E-Book, Spanisch, Band 6, 192 Seiten
Reihe: Ficciones
Almarcegui La memoria del cuerpo
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-17425-57-9
Verlag: Fórcola Ediciones, S.L.
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 6, 192 Seiten
Reihe: Ficciones
ISBN: 978-84-17425-57-9
Verlag: Fórcola Ediciones, S.L.
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
'Patricia Almarcegui es una de las voces más sensibles y hermosas en nuestro país. Sus libros, imbuidos de una arrebatadora melancolía, poseen una altísima calidad literaria.' Jacinto Antón, El País ¿Cuántas veces nos habremos preguntado qué habría sido de nuestra vida si hubiésemos tomado ciertas decisiones de modo distinto a lo que finalmente hicimos? '¿Y si, en vez de continuar estudiando en Zaragoza -se preguntó Patricia Almarcegui al concebir esta novela- me hubiera marchado de adolescente a Rusia y me hubiera convertido en la primera española que entra en el Teatro Mariinski de San Petersburgo, el ballet más importante del mundo?' La memoria del cuerpo responde a esta pregunta, en un ejercicio que tensa la literatura para comprobar si se puede crear una determinada experiencia: la de una vida que no se llegó a vivir, pero que tuvo la consistencia real de un deseo. Estas páginas permiten vivir a su autora aquella experiencia: una vida como primera bailarina. Desde su retiro en San Petersburgo, a los cincuenta años, la bailarina protagonista de La memoria del cuerpo rememora su vida a través del amor, de su cuerpo y, sobre todo, de la música, a la que estas páginas rinden especial homenaje -la autora nos propone, en la lectura de cada una de las cuatro partes de la novela, una pieza concreta para escuchar de fondo-. De nuevo otro ejercicio en el que se tensa la literatura y el lenguaje. En estas memorias ficticias asistimos como testigos a una vida entregada a la danza, y participamos de las experiencias más íntimas, preciosistas y dolorosas de su protagonista. Con el telón de fondo de la ciudad del Neva, sus palacios, teatros y avenidas, se suceden sus reflexiones sobre la ambición y la competitividad; la fama y el sacrificio; el abandono del país de origen por motivos profesionales y culturales; las relaciones personales truncadas por una profesión absorbente; el placer y el deseo; y, sobre todo, ese tema innombrable para las mujeres: la decadencia del cuerpo por el paso del tiempo. El tiempo: 'cuando nuestra vida pasa sin más, es una pura nada, y de pronto sólo lo sentimos a él'.
Patricia Almarcegui es novelista, ensayista y profesora universitaria de literatura comparada. Su investigación se centra especialmente en la estética literaria, los estudios culturales y la literatura de viajes. Publica habitualmente en Jot Down, Quimera, Cuadernos Hispanoamericanos, Revista de Occidente, ABC Cultural, eldiario.es y La Vanguardia. Entre sus últimos libros destacan: El pintor y la viajera (2011); El sentido del viaje (2013, Segundo Premio de Ensayo Fray Luis de León); Escuchar Irán (2016) y Una viajera por Asia Central (2016). En Fórcola ha publicado la novela La memoria del cuerpo (2017) y el libro de viajes Conocer Irán (2018). Ha viajado y residido en Egipto, Yemen, Uzbekistán, Sri Lanka, Kirguistán, Japón, India, e Irán.
