Alighieri | La Divina Comedia | E-Book | www2.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 565 Seiten

Reihe: Literatura universal

Alighieri La Divina Comedia

Infierno, Purgatorio y Paraíso
1. Auflage 2025
ISBN: 978-84-7254-542-7
Verlag: Century Carroggio
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

Infierno, Purgatorio y Paraíso

E-Book, Spanisch, 565 Seiten

Reihe: Literatura universal

ISBN: 978-84-7254-542-7
Verlag: Century Carroggio
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Considerada una de las obras maestras de la literatura italiana y universal, Dante resume en ella todo el amplio conocimiento acumulado durante siglos, desde los antiguos clásicos hasta el mundo medieval; su fe religiosa y sus convicciones morales y filosóficas. El protagonista es el propio autor, Dante, quien acompañado por su musa Beatriz y Virgilio inicia un apasionante viaje al Infierno, Purgatorio y Paraíso. La presente edición incluye un profundo estudio de la obra y su contexto realizado por Dionisio Ridruejo, así como numerosas notas que ayudan a entender quiénes eran los personajes mencionados.

Dante Alighieri, (1265-1321), fue un poeta y escritor italiano, conocido por escribir la Divina comedia, una de las obras fundamentales de la transición del pensamiento medieval al renacentista y una de las cumbres de la literatura universal. Participó en las luchas políticas de su tiempo, y fue un activo defensor de la unidad italiana. Escribió sobre literatura, política y filosofía. Defendió la necesidad de la existencia de un Sacro Imperio Romano y la separación de la Iglesia y el Estado. Apodado «el Poeta Supremo», también se le considera el «padre del idioma italiano». Su primera biografía fue escrita por Giovanni Boccaccio (1313-1375).
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PRESENTACIÓN
LA SITUACIÓN HISTÓRICA DEL DANTE Y PETRARCA
por
Dionisio Ridruejo
Entre el nacimiento de Dante Alighieri (1265) y la muerte de Francesco Petrarca (1374) transcurre un siglo y una década. En el comedio de este lapso se suelen situar la plenitud, ya crítica, de la Edad Media y el comienzo del antepórtico renacentista que precede a la Edad Moderna, fechada, con óptica europea, en 1453, año de la ocupación de Constantinopla por los turcos. Lo que equivale a decir que la Edad Media discurre entre la disgregación del Imperio Romano en Occidente y su liquidación completa en Oriente. Si bien el Renacimiento la concebirá también como una cesura entre la antigüedad modélica y su deseada restauración. Que ello no sea del todo convincente lo demuestra el hecho de que las llamadas «historias nacionales» suelen corregir aquella fecha sustituyéndola por algún acontecimiento propio decisivo para su constitución interior, con lo que dan a entender que la Edad Media no ha sido para cada pueblo europeo una cesura sino un periodo constituyente. Todo ello nos induce a una saludable relatividad sobre el valor del comodín historiográfico que es la división del proceso histórico por Edades (Antigua, Media, Moderna y Contemporánea) que, por otra parte, no parece idóneo para dar cuenta de la evolución histórica de la humanidad tomada en su conjunto. Pero este último escolio hemos de dejarlo aparte a pesar de su gran interés. Porque tiene interés saber si la historia es, de suyo, universal. Las ideas de atraso, puntualidad o adelanto histórico que todos los días aplicamos en cada país a una porción de él, en cada grupo cultural a uno u otro de sus pueblos y en el Planeta a las diversas culturas, parecen responder a esa pregunta con un apriorismo afirmativo. Pero la intensificación de las comunicaciones en nuestro siglo está produciendo ante nuestros ojos fenómenos de mutación -no ya de aceleración-  en la secuencia histórica y así vemos saltar culturas que imaginamos primitivas al nivel de culturas actuales, mientras contemplamos también situaciones policrónicas donde coexisten estructuras y vigencias que presentan notas de todas las edades teóricas de nuestra propia cultura; quiero decir, de la cultura que reivindica una «antigüedad común». El hecho es, sin embargo, irrelevante para nuestro objeto: que es el de fijar los rasgos de la época o, dicho con más precisión, de la situación histórica en que vivieron los dos grandes poetas italianos con cuyos nombres hemos iniciado este escrito. Estos creyeron, pensaron, esperaron y obraron como si el mundo que reivindicaba la doble tradición «antigua» (la hebraica y la grecolatina sinoptizadas en la tradición romana) fuera todo el mundo y los hombres conformados por ella fueran todos los hombres. Para ese mundo y esos hombres soñó Dante un orden y Petrarca un humanismo. Si queremos entenderlos no podremos salir del círculo que ellos mismos se trazaron, aunque nos sea imposible ajustarnos rigurosamente a él. Me explicaré.
