Ambjørnsen | Elling. El baile de los pajaritos | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 230 Seiten

Reihe: Letras Nórdicas

Ambjørnsen Elling. El baile de los pajaritos


1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-15717-93-5
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 230 Seiten

Reihe: Letras Nórdicas

ISBN: 978-84-15717-93-5
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
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El baile de los pajaritos es la segunda parte de la tetralogía que tiene como protagonista al genial Elling. Cronológicamente antecede a Hermanos de sangre, que ya publicamos en esta misma colección, y por esta novela Ingvar Ambjørnsen recibió el Brage Prize. Tras la muerte de su madre, Elling es internado en una institución psiquiátrica, que se presenta más bien como una instalación recreativa. Allí conoce al que será su compañero de habitación y su primer gran amigo: el grandullón Kjell Bjarne. También se enamorará de una de las enfermeras, Gunn, escenificando la realidad tal como la percibe e imaginando ingenuas y divertidísimas situaciones en las que se ve como un novelista al estilo de Knut Hamsun o un seductor irresistible. La parte central de la novela está dedicada a un viaje que hizo Elling a Benidorm, el paraíso del turista nórdico. Allí todo será nuevo para él y nos reconoceremos en las aventuras cotidianas que todos hemos experimentado en un país lejano.

Ingvar Ambjørnsen (Tønsberg, 1956). Es considerado uno de los grandes narradores de la literatura noruega contemporánea. Sus libros se caracterizan por las descripciones realistas, analizando de forma magistral el lado más sórdido de la vida. Los protagonistas son a menudo descritos con ternura y cariño. La soledad y la amistad se expresan con un estilo literario conciso. Desde su debut literario en 1981, Ambjørnsen ha escrito diecinueve novelas y tres libros de relatos cortos, así como varios libros para niños y jóvenes, destacando la tetralogía sobre el genial Elling, que ha sido aclamada por la crítica y es un éxito de ventas en Europa. De la serie Elling se han rodado tres películas y la obra de teatro ha sido representada en toda Europa. Ambjørnsen ha recibido numerosos premios por sus libros infantiles y para adultos. Entre ellos destacan el Tabu Prize en 2001, el Telenor Culture en 2002, y el Brage Prize en 1995.