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El triunfo
El invierno en San Petersburgo es feroz. La nieve y el hielo se confunden y forman un único horizonte. La ciudad se desangra. Parece que la primavera se ha olvidado para siempre de ella. El primer invierno creí que no lo aguantaría. Nunca había visto tanta nieve. No entendía cómo la gente se atrevía a salir a la calle y dejar las mejillas al viento. Mis amigas me tuvieron que enseñar cómo debía cubrirme. Pero yo solo quería volver al sur. Era tan ingrato. Llegué a soñar con que podía hibernar. Dormir todo el invierno como un animal y despertarme con el deshielo. Sin embargo, ahora me gusta, me he acostumbrado. No me imagino unas fiestas navideñas sin hielo, sin nieve, sin las luces rojas y naranjas de los mercadillos que guían a los caminantes por la ciudad pálida. Aquel invierno mentí a Olga. Me inventé excusas para no pisar la calle con ella los fines de semana. Lo intentaba pero no entendía el invierno de San Petersburgo. Creí que podría aguantar hasta la primavera sin salir de la academia pero un día, viendo caer los copos de nieve entre las columnas neoclásicas del patio, se me ocurrió abrir la ventana para oírlos. No hacían ruido. Caían con la levedad de otro elemento. Me abrigué y bajé al patio. Acerqué mi oído al suelo e intenté sentirlos. Nada, no se oía nada. Caían como en un sueño de invierno de un cuento ruso. Salí a la calle para ver si allí se podían oír. Pero no lo conseguí. Entonces me di cuenta. El cisne blanco debía posarse en el suelo de la misma manera: como en un sueño. Nunca he vuelto a ver una nieve tan blanca. Aún hoy me gusta mirar cuando empieza a nevar, pero el suelo se vuelve gris enseguida y da el mismo color a la nieve, que sigue cayendo impura. Lo que más desearía es que el Neva se helara como cuando era joven, igual que una lengua exangüe e inútil que separa a los habitantes de una y otra parte de la ciudad. A mis sobrinos les he contado que en invierno hace tanto frío, que el río se hiela y se puede cruzar caminando desde el Hermitage hasta la fortaleza de San Pedro y San Pablo. Dicen que les avise cuando eso ocurra y que vendrán a verlo. Al año de entrar en la escuela hice mi primera Gala de Graduación. Una especie de festival de fin de curso en el que bailábamos, por fin, en un teatro. Solo podían participar los alumnos a partir del sexto curso y se hacía para que nos acostumbráramos a pisar el escenario. Era un ensayo para la vida artística. Llevábamos los vestidos que habían hecho los diseñadores de vestuario del Mariinski. Nos maquillábamos como nos habían enseñado en la clase de maquillaje. Nos peinaban las mismas peluqueras que a los primeros bailarines. Por primera vez, entrábamos en contacto con el público, aunque solo fueran los profesores y los padres. En fin, sufríamos casi como un primer bailarín, pero nos caíamos mucho más. A día de hoy sigo pensando que es el mejor ejercicio del Método Vagánova: obligar a los alumnos a bailar en un teatro y que tengan la misma responsabilidad que un bailarín del Mariinski. Se nos exigía el máximo. El primer año actué en grupo e hice lo mismo que habría correspondido a una bailarina solista de cualquier compañía. Interpreté el papel de la bailarina más famosa del siglo xix, Marie Taglioni, en el gran paso a cuatro del coreógrafo Jules Perrot. El ballet que simbolizaba y recogía la esencia del alma romántica. En 1845 lo interpretaron las cuatro mejores bailarinas del momento: Lucile Grahn, Carlotta Grisi, Fanny Cerrito y Marie Taglioni. La experiencia fue muy buena. Conseguí hacer todos los equilibrios sin caerme, aunque seguir la tradición me costó algo más. Debía bajar con cuidado de las zapatillas de punta, dulcemente, como si me sostuvieran por la cintura antes de llegar al suelo. Usé varias fotos de la Taglioni para documentarme. Tenía que imitar sus brazos, la parte más importante. Eran delicados y muy ligeros y, sobre todo, trabajar «la facilidad». El efecto que desprendían las fotos: hacer como si no costara nada. No sé si conseguí transmitir la sensación. ¡Era tan joven! Pero aún hoy, cuando escucho la música de Cesare Pugni me viene el recuerdo del movimiento de esos brazos y repito los port de bras en mi apartamento. En octavo hice mi primer paso a dos con Misha. Fue El pájaro azul del acto tercero de La bella durmiente con música de Chaikovski. Intenté ser tan vivaz e inquieta como la partitura. Ya entonces buscaba algo más que la técnica, que el entrenamiento, que lograr que los giros, los saltos y los equilibrios fuesen correctos. No fue bien. Los nervios me hicieron adelantarme a la música y dejé el escenario para entrar en las