E-Book, Spanisch, 192 Seiten
Alonso El gato de Troya
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-16862-19-1
Verlag: Metaforic Club de Lectura
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 192 Seiten
ISBN: 978-84-16862-19-1
Verlag: Metaforic Club de Lectura
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Un proverbio árabe advierte de que Dios creó los gatos para que el hombre sepa lo que es sabiduría. Sagrado en Oriente, adorado en Egipto, amado en el mundo musulmán, demoníaco en la oscura Edad Media, el gato no encontró hasta el siglo de las luces comprensión definitiva. Desde entonces protagonizó cuentos infantiles, tebeos y comedias musicales, representó sutilezas de la mujer fatal y los escritores franceses lo adoptaron como genio tutelar. Anatole France lo declaró ''príncipe somnoliento de la ciudad de los libros''Los gatos siempre caen de pie, don o baraka que les concedió el Profeta por la lealtad de su gata Mueza. El gato es, según la greguería, ''máquina fotográfica del misterio''. Richolino fue un gato dócil e independiente, jugador y poltrón, doméstico y aventurero. Como en el vida más sedentaria hay al menos siete vidas de ensueño, fue pianista en Nueva Orleans, pintor bohemio en París, espía en Casablanca, espadachín maragato... En realidad su misión en esta novela es ser un ''troyano'' que tira del hilo y desovilla las memorias de Elvira, una joven narradora, que evoca su gatinfancia para descubrir el verdadero sentido de su niñez -in cato, veritas-las peripecias familiares, los primeros amores, la adolescencia contradictoria, las inciertas galerías de la personalidad, en fin, la odisea de abandonar ítaca y hacerse mayor. Richolino, algo borgiano a ratos, es el timonel de esa incierta travesía hasta salir a mar abierto porque sus misteriosas pupilas registran lo que hay de permanente en los fugaz.
Eduardo Alonso: (Asturias, 1944) fue hasta su jubilación catedrático de instituto en Valencia, y durante varios cursos profesor de Literatura contemporánea de la universidad.
Es autor de diez novelas, entre ellas El insomnio de una noche de invierno, Flor de jacarandá y Palos de ciego. Ha publicado dos libros de relatos, estudios literarios y unos 400 artículos en su mayoría en los diarios La Nueva España de Oviedo y Levante de Valencia. Ha adaptado obras clásicas como el Quijote, el Lazarillo, la Celestina, Robinson, Kim...
Ha obtenido los premios de novela Villa de Bilbao y Azorín; los de relatos Ciudad de San Sebastián y Gabriel Miro; y el premio Blasco Ibáñez de periodismo.
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ORÍGENES OSCUROS
o sé si sabré contar su vida, sus viajes azarosos, sus sueños en el mirador Casablanca, los amores imposibles que disfrutó, su afición a las películas de B y B (Bogart y Bacall), sus escapadas nocturnas en la casona de Pintueles, en fin, ¡tantas cosas! Quisiera contar su vida pasito a paso, y con el rigor de la cronista fiel, pero al tirar del hilo de la memoria los recuerdos se me enredan como cerezas de un cesto. Además, recordar es inventar. Empecemos. Una clara tarde de abril, Virginia, mi madre, me recogió en el colegio y me llevó por las tortuosas calles de la medina hasta el gran bazar. Un muchacho bereber reclamaba la atención de los viandantes pregonando a la puerta de una tienda el brillo de las ollas de cobre, la calidad de las pieles de cabra y la maravilla de las alfombras voladoras. –¿Venden aquí animales vivos? –preguntó Virginia. –De todo el mundo, menos osos polares. Caribús tampoco hay. Se han agotado. Cruzamos el umbral y vimos al dueño apoltronado entre cojines, durmiendo la siesta descomunal de todas las tardes. Era un turco feliz, padre de siete hijas, todas rebosantes de salud. Como un gatazo sabio controlaba los dominios de la casa, la tienda y la calle. Salía a la acera a conversar con los mercaderes vecinos, atendía a los clientes importantes y cada poco cruzaba la cortina de canutillos para husmear los olores de la