nos recuerda Ramón Andrés, es en cierto modo un intento de fijar en un instante de perfección el eterno vaivén del mundo que nos rodea, un empeño no sólo del músico, sino también de tantísimos pintores de todas las épocas. Es por ello que esta particular pinacoteca del oído propone al lector un espléndido paseo por la historia de la pintura de los siglos XV-XVIII con la música como armónico hilo conductor: más de cincuenta obras pictóricas en las que los músicos y sus instrumentos cobran especial relieve, y que a su vez sirven al autor para trazar una personalísima historia de la música, el arte y el pensamiento del Renacimiento y el Barroco con gran sensibilidad y erudición. Un ensayo imprescindible para todo aquel que busca consuelo tanto en la belleza de la música como en la silenciosa contemplación de un cuadro. «En sus páginas, filosofía, teología, historia, las vidas de artistas y las memorias se apoyan entre sí. Abundan los pasajes líricos. En realidad, estas son las señas estilísticas del autor, que con cada nuevo título expande un cosmos reconocible: delicado, de prodigalidad enciclopédica, concienzudamente intempestivo». Álvaro Cortina, El Cultural «Quien esté familiarizado con la obra de Ramón Andrés sabrá que no hay forma de distinguir dónde acaba la palabra y empieza la música. Tarea que se antoja imposible en Despacio el mundo, pues aquí el silencio constituye la materia prima del pensamiento». Benjamín G. Rosado, La Lectura El Mundo «Despacio el mundo es una invitación a un mundo más lento, a un detenerse, al reposo, a recuperar los pequeños gestos que se van de nuestras manos y a fijarse en uno en concreto, el de la afinación de un instrumento». Laura Puy Muguiro, Diario de Navarra «Ramón Andrés nos adentra en los caminos que conducen al espíritu y la defensa de lo sensible frente al desasosiego». Fèlix Riera, La Vanguardia «Difícil sería imaginar una combinación más sorprendente de misticismo y exactitud». Andrés Ibáñez, ABC Cultural «Despacio el mundo es una invitación a frenar en seco y reflexionar con los ojos muy abiertos. Hay arrebato y mucha inteligencia». Isabel Urrutia Cabrera, El Correo «Despacio el mundo está escrito con una prosa repleta de imágenes que vinculan las consideraciones del texto a lo literario. Es una lectura estimulante. Habla del sonido y del silencio». J. L. Martín Nogales, Diario de Navarra «El poeta y filósofo esgrime una reflexión sobre la naturaleza humana a partir de cincuenta y dos cuadros de músicos afinando un instrumento. Semejante gesto, por pequeño que parezca, es una metáfora de nuestros anhelos». El Cultural «Ramón Andrés, una vez más, cautiva y admira, pero también tranquiliza y te hace pausar tu lectura, reflexionar, aprender y, quizá, ser mejor». Javier del Olivo, Platea Magazine «La lectura de Despacio el mundo trasciende lo meramente intelectual, proponiendo un viaje hacia la introspección. Es un llamado a detenerse, observar y redescubrir el placer de lo sencillo para quienes buscan un respiro de la velocidad moderna». Pedro Pablo Cámara, Doce notas

Ramón Andrés (Pamplona, 1955) ha escrito numerosos libros, en Acantilado: «Johann Sebastian Bach» (2005), «El mundo en el oído» (2008), «No sufrir compañía» (2010), «Diccionario de música, mitología, magia y religión» (2012), «El luthier de Delft» (2013), «Semper dolens» (2015), «Pensar y no caer» (2015), «Claudio Monteverdi. 'Lamento della Ninfa'» (2017), «Filosofía y consuelo de la música» (2020)-Premio Nacional de Ensayo 2021-, «La bóveda y las voces» (2022) y «Despacio el mundo» (2024), además de la edición de «Oculta filosofía» (2004), de Juan Eusebio Nieremberg. Asimismo, es autor de varios libros de poesía. En 2006 fue galardonado con el Premio Ciutat de Barcelona por su libro «Johann Sebastian Bach»; en 2015, con los premios Príncipe de Viana de la Cultura y Estado Crítico (por «Semper dolens»); en 2020 recibió el Premio Nacional de la Crítica de Poesía por «Los árboles que nos quedan», y es miembro correspondiente de la Reial Acadèmia Catalana de Belles Arts de Sant Jordi y académico de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
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PREFACIO


Un espíritu en calma lo oye todo, lo entiende todo. Apaciguar el corazón o, si se quiere, la conciencia es hacerse a un camino que promete el descanso. Toda distancia tiende al reposo. Lo que se encuentra al final, lo que de manera común conocemos como llegada, no es tal. Llegar no significa culminar, sino haber aceptado la necesidad de comprender por dónde transitamos y qué nos ha llevado a hacerlo.