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II Aquel otoño mi madre decidió salir a «echarle un vistazo al mundo», como ella lo expresó. Compró dos billetes a Benidorm. Una semana, con desayuno incluido. Yo estaba todo menos entusiasmado. En primer lugar estaba el hecho de que no lo hubiera consultado primero conmigo. Esas cosas no me gustan. Prefiero que me pidan opinión a la hora de tomar decisiones. Por lo menos cuando las decisiones van a tener consecuencias directas sobre mi día a día. De acuerdo, había querido darme una sorpresa. Era con buena intención. Pero que una acción esté hecha con buena intención no significa en absoluto que salga nada bueno de ella. La mayoría de la gente estará de acuerdo conmigo en eso. En segundo lugar, este tráfico de chárteres al extranjero nunca ha ido conmigo. Tiene algo de histérico, de compulsivo. Había leído sobre estos viajes al Sur en el Arbeiderbladet y en las revistas de mi madre, pero nunca me había tentado lo que escribían los periodistas sobre eso. Sol y calor. Pues muy bien. Comprendía que los reumáticos y los asmáticos sintieran la llamada del Sur. Mis propios abuelos habían padecido todo tipo de males y siempre viajaban al Sur en invierno, de hecho iban a Benidorm, y siempre me resultó muy comprensible. Pero yo era un hombre de poco más de treinta años, sano y fuerte como un roble, y la salud de mi madre tampoco estaba nada mal. —¡Pero si vamos para disfrutar! —dijo mi madre. Justo, pensé. Ya estamos con esa maldita palabra. Hoy en día hay que disfrutarlo todo muchísimo. Se disfruta de la comida. Se disfruta de la tele. Los padres disfrutan de sus hijos… Tampoco es que tenga nada en contra de que la gente disfrute, al contrario. Sólo que me parece que el verbo ha sufrido cierta inflación. La comida se come. La tele se ve. Y con los niños se juega, o se les educa. Y otra cosa: ¿dónde podríamos disfrutar más mi madre y yo que en nuestra propia casa? Un vasito de yemas batidas con azúcar escuchando un buen disco. ¿Qué más se puede pedir? Pero resulta que los noruegos sentimos esta dichosa atracción por el extranjero. Nos encanta todo lo que no es de aquí. Tan pronto como un noruego pasa el faro de Færder en dirección Sur, todo le resulta exótico. Mi madre y yo habíamos ido tres veces a Copenhague para hacer compras. Copenhague, la ciudad del Rey, la capital de todos los pollos de engorde. Me gustaría saber qué tiene de emocionante el glacial viento danés. Por no hablar de las famosas salchichas rojas, ¡que luego son grises por dentro! ¿Y el buen humor de los daneses? En realidad nos odian porque nos toman por suecos, no oyen la diferencia en el idioma. Y esto lo sé por experiencia. El carácter danés se yergue sobre una arrogancia fundamental. Eso nos lo enseña la historia. Y la travesía en ferry hasta allá es una experiencia aparte: noruegos borrachos, vomiteras y preservativos usados por las escaleras. La primera vez que fuimos, nos aventuramos a salir del camarote cuando mi madre se empeñó en tomarse un café y algo de comer. Estaba convencida de que el bar era un lugar muy agradable. Y tenía razón, el bar no estaba mal, la decoración me gustó y la música más. Tocaba un grupo de pop extremadamente profesional, que resultó ser de Budapest. Se sabían absolutamente todo ABBA y estuve a un tris de dejarme llevar. ¡Pero menudo ambiente! La gente cantaba y vociferaba tanto que apenas se oían las canciones. Estaba lleno de personas adultas completamente borrachas y un camionero camorrista volcó una mesa al sentirse rechazado por unas mujeres. Me bebí el vaso de Fanta a toda prisa. Y aun así, lo peor estaba por llegar. Ocurrió durante el tercer viaje. Dadas nuestras malas experiencias previas, no nos movimos del camarote ni a la ida ni a la vuelta. Mejor llevar té y tartera que mezclarse con el manicomio que nos rodeaba. ¡Pues no! Ni siquiera en el camarote nos dejaron en paz. Las paredes venían a ser de cartón y habíamos acabado en el fuego cruzado de dos fiestas salvajes. ¡Los invitados se comunicaban a gritos a través de nuestro camarote! Mi madre y yo ya nos habíamos acostado, cada uno con un libro, pero era imposible enterarse de la trama, y eso que yo me había llevado una lectura tan ligera como Agatha Christie. La situación era simple y llanamente inaguantable. Al cabo de unas cuantas horas sonaron unos portazos y oímos a algunos de los participantes en las fiestas alejarse por el pasillo. Por fin, pensé. Pero no tendría esa suerte. Mi madre acababa de apagar la luz y de darme las buenas noches cuando pasó lo peor que puede pasarle a un hombre que comparte camarote con su madre. Empezaron muy discretamente. Unas risillas y unos gruñidos por lo bajo en el camarote contiguo. Bueno, bueno, pensé. Unas bromillas sobre los invitados que se acaban de marchar