cocina. Si borbotaba la olla, si las criadas hacían sus faenas rutinarias y si sus queridas hijas bordaban en el taller de costura, regresaba a la tienda con la convicción de que el mundo estaba bien hecho. Era un mercader de ademanes zalameros y sólida barriga. Después del almuerzo familiar tomaba té y pastelillos de miel, fumaba una pipa de kif, suspiraba hondo y daba gracias a Alá por las dichas de la vida. Luego estiraba sus mostachos soberanos, se desabrochaba el cinturón, colocaba los pies en un escabel y se trasponía en un sueño bíblico. Parecía dormir un sueño completo, pero era como esos perrazos espatarrados en el suelo que tienen un párpado abierto para vigilar el orden de alrededor. Si cuento esta patraña es porque quisiera que mi fantasía fuese parte de la ilusión de todos. Además, lo acabo de decir: recordar es inventar. La verdad es que Virginia y yo no fuimos a ningún bazar exótico, sino a una tienda común, junto al mercado de Colón. Ni siquiera había una campanilla en la puerta para anunciar la llegada de los compradores. Más que una tienda de animales vivos, parecía una ferretería. El vendedor era triste como unas escaleras, vestía guardapolvo gris y trataba a los animales sin entusiasmo, como si los perros, loros, hámsteres, tortuga, periquitos y gatos fueran arandelas, clavos, tuercas y destornilladores. Él mismo parecía un animal desgraciado, un mulo de noria o un búho miope. Mi mamá me llevó de la mano con mimo. (Esa era la frase que yo había caligrafiado aquella tarde en el colegio. Era una frase adecuada, con trazos gatunos, pues estaba llena de emes, y la eme es la letra preferida de los mininos. A los gatos les gusta la m porque tiene forma de puente y les seduce la o porque es como un ovillo, y los puentes y los ovillos son los símbolos de las ilusiones y de los enigmas.) Decía que Virginia me llevó de la mano al bazar. Virginia era entonces una madre joven, de esas que se asustan antes de que ocurran las pequeñas desgracias infantiles. A esas horas de la tarde, Pablo, mi padre, hacía experimentos en el laboratorio, la abuela jugaba al bridge con sus amigas viudas y mi hermana babeaba en el tacataca. Me había tocado en suerte una hermana muy babosa. Desde los cinco meses, Sol se había aficionado a chuparse el dedo gordo del pie y, luego, cuando empezó a echar los dientes, mordía todo lo que encontraba a mano y producía mucha saliva, y chorreaba por la barbilla un confeti de interminables hilvanes, casi espumosos, que acababan por pringarle hasta el pecho. Le salieron unos dientes tan feroces que su mordedura duraba cinco días consecutivos. En alguna de esas habituales disputas entre hermanas, Sol me acometió a dentellada limpia, como una víbora rabiosa. Sigamos. Virginia y yo nos detuvimos ante una camada de siameses. Parecían náufragos de un mundo babilónico, aturdidos entre gritos de loro, ladridos de sétter y trinos amarillos de canario. Ya sabéis que los gatos nacen ciegos, pero traen a este mundo la experiencia de sus vidas anteriores. Durante los primeros días se desprenden de lo más accesorio de su pasado, descifran los primeros rumores y poco a poco entreabren sus ojos de aguamarina. ¿Alguna vez habéis mirado fijamente a los ojos de un gato? Son inquietantes. ¿Y sabéis por qué? Porque parecen deslizarse en el tobogán del tiempo. Los ojos de los gatos dicen lo que hay de permanente en lo fugaz. –¿Cuál eliges? –me preguntó Virginia. ¿Este o aquel? ¿O el otro, el más negro? No sé si será verdad lo que una vez me dijo mi padre: Elvira, la incertidumbre es bella. Bien pudo ser una frase de consuelo, porque entonces yo era una niña indecisa. Todavía hoy, que ya soy mayor de edad, pongo a prueba la paciencia de los camareros porque dudo entre la carne o el pescado, las natillas o el flan, y en las tiendas acaban sacándome una montaña de zapatos, y me pruebo todas las blusas de mi talla, y me eternizo en tomar una decisión. Mi hermana, en cambio, fue desde siempre resuelta y preguntona, incluso