E-Book, Spanisch, 192 Seiten
Alonso Palos de ciego
1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-16862-20-7
Verlag: Metaforic Club de Lectura
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 192 Seiten
ISBN: 978-84-16862-20-7
Verlag: Metaforic Club de Lectura
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¿Conoce usted al Lazarillo, uno de los personajes inolvidables de la literatura española, faro de la picaresca universal? Pues si lee esta novela de Eduardo Alonso, 'Palos de ciego', se encontrará con su amo, el invidente que tantos palos le diera, contando su vida en primera persona y reivindicando sus méritos como preceptor y guía del infeliz muchacho. Asistirá así al relato de la existencia caminera de un hombre que trata de sobrevivir al infortunio en el siglo XVI empleando cuantas artes y artimañas imaginar se pueda. Y que glosa su vivir con un lenguaje que pareciera estar escrito en pleno Renacimiento mas se percibe hoy plenamente contemporáneo. Una magnífica novela para lectores de 15 años en adelante. Sobre el autor. Eduardo Alonso (Murias de Aller, Asturias, 1944) estudió Filosofía y ha ejercido como Catedrático de Instituto en Valencia. En 1980 recibió el Premio Villa de Bilbao por su novela 'El mar inmóvil' y en 1986 el Premio Azorín de novela por 'El insomnio de una noche de verano'. Ha publicado cuentos y estudios de crítica literaria, y ha colaborado en prensa escrita. La colección Akobloom tiene publicada su novela 'El gato de Troya'.
Eduardo Alonso: (Asturias, 1944) fue hasta su jubilación catedrático de instituto en Valencia, y durante varios cursos profesor de Literatura contemporánea de la universidad.
Es autor de diez novelas, entre ellas El insomnio de una noche de invierno, Flor de jacarandá y Palos de ciego. Ha publicado dos libros de relatos, estudios literarios y unos 400 artículos en su mayoría en los diarios La Nueva España de Oviedo y Levante de Valencia. Ha adaptado obras clásicas como el Quijote, el Lazarillo, la Celestina, Robinson, Kim...
Ha obtenido los premios de novela Villa de Bilbao y Azorín; los de relatos Ciudad de San Sebastián y Gabriel Miro; y el premio Blasco Ibáñez de periodismo.
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De cómo un ciego tuvo noticia de su antiguo guía
Sepa, señor, que a mí me llaman Juan Barril, nací en Alcalá hace más de medio siglo y soy ciego de nacimiento. Mi padre fue mulero, curtidor, sacamuelas y capador de guarros, y mi madre artista de fama. De ella debo decir que fue mujer con muchas gracias y dulces encantos. Atraídos como moscas a la miel, los hombres la vitoreaban, jaleaban sus bailes, coreaban sus meneos y hacían cola para saludarla en el camerino. «Juanito, hijo —me decía—, espérame fuera mientras atiendo a mis admiradores.» Entraban en el cuarto de uno en uno y tardaban un rato en salir. Yo entonces era niño inocente de seis años. Digo esto de mi madre sin ánimo de entrar en disputas, que bastante discutía ella con mi padre sobre si yo era retoño legítimo o hijo putativo. ¿No dice el evangelio que todos somos hijos de Dios y de nuestras obras? El caso es que la peste negra se los llevó a los dos cuando yo tenía ocho años y entonces yo me vi huérfano y hambriento. Salí a la calle y tendí la mano. Desde ese día pido limosna en atrios, plazas y caminos. Los ojos, señor, solo me sirven para llorar, pero Dios me dio oídos de murciélago. Mendigaba una mañana en la calle de la Fruta, despatarrado en el suelo, con el sombrero de las limosnas entre mis piernas andariegas, cuando sentí pasos de dos caminantes ricos. Eran ricos, supuse, porque pisaban con aplomo y elegancia. Los pobres, en cambio, andan más desbaratados y son más ruidosos en todo, hablan a voces, ríen con alboroto, bostezan recio, comen con chasquidos