Nada puede quedar sin ser pensado, nada carece de infinitud. El menor repecho, el vado desdibujado por la neblina de un río, la casa con una luz encendida, la calle que se difumina en una plaza, el suave puerto que deja ver la vaguada hundida en la arboleda, un tendido eléctrico que hace de espino detrás de las lomas, una ciudad apenas avistada de tan lejana, cualquier recodo en el que brotan la cola de caballo y la hierba de San Juan son revelaciones.

El nombrar es inaugural como lo es la luz, que es previa a lo que llamamos día, porque el día, en verdad, es un minucioso disponer esa claridad que se nos va dando. Las horas no son más que un ordenar lo luminoso y un encontrar sentido al suceder, un darle forma y medida. El sonido, testimonio del primer eco del universo, tomado en su esencia, posee también su ciclo, puesto que anuncia un paso hacia algo que lo concebirá pleno, y esa plenitud es lo musical.

Antes de que expresemos un pensamiento, antes de que nombremos algo, el mundo se nos ha adelantado, ofreciéndolo.

Aquel jardín abundante de plantas, aquel estanque lleno de peces descrito por Gottfried Leibniz, sirve, también, para pensar el arte de los sonidos. Este filósofo, que se propuso calcular el alma y demostrar la existencia de una armonía preestablecida, señaló que cada ramo, que cada flor es, a su vez, el jardín mismo. Y que ese vergel, de hecho, está contenido en un solo estambre, en una única corola, como lo está el estanque entero en la escama de cada pez y en cada una de sus aletas. Son el estanque en sí. Y podríamos decir, aventurándonos, que en sus branquias viven los océanos, la goleta de Robert Louis Stevenson fondeada en las islas Gilbert, la suma de las bahías. Si se concibe de este modo, en toda sonoridad, en la sinusoide que se dirige hacia nuestro oído, podríamos hallar unas partículas de o de la canción que se esfuma por una ventana de la vienesa Frühwirtsche Haus, que esta tarde Schubert ha dejado medio abierta.

La música ayuda a pensar estas cosas, pues, habiéndose resuelto en una melodía o en una armonía que proviene de una tensión semejante a la de nuestra existencia, de pronto, y sin saber bien el porqué, alcanza una serenidad efímera en lo real, aunque perdurable en la mente, si resuelve vivir con la continencia de un espíritu que tiende al equilibrio, y el equilibrio está ligado a aquello que cuenta con una medida.

Por esta razón, la necesidad de exactitud responde a una causa, y no sólo porque lo exijan los sesenta grados del triángulo equilátero. Lo exacto es una forma de orden imbricada en nuestra constitución mental. Una idea bien concebida responde al rigor de una medición perfecta. Aunque no siempre para bien, nos inclinamos a la simetría como el agua tiende a caer.

La precisión, si se quiere hablar de música, es una ley, un . Para cumplirla, las notas deben asemejarse a las mónadas que formuló Leibniz, a los átomos que, de manera ideal, fluyen como microuniversos, unas veces surgidos de una columna de aire; otras, nacidos en la vibración y elasticidad de una cuerda cuyo cometido, en contra de la función que acostumbramos a darle, no es atar, sino desatar. Liberar un sonido. Por eso, aspirar a la afinación de una nota, pretenderla, tiene algo de conformidad con el número áureo que anhelamos.

Si alguna vez soñamos con la quizá sea por el deseo de la perfección que echamos en falta en todo cuanto nos rodea y hacemos.

El propósito de afinar un instrumento es conseguir una unidad y hacer que la música se exprese con toda propiedad. Sólo se alcanza poniendo el oído más allá de lo acostumbrado, y al escuchar lo que ocurre al otro lado de la habitación del tiempo y el espacio. Son unos vecinos malavenidos, se pelean desde el primer día que empezamos a pensar el mundo.

En el hecho de templar una cuerda, si pedimos que nos entregue una nota justa, nítida, se manifiesta la decisión con la que nos dice la naturaleza cómo debemos hacer las cosas, cómo llevarlas a cabo. El momento de afinar requiere de una interiorización, de un proceso físico por el cual devenimos exactos, aunque sea ilusorio y se cumpla sólo por unos instantes. Este esfuerzo despierta la audición profunda de cada ser.

