E-Book, Spanisch, Band 148, 288 Seiten
Reihe: Impedimenta
Allingham El signo del miedo
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-17115-35-7
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 148, 288 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-17115-35-7
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Una apasionante aventura para el aristocrático y excéntrico detective Albert Campion, uno de los más singulares héroes de la narrativa negra inglesa del XX, un personaje adorado por Agatha Christie, Iris Murdoch o A. S. Byatt. Una obra maestra del suspense y el humor. Guffy Randall, un joven aristócrata inglés, no sale de su sorpresa cuando se encuentra con el Paladín Hereditario de Averna y parte de su corte en un hotel de la Costa Azul. Y es que ese flamante heredero no es otro que su viejo amigo Albert Campion, un caballero de alta cuna que se esconde tras un pseudónimo para poder ejercer de forma anónima su profesión de detective. Campion, acompañado de tres camaradas tan peculiares como él y de su fiel sirviente Magersfontein Lugg, un antiguo ladrón dado a los métodos expeditivos, se enfrenta esta vez a la misión de probar que el reino de Averna, un minúsculo y pintoresco principado situado a orillas del Adriático, pertenece a la Corona inglesa. Para ello se verá obligado a viajar a Pontisbright, una aldea en la que se topará con grandes misterios, adolescentes precoces que se visten con telas de cortinas y cadáveres por doquier. Una apasionante aventura para el aristocrático y excéntrico detective Albert Campion, uno de los más singulares héroes de la narrativa negra inglesa del XX, un personaje adorado por Agatha Christie, Iris Murdoch o A. S. Byatt. Una obra maestra del suspense y el humor.
Margery Allingham nació en Londres, en 1904. Hija mayor de una familia de escritores que consideraba que la literatura era la única manera lícita de ganarse la vida, publicó su primer cuento a la edad de ocho años, su primera novela a los diecinueve y su primera obra policíaca a punto de cumplir los veinte.
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CAPÍTULO I
EN CONFIANZA En la fachada luminosa y amarilla del Hôtel Beauregard, Menton, se abrió despacio un ventanuco por el que salió una mano, que, tras depositar una pequeña maleta marrón sobre el alféizar, desapareció rápidamente. Guffy Randall, que en ese momento dejaba que su coche descendiese con lentitud la suave pendiente que le conduciría hasta la pronunciada curva que lo llevaría a la fachada principal del hotel, donde le aguardaba el almuerzo, se detuvo y observó la ventana ahora cerrada y la bolsa con ese aire de interés cortés pero negligente que le caracterizaba. No le parecía muy sensato eso de dejar una maletita marrón sobre el alféizar de una ventana cerrada de un primer piso. El Sr. Randall era rígido, nórdico y lógico, pero también estaba bendecido por el don de la curiosidad, de manera que aún se encontraba contemplando distraídamente la pared del hotel, cuando se produjo un nuevo incidente. Un hombrecillo con un traje marrón abandonaba el edificio por una ventana de la planta baja que se había abierto con sumo cuidado. Era una ventana muy pequeña, y el inusual prófugo parecía más ansioso por observar lo que dejaba atrás que por ver por dónde iba, de manera que salió sacando primero los pies y apoyando después las rodillas en el alféizar. Se movía con notable agilidad, y cuál no sería la sorpresa del Sr. Randall cuando descubrió que una mano introducía lo que sin duda alguna era un revólver en un bolsillo trasero ya de por sí tirante. Tan solo un instante después, el recién llegado ya había cerrado la ventana, se había puesto en pie con cuidado y, con la ayuda de la abrazadera de una cañería, había trepado hasta el primer piso para recuperar la maleta. Acto seguido, se dejó caer silenciosamente sobre el camino polvoriento y salió corriendo. El joven alcanzó a avistar un rostro pequeño, rosado y ratonil en el que destacaban unos ojos asustados e inyectados en sangre. Naturalmente, se le pasó por la cabeza la explicación evidente, pero no podía evitar sentir la habitual desconfianza que todo inglés que se encuentra en el extranjero experimenta ante los sistemas judiciales que no entiende, unida además a un enorme pavor a verse involucrado en ellos de alguna manera. Para colmo, estaba muerto de hambre. El día era caluroso e invitaba a la pereza como solo puede hacerlo un día en la Costa Azul en temporada baja, y, además, él no sentía especial animadversión hacia los huéspedes insolventes que se ven obligados a recurrir a métodos de salida poco dignos mientras ello no le supusiese molestia alguna. Así pues, tomó despacio la curva de la calle flanqueada por palmeras que rodeaba la bahía con su Lagonda y atravesó lentamente las floridas puertas de hierro de la entrada del hotel. Cuando al fin detuvo el coche en el amplio aparcamiento de grava, observó con alivio que el hotel no estaba ni mucho menos al completo. Rugby, Oxford y la vida en el campo habían hecho de Guffy Randall, a sus veintiocho años, un ejemplar casi perfecto del joven apasionado por la vida. Era amigable, educado y elitista hasta rozar lo cómico, pero, a pesar de sus defectos, resultaba una persona bastante encantadora. Su alegre cara redonda no era particularmente distinguida, pero tenía los ojos muy azules, francos y amables, y una sonrisa irresistible. Acababa de regresar a Inglaterra tras un arduo viaje. Se había visto obligado a llevar a una tía viuda e inválida a un balneario italiano, pero, habiéndola depositado ya sana y salva en su destino, en esos momentos se dirigía tranquilamente hacia su