Como quiera que se considere, la sucesión de situaciones (y no unidad de duración) que es la Edad Media es la que va configurando la realidad de los que llamamos hoy pueblos europeos. Cuando más tarde estos pueblos hayan descrito, con más o menos precisión, su espacio propio, la imaginación renacentista (no importa repetirlo) pensará la Edad Media como una especie de invierno penitencial que separa lo que murió de lo que resucita. Será el momento en que el pensamiento naturalista de los griegos (ciclos, retornos) dominará, contradiciéndolo, al historicista hebraico (linealidad progresiva en busca de una plenitud de los tiempos), equivocándose de medio a medio. Equivocándose y contradiciéndose, pues el Renacimiento vive aún con esperanza cristiana. Esta contradicción la advertiremos ya en el Dante cuando, por una parte, ve el modelo romano como un verano histórico -una primera sazón- que debe retornar y, por otra parte, se las arregla para interpretar proféticamente ese retorno como el tiempo prometido de la parusía y el antepórtico de la consumación metahistórica de los tiempos. En ambas concepciones su pensamiento se hará utópico y será difícil asimilarlo a la concepción historiográfica, basada científicamente en la experiencia que hoy tenemos de la historia después de varios siglos de trabajo desmitificador. Porque, como pensaban los hebreos -y algún que otro Heráclito-, la historia es curso procesual y, por otra parte, es dudoso que se dirija a un cumplimiento último e irreversible en el tiempo. Más bien se diría que, como solía pensarse con pensamiento cristiano, la plenitud de los tiempos no pertenezca al dominio de Cronos. Por lo que se refiere a Dante, como veremos, esta doble y discorde ilusión de la restauración romana y del reino temporal del Espíritu Santo le impidió discernir lo que, por de pronto, pasaba: la madurez de los pueblos en que, como en tierra de sembradura, había ido cayendo semilla nueva al disgregarse la romanidad. Por ello, aunque los sucesores renacentistas del Dante, aún medieval, no dejarían de seguir utilizando a Roma como vaciado para remodelar las nuevas entidades políticas, esas Romas -que negaban el modelo por el hecho de ser varias- desearían todas ser la única, lo cual justificaría las tremendas colisiones europeas, que han durado hasta ayer mismo y se han alimentado de la imaginación de unos cuantos pueblos que no terminaban de resignarse a su verdadera identidad. Como veremos luego, de Dante a Petrarca hay ya ese paso de la Roma única extinta a la Roma reivindicada por cada cual.
El trabajo de la Edad Media fue lento y con alguna frecuencia ignorante de su objeto y hasta despreciador de sus propios factores. En todo caso, el siglo XIII, en cuya última década se inicia la madurez de Dante, será un siglo históricamente decisivo porque en él se consuma la transferencia del centro cultural del mundo a los pueblos de Europa, pueblos que sólo entonces toman plenamente conciencia de su comunidad y de su diversidad. Por eso los dos siglos siguientes serán tan ricos en novedades como en agitaciones.
En rigor hay que distinguir, cuando menos, cuatro sub-edades en el largo proceso medieval y así suelen hacerlo muchos historiadores.
Para fijar los comienzos de la Edad Media puede elegirse cualquiera de estas fechas: el 406, en que entran los vándalos y los suevos del Este en el espacio romanizado y cristianizado de la Galia romana. El 410 en que Alarico ha ocupado fugazmente Roma. El 412 en que comienza San Agustín a escribir La Ciudad de Dios, citando a la humanidad para el otro mundo. Sólo, sin embargo, en 476 Rómulo Augústulo da por finiquitado el Imperio Romano de Occidente. Pero el Imperio Romano continúa en Bizancio. Durante dos siglos largos el centro cultural del mundo cristiano pasa a la Roma oriental, aunque la cabeza de la Iglesia -que todavía es una, si bien acosada de herejías- continúa en Roma o, al menos, en Italia. Por otra parte, el dominio bizantino no ha abandonado por completo la península latina que aún puede romanizar a algunos bárbaros, como el ostrogodo Teodorico, o alojar legados del basileus Justiniano -que también roba espacio a los visigodos en la Bética hispánica- y de sus sucesores. Bizancio confina, al Este, con el reino sasánida de Persia y comparte con él los dominios de la antigua Siria donde la vida cultural cristiana, si no ortodoxa, es vivísima. Persia, amenazada constantemente por sus propios bárbaros (avaros, turcos, hunos meridionales) ha de aceptar la firmeza de su frontera occidental, mientras se abre al comercio que la comunica con la India y, a través de ella, con la China, ambas por entonces en el cenit de sus civilizaciones. Por el Oeste, Bizancio cubre todo el antiguo mundo alejandrino (Palestina, Egipto, Cartago, Berbería y -en Europa-  toda la Turquía actual con parte de la Mesopotamia, Grecia, buena parte de Italia y un trozo de Hispania. Los bárbaros -especialmente los lombardos- le hacen retroceder en Italia con suerte alternativa. Los lombardos han conseguido en el Norte (Pavía) un fuerte asentamiento, que sólo domarán los francos imperiales de Carlomagno. Los eslavos húngaros combaten en las regiones del Véneto actual, y otros eslavos y avaros (especialmente los búlgaros) atacan a Bizancio desde la ribera superior del mar Negro. La situación, sin embargo, se mantiene estable hasta la eclosión del Islam ya avanzado el siglo VII. Entretanto, la Europa central sufre las oleadas sucesivas de los invasores no romanizados ni cristianizados que montan sobre las antiguas poblaciones de bárbaros asociados al Imperio y fieles a la Iglesia romana. Normandos, sajones, prusianos, eslavos y hunos, van apretando a los alanos, vándalos, francos, merovingios, ostrogodos o visigodos que les precedieron. No hay la menor estabilidad para la población sedentaria y productiva. La economía se envilece, los principios de organización son meras situaciones de hecho, la cultura se hace ruda y, si se compara la vida de los cristianos sectarios u ortodoxos de Siria o Alejandría con los clérigos y monjes de Germanía o las Galias, el resultado es desolador para estos últimos. Sólo en la España visigótica y en los monasterios britanos se conserva alguna luz. Los señores armados son brutales, los siervos pobres, los clérigos ignorantes. Es la llamada Edad de Hierro.
La segunda etapa medieval se inicia con el ataque del Islam que tiene un carácter eruptivo casi incomprensible. Una adaptación...



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