E-Book, Spanisch, 250 Seiten
Reihe: Letras Nórdicas
Hermanos de sangre
E-Book, Spanisch, 250 Seiten
Reihe: Letras Nórdicas
ISBN: 978-84-16112-04-3
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Ingvar Ambjørnsen (Tønsberg, 1956). Es considerado uno de los grandes narradores de la literatura noruega contemporánea. Sus libros se caracterizan por las descripciones realistas, analizando de forma magistral el lado más sórdido de la vida. Los protagonistas son a menudo descritos con ternura y cariño. La soledad y la amistad se expresan con un estilo literario conciso. Desde su debut literario en 1981, Ambjørnsen ha escrito diecinueve novelas y tres libros de relatos cortos, así como varios libros para niños y jóvenes, destacando la tetralogía sobre el genial Elling, que ha sido aclamada por la crítica y es un éxito de ventas en Europa. De la serie Elling se han rodado tres películas y la obra de teatro ha sido representada en toda Europa. Ambjørnsen ha recibido numerosos premios por sus libros infantiles y para adultos. Entre ellos destacan el Tabu Prize en 2001, el Telenor Culture en 2002, y el Brage Prize en 1995.
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1 De chiquillo me encantaban las grosellas —dijo Kjell Bjarne—. Y ahora no las soporto. Lo dijo de tal manera que yo comprendiera que, entre tanto, algo había sucedido. Entre otras cosas, había vivido la mitad de una vida y, por algún lugar del camino, le había perdido el gusto a aquellas ácidas bayas rojas. Yo, en cambio, no tengo nada en contra de las grosellas. Me gustan las grosellas. Lo que en gran medida me había quitado a mí el paso del tiempo era la capacidad de disfrutar de las cosas. No me parecía que la vida fuera tan agradable como cuando era un niño. Pero no lo decía. Un mensaje de ese tipo no habría hecho más que aturdirlo. Además pasa algo curioso. Al decirlo en voz alta, es como si se volviera doblemente cierto. En este caso, la mitad de agradable. Por lo demás tampoco es que tuviera gran cosa de la que quejarme. En el fondo, no. Lo cierto es que yo debía de ser más bien un joven mimado, como tantos otros jóvenes varones de este país, por otro lado. No hacía falta acudir a los negros de África para encontrar tipos en condiciones mucho peores que las nuestras. Bastaba con echarles un vistazo a los negros de Oslo y no se tardaba en comprender dónde se encontraba el país. Por lo que tenía entendido, se les trataba simple y llanamente como a niggers. Incluso la propia policía, o quizá especialmente ellos. Ven aquí, Sambo, decía la policía. Déjanos echarle un vistazo a ese pasaporte falso que llevas. Al menos ese era el tipo de cosas que se leían constantemente en los periódicos. Kjell Bjarne estaba apostado en la ventana mirando fijamente a la calle. Me preguntaba qué habría visto, puesto que de pronto se había acordado de que no soportaba las grosellas. Pero no se me pasaba por la cabeza preguntarle. Lo más probable es que no hubiera visto nada en absoluto, cosa que podía explicar lógicamente el que sus asociaciones se encaminaran en dirección a las grosellas. Ni un mísero Escarabajo rojo debía de haber visto. Simple y llanamente había empezado a hablar sin más, sin el más mínimo objetivo ni sentido. Porque así era él. La primera vez que lo vi, me preguntó si yo entendía algo de ganado. Cosa de la que yo no entendía, claro. Y cuando más tarde le pregunté por qué me había venido con precisamente aquella pregunta, me respondió que no tenía la menor idea. Que simple y llanamente no lo sabía. Me había costado tiempo acercarme a él, y aún más tiempo me costó permitir que él se acercara a mí. Ahora habíamos mezclado nuestra sangre. No voluntariamente, es cierto, pero habíamos mezclado nuestra sangre. Ahora éramos hermanos de sangre. —Siéntate —le dije—. ¡No te quedes ahí colgado! Sabía yo muy bien lo fácil que es acabar estancado cuando uno se dedica a estudiar la realidad desde la ventana de un pequeño apartamento. En un abrir y cerrar de ojos te ves desconectado de toda realidad. Y ahora teníamos en marcha un proyecto común que consistía en que, por todos los medios, volviéramos a conectarnos, en que formáramos parte de la vida cotidiana, por decirlo así. Las trampas eran muchas, tantas como minas había en el frente de Verdún. —¡Siéntate! —repetí. Hizo como le decía. Se sentó sobre el borde del sofá y se puso a contemplar sus enormes manos. Sospecho que sabía lo que se avecinaba. —Sabes qué día es hoy —le dije implacable. —Es jueves. —Es jueves día quince —continué yo—. Eso significa que va a venir Frank. Empezó a restregarse las sienes con los nudillos, señal inequívoca de inseguridad y sentimiento de culpa. —Lo siento —dije—. Pero no me queda más remedio que sacar el tema con él. Si eres incapaz de dejar esa estupidez de las llamadas a la línea erótica, nos vamos a quedar sin teléfono. Porque no nos lo vamos a poder permitir. Así de sencillo. Dejó caer las manos y se quedó mirándolas: —Yo no he llamao a nadie. —No —dije—. Has llamado a una cinta magnetofónica. Has llamado a una cinta magnetofónica en la que una mujer te dice que desea tu cuerpo y que sueña con que hagas de todo con ella. ¡Esta noche te he oído! Te he oído levantarte y trajinar con el teléfono. Inspiró pesadamente: —No se lo digas a Frank, anda. Esa mirada suya