descarada. Ya desde la cuna se dejaba guiar por sus impulsos flagrantes. –¡Qué niña! –exclamaba la abuela–. Es «melón y tajada en mano». Porque a la yaya se le caía la baba (es un decir) con Sol. La llamaba Solete y celebraba sus patochadas como si fuesen ocurrencias geniales. Era su nieta preferida, la predilecta. El vendedor, que tenía cara de martillo, esperaba una indicación para sacar del capacho el gato elegido. Entre tanto, algunos viandantes se habían detenido ante el escaparate. Un señor aplastó la cara contra el cristal y se le quedó boca de rape y ojos de besugo. Su cabeza parecía la de un pescado monstruoso. Desde el interior de la tienda se veía a la gente ir y venir por la acera como esos peces sin rumbo de los acuarios, ignorantes de su destino, condenados a una incomunicación perpetua, resignados en sus idas y venidas a una larvaria soledad. Todos tenemos de vez en cuando la resbaladiza impresión de ser peces prisioneros. Hasta los gatos más auténticos. Ellos también tienen momentos escamosos y días como acuarios. –Pues, me gusta… ¡Este! Bueno, ese también. Así soy yo. –El que quieras, Elvira. Tú decides. Virginia (o sea, mi madre), llevaba prisa, tenía que comprar laca en la droguería y recoger los análisis de la abuela. Desde que murió el abuelo la yaya tenía alto el colesterol, y la tensión así así, y un pinzamiento de cervicales que le machacaba la espalda. Cuando le preguntaban qué tal, doña Josefa, cómo está, ella siempre contestaba lo mismo: «Hecha puré, hija». Otras veces no estaba hecha puré, sino fosfatina. En alguna ocasión bajaba la voz para que las nietas no la oyéramos y se permitía una expresión grosera: «Hecha la puñeta». Pero exageraba. No había más que ver el remango y los andares marchosos que se gastaba. Decía que en la vejez todo son peplas. «Hija, qué le vas a hacer. Alifafes de yaya.» A la abuela le encantaban las palabras pepla y alifafes. Virginia se impacientaba con mis dudas y estaba molesta con la escolta de aquel vendedor que parecía un taladro con guardapolvo gris. –¿Este? –me preguntó Virginia. –Bueno, sí. Así lo elegimos. Fue una decisión trascendental. Desde aquel instante el gatito quedó vinculado a nuestra vida familiar. Mientras el dependiente lo metía en una cestita de viaje pensé si no sería muy pronto para separar a un hijo de su madre. ¿A qué edad se puede producir el des-madre? (¿Habré empleado con propiedad esta palabra? Estoy abusando de los paréntesis, un defecto que exasperaba al profesor de literatura del instituto. «¡Paréntesis, no, gracias!», decía, alzando los brazos como un predicador escandalizado.) En un libro de una escritora inglesa leí una vez que los gatitos deben permanecer al cuidado de su madre hasta las seis semanas, so riesgo de desarrollar tendencias neuróticas en su vida adulta. Como las inglesas saben mucho de gatos, habrá que creerlas. De cualquier modo, todos los gatos tienen una vena demente, como los artistas auténticos. Entenderlos es apasionante, aunque nada fácil. Entender a un gato es casi una aventura sin límites, tan complicada como conocerse a sí mismo, como verá quien siga leyendo esta «gatografía». (¿O se dice catografía?) Un gato invita a pensar. Su estado de ánimo parece tan variable como el clima tropical. –¿Cómo estás? –le preguntaba cuando le veía subido a una silla. –Ni fu ni fa –me contestaba. A veces caía en pesadumbres de filósofo francés. –¿Qué tal? –Maúllo, luego existo. Había momentos en que estaba fffuribundo y fffarfullaba bufffidos fffuriosos, como si su corazón fuera una bomba de relojería. Entonces lamía el pelaje áspero de las horas hasta calmar su desasosiego lunático. Sus mañanas eran somnolientas y plácidas, como los días tibios y dorados de otoño, pero al anochecer encendía motores como un avión antes de emprender un vuelo transoceánico. Era su hora mágica. Exploraba la casa, salía de cacería, acechaba el cielo y se asomaba al balcón Casablanca, donde se confundía con los espías dobles y los...