y ventosean con estruendo. No habían dado las ocho en el reloj de la catedral y ya pregonaba yo mi necesidad. —¡Una limosna para este malhadado ciego! Aunque la caridad se ha subido al cielo, tengo bien probado que las horas de la mañana son las más favorables para la compasión. Será que el sueño de la noche no solo repone las fuerzas perdidas, sino que limpia y purga el corazón. A mediodía, en cambio, las gentes se vuelven rácanas y al anochecer son tan despiadadas que no dan ni el saludo. Era, pues, de buena mañana y se acercaban pisadas de rico, así que alargué la mano limosnera, puse en blanco mis negras pupilas y clamé con voz menesterosa: —¡Señores, por caridad, socorran a este pobre ciego! Los hombres ricos tienen la destreza de hacer dos y tres cosas a la vez: conversan sin perder el hilo, arrojan dos monedas y caminan con su compostura habitual. Sentí que los pasos de los dos caballeros se frenaban delante de mí y percibí frufrú de ropas. Oí tintineo de ochavos, cuartos y reales: la alegre música del dinero. Al tiempo que en mi desastrado sombrero caían dos blancas, en mis oídos de viejo se escurrió un nombre inolvidable. —… Lázaro de Tormes… ¿Lázaro? ¿Habían dicho Lázaro de Tormes? ¡Puto de mí! ¿Por ventura se referían a Lázaro González Pérez, hijo del molinero Tomé y de la lavandera Antona, nacido en una aceña del río? ¡Mal haya su memoria! ¿Hablaban de aquel bribón que hacía más de veinte años me guió por caminos y pueblos de las dos Castillas? ¿No se lo había llevado el diablo? En trances de turbación no soy dueño de mis párpados. La confusión y el miedo los agitan como dos abanicos, las pupilas se extravían y a veces veo chiribitas. Deslumbrado por aquel nombre que tantos viejos recuerdos removía en mi memoria, pestañeé sin freno, me puse de pie y pedí atención a los dos ricos caminantes. —Caballeros, caballeros, ¡aguarden, por Dios! Se detuvieron y debieron de mirarme con extrañeza, supuse. —¿No es buena la limosna? —dijo uno de ellos. —Dios se la pague, señor —dije, orientando mi cara hacia donde venía aquella voz grave y burlona—. ¿Conocen a Lázaro de Tormes? Quedaron suspensos y oí que murmuraban entre sí. —¿No será este el ciego cruel que maltrató al pobre Lazarillo? —preguntó uno. —Aquel malvado ciego debió de morir del testarazo —replicó el otro—. Según dice el libro, con el cuento de que había que saltar un arroyo, Lázaro situó a su amo frente a un poste de piedra. ¡Salta todo lo que puedas!, gritó, y el ciego, embistiendo como cabrón, se abalanzó sobre el pilar, y se dio tal cabezada que rebotó hacia atrás medio muerto. Por lo menos debió de quedar lisiado y bobo para siempre. Este jocoso comentario me demostró que aquellos dos caballeros conocían a mi antiguo destrón. En Castilla llaman destrones a los guías de ciegos. —Caballeros, ¿conocen a Lázaro de Tormes? —volví a preguntarles. —¿Y quién no? ¿En qué ciudad no conocen al pregonero? —Sus hazañas andan impresas en libro para memoria de los siglos venideros —recitó el otro caballero con voz de cómico engolado. —¿Hazañas? —dije desconcertado—. ¿Es que ahora se escriben libros de bribones y galloferos? —Hazañas, las que hicieron sus amos. Ciegos, clérigos, escuderos, bulderos, frailes… iGente de alma noble y dadivosa! El libro tos pone a caldo. Viendo mi pasmo, los dos caballeros se rieron de buena gana y gran regocijo. —Todo Toledo celebra las burlas del pobre Lázaro a un ciego tacaño y cruel. ¿No os lo han contado? El libro es tan famoso que no queda uno a la venta, y se lee en corrillos de la plaza de Zocodover. Se ve que sois recién llegado a la ciudad. Era cierto. Había llegado la noche anterior en el carro de un mercader de Talavera que traía cazuelas, jarras y tinajas. «Mala ciudad para pedir caridades», me había advertido el cacharrero. Pero ¿cuál es buena? Me apeé en la plaza baldado y con los huesos molidos. Anochecía y quería dormir. Me recosté contra una pared, saqué del morral una mísera corteza de pan, una cebollita y un dulcísimo melocotón. Cené sin prisas. Con la navaja cortaba las viandas a trocitos y los masticaba salivando mucho y con mucho tiento para que cada bocado me durara una eternidad. Acabé el festín, enfundé la navaja y di un sonoro regüeldo de dicha. Dios sea loado: no hay nada como una buena olla para tener sueños felices. Hacía dos lustros que no pisaba Toledo, pero recordaba palmo a palmo sus esquinas, callejas y tabernas. Como aún sofocaba la calor de septiembre y se podía pasar la noche a la fresca, me encaminé a la iglesia de San Salvador. A la puerta se había apiñado una nube de hermanos míos que gritaban y bullían como los estorninos al anochecer, cuando se arraciman en las acacias para pasar la noche. Creí que todos los pedigüeños de España habían hecho concilio en la ciudad, si no fuera porque entonces no conocía esta luminosa Sevilla, que es panal y flor de la picardía. Corren tiempos desmedrados. Las secas, las tasas, la hambruna de pan y la despoblación del campo habían hecho de Toledo una gusanera de desarrapados y ganapanes. El cacharrero de Talavera me había advertido que el Cabildo pretendía deshacerse del enjambre de mendigos que infestaban las calles, como habían acordado en Zamora, Salamanca y Valladolid. Se había pregonado un bando según el cual los enfermos irían al hospital, los naturales se quedarían en la ciudad y los forasteros debían volver a su pueblo de origen. El que desobedeciera sería castigado con sesenta azotes. El cacharrero también me había advertido que no había peor sitio para la caridad que Toledo, porque la mitad de sus moradores eran hidalgos y la otra mitad clérigos. Y todos andaban a la que caía. Los nobles paseaban la calle con airoso continente, taconeando recio, la mano en la espada, la voz linajuda, el porte cortesano y la cabeza tan amueblada de fantasías como la barriga vacía de pan. «Aborrecen el trabajo tanto como los judíos el tocino», me dijo. La otra mitad de los toledanos son gentes de la Iglesia, monjas, clérigos, frailes, canónigos y arciprestes, y todos ayunan, pues los conventos han visto menguar las rentas, las novicias la dote y los cepillos las dádivas. Quiero aclarar, señor, que con los clérigos siempre me he llevado como el perro y el gato. Son mis competidores, pues entrambos nos disputamos la caridad del prójimo, ellos rezando en latín y yo en romance. Yo mayormente he sido ciego yerbero y rezador. Recetaba pócimas a solteras, preñadas, paridas y llagadas de amor, y en los mortuorios decía oraciones por el alma del difunto. Rezaba las avemarías con voz sonora y bien templada, y eso daba mucho consuelo a los parientes del muerto. La noticia de que andaban en libro impreso los desastres de mi vida y las bellaquerías de aquel mozuelo que tuve me confundió tanto que mis párpados se descarriaron con mucho vaivén. —¿No serás tú el ciego astuto, tacaño y cruel del que habla el libro de Lázaro? —me preguntó el caballero. —¿Tacaño y cruel? ¿Eso dice de mí? ¡Así me paga los cuidados y desvelos! Yo fui su primer amo, lo cuidé y eduqué como a un hijo. Cría cuervos… —Pues en una ocasión le diste tal jarrazo en la boca que le quebraste los dientes. Todavía hoy los anda buscando. —No recuerdo, señor. —Va mellado. —¿Y quién no? Media Castilla anda desdentada. Si no hay qué roer, los dientes se destierran por holgazanes. Yo tengo pocos, y estos, mal acondicionados. —Así que no hubo jarrazo —dijo el caballero con deje burlón. —Lázaro miente. —¿No es cierto —añadió el caballero acompañante— que el niño, como no cataba el vino, maquinaba mil mañas para beberlo? El libro cuenta que...