En la música electroacústica y en la computacional este paso ha dejado de darse, y aun así el cerebro busca en ellas un lugar en la vastedad del vacío que nos permita existir. Las manos coloreadas de ocre rojo de la cueva de Chauvet y las esculturas de ondulaciones luminosas de Paul Friedlander son parte de una única y milenaria senda.

Los pintores que han tejido este libro y captado el momento decisivo y previo a la música han recreado la antesala del gran acontecimiento, el gesto que hace de los dedos y los oídos una sola anatomía, una sola mecánica, casi un , que es el signo ritual de los hesicastas del monte Athos. Estos monjes acercan los dedos índice y medio a los labios para que las voces queden en silencio, que todo calle. Pero el de los artistas se aproxima al corazón y al oído, no a la boca.

Así mismo, un pintor que se adentra en los instantes en que una laudista afina las cuerdas lo que está haciendo, en el fondo, es contener el tiempo, impedirlo.

La decisión de vivir despacio, el arrojo de oponerse a un mundo tratado a empujones, la convicción de la calma, lejos del aceleracionismo sobre el que ha escrito Nick Land, es una ganancia. Mirar un árbol con pausa, recorrer con lentitud un parque, una calle, es rendirles tributo. Las personas, las cosas lo son por el tiempo que les dedicamos. Que la inteligencia artificial, a través del lenguaje autorregresivo ChatGPT 4 o del que enseguida vaya a sucederlo, sea capaz de crear una obra, llamémosla literaria, no significa que la escritura de puño y letra pueda ser menos audaz y que deba desaparecer, porque el sueño está en nosotros y no puede ser reemplazado por un sistema. Nosotros mismos somos el sueño, ya que presentimos la muerte. Nos obliga a imaginar. La tentación es siempre eliminar lo que hemos conseguido, insatisfechos siempre. La llegada de las ideas impositivas va en contra del albedrío, al que jamás debe renunciarse, por más que se diga que el sea una ilusión.

La coexistencia de la tecnología y el trabajo convencional, me refiero al hecho a mano o por medios menos sofisticados, es un bien. Este libro, por ejemplo, tiene el olor de la vela que acabo de apagar, lo reparte el repentino humo de la mecha que deja en el aire su trenza blanca e impregna la habitación. Y no por eso es antiguo ni anticuado. Aunque no la necesite para alumbrar, esa llama me acompaña. Al fin y al cabo, procedemos de luminosidades y de gestos que están en el ayer de la historia, que todavía nos rige, por más que creamos haber escapado de ella.

El primer libro fue el recuerdo de un cielo que necesitó ser fijado en un papiro o sobre una pieza de arcilla. El primer libro fue un murmullo sobre la mesa.

Al apagar un interruptor, la habitación no cambia de aroma. Es la diferencia de esta obra, que no se opone a la escritura que recurre a la colaboración algorítmica, pero que viene de un lugar que está en la memoria de lo que somos. Es un antaño que cuenta también con su ahora. El pasado es siempre reciente, nos gobierna.

Parte de estas páginas ha sido escrita a mano, otra lo ha sido con la ayuda de las teclas. Esta alternancia, al menos en mi caso, obedece a la dificultad de la idea que deseo expresar: lo complejo me pide un papel y un lápiz; lo menos intrincado puedo abordarlo en el teclado, que también es negro y blanco, como en el piano.

Cada objeto, una lectura, la labor hecha a conciencia, una mesa en compañía afable, pensar sin coacción, conversar, necesitan de una renuncia, de una fuerza que resiste al vértigo que nos ha entregado el más totalitario imperio del dinero. Fijarse ahora en unos dedos que afinan un instrumento es detener, aunque sólo sea unos instantes, la inercia de una realidad asediada por el sinsentido. Se trata de emprender una revuelta contra la prisa que nos saquea.

Observar en un cuadro el índice y el pulgar que tantean la armonía en torno a una clavija, percibir su posición, que bien podríamos entender como unos mudras anunciadores del camino de la música, responde a una voluntad de dignificar los gestos. Porque los automatizados, los concebidos como producción sin límite y falso progreso, responden a una mecánica que imprime vacío. O mejor dicho, que vacía.

Cada línea de lo escrito aquí es una impugnación ante aquellos que nos utilizan como combustible de sus máquinas. Nos amasan en la tierra prometida de la identidad, que es fraude y carencia. No han contado, sin embargo, con lo que permanece, con lo que es inmutable y que por eso tiene algo de divino. No han contado, decía, con el silencio que queda en los lugares después de que los hayamos abandonado; no han...



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