antes de zambullirse en la cama para dormir como lirones. ¿Dije zambullirse en la cama? Pues eso fue precisamente lo que hicieron. O al menos así sonó. ¡Pero desde luego no se durmieron como lirones! Aterrizaron con enorme estrépito sobre la litera, a sólo diez centímetros de la cabeza de mi madre, y se pusieron manos a la obra de inmediato. Sonaron gritos y vulgaridades, gemidos y suspiros, y algo que sonaba a llanto, pero que sin duda no lo era. Quiero decir: ahí estaba yo, con mi madre. Oyendo a unos completos desconocidos, a unas personas a las que no había llegado ni a ver, aparearse como conejos. ¿En qué estarían pensando? ¿En qué pensaría mi madre? Pensaría en… ¿Pensaría en cómo me concibieron ella y mi padre en su momento? Me puse como un tomate. Me estaba metiendo en un tema que no me incumbía. Durante toda la vida me había obligado a mí mismo a no pensar justamente en eso, pero ahora la idea se cernía sobre mí como un monstruo sigiloso. La cosa es que mi padre falleció antes incluso de que yo naciera. Para mí era un desconocido. ¿Y a quién le gusta imaginarse a su madre desnuda con un desconocido? Pues yo lo hice. Me imaginé a mi padre, al desconocido, arrancándole la ropa a mi madre y tirándola desnuda sobre la litera del viejo ferry Petter Wessel —eso lo sabía, que habían hecho su viaje de novios en el Petter Wessel que iba de Larvik a Fredrikshavn—. De pronto los chillidos de la desconocida se convirtieron en los de mi madre y los gruñidos del hombre, en los de mi padre. Y cuando después de un rato el hombre bramó: ¡KAAAAARI! Creí que me iba a dar un síncope, porque resulta que mi madre se llamaba Kari. ¡Hay que ver! —¿Estás dormido? —preguntó mi madre cuando por fin se hizo el silencio. No respondí. Cerré los ojos con todas mis fuerzas y no respondí. Y en ese mismo momento me juré a mí mismo que nunca jamás volvería a ir de compras a Copenhague en el ferry. Ni solo ni con mi madre. Pero ahora estaba esto de España. Benidorm. Obviamente Benidorm. Intuía que mi madre quería hacer una pequeña expedición tras los pasos de sus padres. En teoría podía negarme. Decir que no. Y para ser honesto confesaré que ése fue precisamente mi primer impulso cuando mi madre soltó la bomba. ¡Di no, Elling! Pero al ver cómo se le descomponía la cara por mi falta de entusiasmo, entendí que negarse en un asunto como éste sería un crimen. Mi madre había pretendido alegrarme y sólo nos teníamos el uno al otro. Por eso dije que sí. Ni más ni menos. Cuando me acosté aquella noche, me quedé pensando. Siempre he sido así. Pienso mejor con los ojos cerrados. Pensé en España. Me imaginé el país y su gente. Evoqué Benidorm. El nombre no era gran cosa, casi sonaba a bendelorm,4 y a juzgar por las postales de los abuelos tampoco podía decirse que el lugar constituyera un espectáculo visual. Edificios altos en la playa. Pero decidí que Benidorm era un lugar bonito con paredes encaladas y rosas rojas. Cuyas mujeres eran conocidas en todo el país por su belleza y su sensualidad; eran castas pero ardorosas. En esa parte del país bastaba chasquear los dedos para que alguien te trajera fruta y vino, con una amplia sonrisa y contoneando las caderas. Me fijé sobre todo en una. En una tal Rosita, hija del barbero local, que solía traer flores a la pequeña hacienda que tenía yo a las afueras de la ciudad. De hecho aparecía todos los jueves a las tres, por lo general desnuda. Alegre como unas castañuelas y dorada como la miel que yo recogía en mi propio jardín. Yo no amaba a aquella muchacha, pero era la que más me gustaba de todas las mujeres que andaban por mi propiedad. Sin embargo Rosita sí me amaba a mí. Me amaba de verdad. Con la pasión de una española. Me hablaba a trompicones con su peculiar acento ofreciéndome los melones que llevaba en las manos. Pero yo nunca la tocaba. La respetaba demasiado para eso. Además su padre, el viejo barbero Juan, era uno de mis mejores amigos, de hecho era como un padre para mí. Un hombre pobre y sin embargo un caballero, un hombre de honor. Como él solía decir: mis orígenes son humildes, pero vengo con grandes ideales. Había llevado a mi madre a vivir conmigo, le había hecho construir una pequeña villa… En fin, lo voy a dejar. Lo que quería decir era que, por medio de estas fantasías tan infantiles, intentaba generar cierto entusiasmo por el proyecto de viaje de mi madre. Quería realmente decirle durante el desayuno del día siguiente: «Madre. Me lo he estado pensando y la verdad es que esta idea tuya de ir a Benidorm está bastante bien». Y después pedirle perdón por haberme enfurruñado e intentar arreglarlo explicándole que todo el asunto me había pillado un poco desprevenido, por decirlo suavemente. Y que como soy un hombre de costumbres… En pocas...



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