cajas antes de que terminara. La melodía siguió sonando en un tablado vacío durante varios segundos. Casi me muero de vergüenza. En noveno curso, el último de la carrera, interpreté cinco pasos a dos. Terminé agotada física y psicológicamente pero, creo, preparada para formar parte de un teatro. Ninguno de ellos era El lago de los cisnes, pero pude bailar El corsario. Hacía dos años que tenía una profesora asistente. Era Petrova, la profesora que había tenido desde mi primer curso en la academia. ¿Qué puedo decir de ella? Que era durísima. No he olvidado lo que me dijo en el primer ensayo. –No se olvide nunca de que la danza es sobre todo un ejercicio intelectual. Quizá por eso no me ayudó nunca emocionalmente. Ni una palabra de apoyo antes de salir al escenario, ni un gesto de aprobación tras terminar los solos o variaciones, ni una frase para animarme tras un resbalón o una caída. Todo era responsabilidad mía. Sin embargo, Petrova me hizo respetar el escenario como jamás lo habría hecho. La última gala antes de graduarme se celebró en el Teatro del Hermitage. ¡Cómo les habría gustado a mis padres verme bailar en ese edificio maravilloso! Era uno de los más emblemáticos de Rusia y estaba dentro del museo. Lo construyó Giacomo Quarenghi entre 1783 y 1787. La primera vez que lo pisé no lo hice por las puertas reservadas para los artistas. Me confundí y entré por el museo. Me reconocieron como bailarina de la academia y un vigilante me acompañó al escenario. No solo iba a pisar el Teatro del Hermitage sino que además pude pasear por las salas vacías del museo, que acababan de cerrar. Iba detrás de él y aprovechaba para mirar de reojo el silencio de las salas, y adivinar lo que serían mis cuadros preferidos. He ido al museo mil veces desde entonces. Reconozco a los autores solo por el destello de los colores que desprenden las salas cuando camino por los pasillos. Ese día dejé a mi derecha los verdes de Rembrandt. Entré en el teatro por el patio de butacas. No he conocido nunca un escenario más coqueto. Estaba decorado con varias columnas corintias entre las que se alternaban las esculturas de Apolo y las nueve musas. Encima de ellas, habían colocado grandes medallones en relieve con las imágenes de los autores teatrales más famosos: Voltaire, Racine… Estaba mirando el de Sumarókov cuando oí a Olga desde el escenario: –¿Qué haces ahí? –Estamos en el Hermitage… –Venga, date prisa. ¡Empezamos ya! Han abierto el teatro para nosotros y solo tenemos tres horas para ensayar. Y se puso a dar pequeños saltos y a cruzar los pies entre sí haciendo baterías, mientras giraba el cuello de derecha a izquierda. Ensayaba los pequeños cisnes de El lago de los cisnes, uno de cuyos papeles iba a interpretar. Hacía mucho frío. Los teatros están siempre helados y son incómodos. Como si dieran por sabida su belleza y no pudieran ofrecer nada más: fríos, oscuros, laberínticos. Me cambié y me puse el maillot, las mallas, el tutú, un pañuelo negro en el cuello y un gorro. Soplé en mis manos y las froté entre los muslos para darme calor. Empecé a saltar mientras sacudía los brazos y las piernas como un espantapájaros. Misha me sonrió y se acercó desde el otro lado del escenario. –¿Tienes frío? –Sí. ¿Por qué no ponen la calefacción en los ensayos? –No te preocupes. Se frotó las manos y luego me las puso en las mejillas con cuidado. Sentí el calor. También el rojo de sus labios. Me sonrojé y bajé los ojos. –¡Empezamos! –gritó Petrova desde el patio de butacas. Noté un destello blanco desde las cajas de enfrente. Miré hacia allí: –¿Has visto? –dijo Misha. –¿Qué? –Irina. Entre cajas, si las miradas matasen… –¿No te habrá mirado a ti? –¿A mí? A Medora es a quien mira. Lo que daría por hacer el primer papel de El corsario en tu lugar. Ten cuidado, a lo mejor hace alguna tontería. Hicimos unos ejercicios entre bambalinas para calentar los músculos antes de ensayar por única vez El corsario. Olga sabía que estaba nerviosa e intentó animarme. –Te va a salir bien. Repite conmigo antes de pisar el escenario: «Va a salir perfecto, va a salir perfecto». Al día siguiente volví al teatro. No tenía ensayo pero quería verlo, pisarlo otra vez, antes de la actuación. La sala estaba cerrada pero la cafetería del sótano, no. Allí comían los empleados y servía como bar para las actuaciones. Había una barra con bebida y comida. De pronto, sentí mucha hambre. Todo tenía un aspecto fresco y delicioso. La sopa oscura humeaba. La remolacha brillaba entre los platos como si fuera la primera vez que veía el color del vino. Las patatas cocidas desprendían un olor apetitoso. Los huevos duros tenían la yema más grande que la clara e incluso el...