hogar siguiendo la ruta de la costa. Nada más poner un pie en el fresco y florido vestíbulo del Beauregard, comenzó a sentir remordimientos de conciencia. Recordaba bien el sitio, y no podía quitarse de la cabeza el bonachón rostro del pequeño M. Étienne Fleury, el director del hotel. Y es que uno de los encantos de Guffy era que hacía amistades allá por donde pasara, y con toda suerte de personas. M. Fleury, recordó entonces, siempre había sido el más amable y servicial de los anfitriones. En una ocasión anterior, incluso había llegado a ofrecer desinteresadamente su pequeña reserva de coñac Napoleón para un brindis en una reunión de despedida, al final de una temporada frenética. Dadas las circunstancias, reflexionó, lo menos que podía haber hecho por él cuando descubrió al desconocido que abandonaba el edificio misteriosamente era haber dado la voz de alarma, o, mejor aún, haberlo perseguido y aprehendido. Arrepentido y molesto consigo mismo, el joven decidió poner remedio a su omisión de alguna manera, y le entregó su tarjeta al recepcionista pidiéndole que se la hiciera llegar inmediatamente al director. M. Fleury era toda una personalidad en el pequeño mundo que circunscribían las paredes del Beauregard. La mayoría de los huéspedes pasaban quincenas enteras en el hotel sin siquiera llegar a ver al augusto querubín, que prefería dirigir a sus subalternos desde bambalinas. No obstante, el joven Sr. Randall tardó escasos minutos en acceder al pequeño santuario recubierto de caoba que se encontraba en el lado del patio delantero donde daba el sol y encontrarse en compañía del mismísimo M. Fleury. Este le estrechó la mano vigorosamente mientras emitía una especie de trinos como muestra de bienvenida y aprecio. M. Fleury tenía un tipo definitivamente ovoide. Desde lo alto de su brillante cabeza, su silueta descendía ensanchándose con suavidad alcanzando su diámetro máximo al nivel de los bolsillos, punto en el cual comenzaba a menguar paulatinamente con elegancia hasta llegar a los tacones de sus inmaculados zapatos. Guffy recordó entonces que en la anterior ocasión en que se alojó en el hotel alguien había bromeado diciendo que para que M. Fleury se sostuviera en pie tenían que haberle dado un ligero golpe en la base, como al huevo de Colón. Por lo demás, era un hombre prudente y afable que entendía de vinos y profesaba una devoción incondicional a la santidad de la noblesse. Guffy se percató al instante de que M. Fleury se alegraba más de verlo de lo habitual. Había parte de alivio en su bienvenida, como si el joven fuera más un libertador que un futuro huésped. De hecho, lo que le relató a continuación consiguió apartar de su mente todo recuerdo de la inusual salida de la que acababa de ser testigo. —Nombre de un nombre de un buen hombre —dijo el gerente en su idioma—… Es para mí más que evidente que usted, mi querido monsieur Randall, ha aparecido aquí por intervención expresa de la mismísima Providencia. —¿De verdad? —dijo Guffy, cuyo francés dejaba mucho que desear, y que solo había entendido la última parte de la frase—. ¿Es que ocurre algo? M. Fleury movió las manos con desaprobación y, durante un instante, una arruga alteró la tranquilidad de su frente. —No sé —respondió—. Cuando ha entrado, estaba en un brete… Totalmente desconcertado, como diría usted. Y, entonces, me he topado con su nombre en la tarjeta de visita y me he dicho: «¡He aquí mi libertador! ¡He aquí el hombre entre los hombres que me ha de ayudar». La noblesse no tiene secretos para usted, M. Randall. No existe en el mundo ningún aspirante a ostentar un título nobiliario a quien usted no conozca. —Oiga, yo no estaría tan seguro de eso… —repuso Guffy, rápidamente. —Bueno, dejémoslo en nadie realmente importante. Entonces M. Fleury se volvió hacia su escritorio. Solo en ese momento su visitante reparó en que ese reluciente despacho, normalmente inmaculado, estaba sembrado de libros de consulta, casi todos ellos volúmenes antiguos, pringosos por el uso frecuente, entre los que distinguió dos ejemplares de Burke y Dod.[1] Un gran pañuelo de bolsillo con un escudo bordado se extendía sobre un cuadrado de papel de seda que se encontraba encima de una guía de teléfonos de Londres. —¡Puede hacerse una idea de mi absoluto desconcierto…! —exclamó M. Fleury—. Pero deje que le explique… Con el aire de quien está ansioso por relatar sus problemas, pero no sin ofrecer la debida compensación a la sensibilidad de su oyente, el gerente sacó dos vasos y una licorera de un pequeño aparador empotrado. Unos segundos más tarde, Guffy se encontró paladeando un amontillado excepcional mientras escuchaba las palabras de su anfitrión. M. Fleury, que tenía un sexto sentido para la farsa, abrió un enorme libro de registro y le señaló tres nombres en mitad de la última página. —El Sr. Jones, el Sr. Robinson y el Sr. Brown, de Londres —le-yó—. ¿No le resulta sospechoso? Yo no nací ayer… Y tampoco me chupo el dedo. En cuanto Léon me enseñó el libro de registros, me dije: «¡Ah, aquí hay gato encerrado!». A pesar de que Guffy estaba deseando felicitar a M. Fleury por sus dotes detectivescas, aunque solo fuera en agradecimiento por el jerez, lo cierto es que no estaba demasiado impresionado. —No he oído hablar de ellos en mi vida —dijo. —Espere… —M. Fleury levantó un dedo hacia el cielo—. He estado observando a estos visitantes. Los tres son jóvenes y, sin ninguna duda, pertenecen a la noblesse… Uno de ellos, en concreto, tiene…, cómo decirlo…, esa actitud… Los otros lo atienden con esmero y la deferencia típica de unos cortesanos. En cuanto al criado, es misterioso… —El francés se detuvo—. Aunque eso… —prosiguió,...