de perro era simplemente insoportable. Me recordaba a un cocker spaniel al que le hubieran quitado un solomillo tras quince días de ayuno. Pero no era este el momento de ser blando y complaciente. Por medio de un intenso entrenamiento telefónico, por fin había conseguido trabar amistad con ese instrumento tan práctico, y pretendía conservarla a toda costa. Simple y llanamente me había convertido en un hombre de teléfono. No estaba dispuesto a aceptar que Kjell Bjarne lo estropeara todo. La última factura de teléfono había sido astronómica. Durante el siguiente medio mes habíamos sobrevivido a base de pan duro y sopas de sobre. Frank había dicho que nos estaba bien merecido, que era una magnífica manera de aprender. No tenéis más que elegir, había dicho Frank, charlas guarras o comidas decentes. Con la pensión que tenéis, en realidad podéis vivir bastante holgados. Todo depende de cómo manejéis las coronas. Y en eso tenía razón. La responsabilidad era nuestra. Eso lo había aprendido en el centro de curas de Brøynes, donde nos conocimos Kjell Bjarne y yo. Esto es: la responsabilidad era mía. Ya que yo era el responsable de la economía en este piso compartido por dos personas. Kjell Bjarne perdía la cabeza en cuanto tenía algo de dinero entre las manos. A cambio era un buen cocinero. En la cocina tenía el poder absoluto. Yo llevaba las cuentas y Kjell Bjarne se dedicaba a freír y a asar. Perfecto. Cuando se ponía guasón, Frank solía llamarnos «los dos emprendedores solteros». Kjell Bjarne repitió su petición de que no informara a Frank. Eso no podía prometérselo. El papel del delator me es infinitamente ajeno, pero tal y como lo veía yo, en este caso no se trataba de delatar. Se trataba de mantener un pacto. Y el pacto era hablar con Frank sobre los asuntos turbios y las irregularidades, para que el aire pudiera limpiarse, y la vida continuar en toda su cotidiana normalidad. Y el teléfono forma parte de la normalidad. Así es como son las cosas. Me había supuesto un calvario trabar amistad con él. Durante todos aquellos años en que mamá y yo vivimos en una especie de vibrante soledad a dos manos, había sido ella quien llevaba la palabra cuando el mundo exterior hacía aparición, o tenía que ser contactado mediante el invento del viejo Bell. Lo que es a mí, me resultaba difícil mantener un diálogo sensato si no veía al interlocutor. Perdía la concentración con mucha facilidad, porque me dedicaba a imaginar el aspecto de aquel con quien hablaba, lo que ocurría en la habitación en la que se encontraba aquella persona. Si se trataba de alguien conocido, escarbaba en mis propios recuerdos para reconstruir tan minuciosamente como fuera posible cada uno de los rasgos de su rostro. Y si se trataba de un desconocido, la situación podía desmadrarse por completo, porque se me desbordaba la imaginación. Era simple y llanamente incapaz de relacionarme con una voz aislada. Para tan solo entender lo que se decía, me era necesario invocar a una criatura de carne y hueso. En una ocasión en que me encontraba solo en casa y llamó una asistente social a la que no conocía en absoluto, no me quedó más remedio que rendirme y colgar el teléfono. Una dolorosa derrota que no pasó completamente inadvertida. Pero es que no fui capaz de ponerme de acuerdo conmigo mismo sobre lo que llevaba puesto aquella mujer, o sobre el tipo de peinado que tenía. Una parte de mi cerebro hacía aparecer la imagen de una atractiva joven con pelo oscuro cortado a lo paje, una auténtica preciosidad, recién salida de la Escuela de Trabajo Social. Nariz recta y carnosos labios rojos. Exigente y complaciente al mismo tiempo. Pero sobre esta imagen, otra parte de mi propia consciencia colocaba una distinta. Veía una cara vieja y viscosa. Poros abiertos en una piel pálida y malsana. Una mirada punzante que en esos momentos estudiaba algo que yo no conseguía agarrar, pero que percibía como indecente, quizá amenazante. Una desagradable figurilla de la Antigua Grecia que estuviera sobre su mesa, por ejemplo. Como he dicho, colgué el teléfono y, por si acaso, desenchufé también el cable. Cuando volvió mamá, me cayó una terrible reprimenda y, a partir de entonces, generalmente me metía un dedo en cada oreja cuando sonaba el teléfono. Pero con la ayuda de Frank, todo había mejorado mucho. Él me hizo relajarme. Me hizo juguetear con el teléfono. Lo primero que hicimos fue comprar un cable de diez metros de largo, de modo que pudiera moverme libremente por la habitación con el aparato, llevarlo conmigo de cuarto en cuarto, incluso. En casa, el teléfono había tenido toda la vida un lugar fijo. Había estado sobre una mesa baja junto al televisor. El cable había tenido la longitud exacta como para alcanzar el enchufe en la pared. Ni a mamá ni a mí se nos pasó nunca por la cabeza emular la cultura telefónica que vislumbrábamos en las películas americanas que ponían por la televisión, donde las personas vagaban constantemente de una habitación a otra mientras hablaban refinadamente por el teléfono, o simplemente yacían serpenteándose sobre una colcha rosa, mientras bebían aguardiente y conversaban con la novia en Illinois. Mamá, que al fin y al cabo había vivido el teléfono como una nueva conquista, mantuvo el respeto por él durante el resto de sus días. Cuando sonaba el...