Alfaro | El abismo que me acecha | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 252 Seiten

Reihe: Astiro

Alfaro El abismo que me acecha


Alberdania
ISBN: 978-84-9868-869-6
Verlag: Alberdania
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 252 Seiten

Reihe: Astiro

ISBN: 978-84-9868-869-6
Verlag: Alberdania
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Gerardo es un profesor de ingeniería que ya no espera demasiado de la vida. Recién jubilado y viudo, para ocupar su tiempo, comienza a colaborar en una oenegé dedicada a asistir a enfermos terminales. En el hospital donde acompaña a Antonio, un empresario desahuciado, conoce a su hija Claudia, arrebatadoramente atractiva, que mantiene una conflictiva relación con su padre. Las atenciones que le dedica Claudia lo encandilan y reavivan deseos y esperanzas que ya había enterrado. ¿Por qué no?, se pregunta. Sólo después se da cuenta de que ella lo ha utilizado y descubre la razón por la que Antonio sentía miedo de su hija. Pero ya es demasiado tarde. Fascinado por ella, se ha convertido sin quererlo en cómplice del asesinato del paciente al que debía cuidar. Lo que sucedió en la habitación 302 será una carga sobre su conciencia que habrá de acompañarlo en lo que le quede de vida.

EMILIO ALFARO (Mendigorria, Navarra, 1955). Periodista de larga experiencia en distintos ámbitos y medios nacionales y del País Vasco, desarrolla desde su jubilación una intensa actividad literaria. Comenzó su trayectoria profesional en el diario El Correo de Bilbao, donde fue, en distintas etapas, cronista político, reportero y coordinador de reportajes y jefe de Opinión. Ha sido también responsable de Comunicación del Gobierno Vasco con los lehendakaris José Antonio Ardanza y Patxi López. En el diario El País trabajó en una primera etapa como cronista político en Madrid, y posteriormente fue jefe de Redacción en el País Vasco y escribió numerosas crónicas y análisis sobre las tensiones nacionalistas, el problema de la violencia en Euskadi y otras cuestiones. Matar, amar (Alberdania, 2022), una ficción en clave trágica sobre la culpa y la posibilidad de redención ambientada en los años del terrorismo de ETA, fue su primera novela publicada, con críticas muy positivas en suplementos literarios y páginas de cultura.
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UNO

Existe el mal. Yo puedo atestiguarlo. Lo conocí.

No me refiero al mal en su dimensión ontológica ni en la versión pedestre y escolástica que nos enseñaron en las clases de filosofía del bachillerato y que, si no me falla la memoria, lo definía precariamente como la “ausencia del bien”; tampoco, a la maldad institucionalizada, hecha ideología y maquinaria de poder, que ha triturado cuerpos y almas a lo largo de la historia. Me refiero al mal con minúscula, el que habita y medra entre nosotros como una sustancia propia, como una secreción enzimática; ese hálito maligno que nos es dado a conocer en algún momento de la vida, con el grado y la dimensión que corresponde a nuestras particulares circunstancias existenciales. Hablo de esa fuerza perturbadora que irradia de algunas personas y que es capaz de contaminar todo lo que toca y de arrastrar a los incautos atrapados por su aura hasta el pretil de la iniquidad y más allá. Hablo de una maldad doméstica, casi natural, nada diabólica y sí muy humana, aniquiladoramente humana, que crece en esas personas señaladas para acogerla sin un designio preconcebido, involuntariamente, sin mediar hechizo o maldición, y que las hace singulares. Porque el mal personificado, aunque lo huelas, aunque lo temas, puede ser extremadamente seductor y venir cargado de promesas. Como los colores rutilantes de las serpientes más venenosas. De eso puedo dar fe.

Yo conocí el mal asomándome a sus ojos color miel. Lo presentí, me estremeció, y no supe resistirme. Todavía hoy trato de desprenderme de ese influjo perturbador que sé que me va a acompañar y desquiciar en lo que me quede de vida, sabiendo como sé también que, al igual que un drogadicto inerme, si ella se presentara ante mí como entonces y me mirara como entonces me miró, yo mismo volvería a colocarme las cadenas y a arrojarme al abismo que me acecha en sueños.

Pero estoy hablando de unos hechos y circunstancias desconocidos para quien esté leyendo estas líneas. Quizá sea conveniente, también para el desquiciado discurrir de mis ideas, que empiece por donde todo comenzó.

Me veo hablando con José Luis, en su monacal despacho de la sede de la fundación: Aliento Solidario, anunciaba sin gracia el rótulo atornillado a la derecha de la puerta, al término casi de un largo pasillo ocupado por los locales que el municipio ha cedido a diversas asociaciones, en el piso primero del centro social del barrio. Me he acercado con más prevención que entusiasmo, para probar. Desde que me jubilé, fui amasando la intención de colaborar con alguna ONG. Si alguien me pregunta qué me movió a hacerlo, diría que me motivaba el deseo de aportar a la sociedad algo de lo que había recibido de ella. Qué sea ese algo y qué concibo como «la sociedad» es otra cuestión que no viene a cuento. Quería, para simplificar, compartir con los demás algo de lo que me sobra: tiempo.

Cuando vivía Rosa anticipamos muchos planes sobre lo que haríamos cuando llegáramos a la jubilación. Teníamos ya apalabrada y anotada la lista de países que visitaríamos, ordenados estos por años y grado de dificultad, de modo que los destinos más lejanos o trabajosos se situaban al principio, cuando todavía estuviéramos cargados de fuerzas y entusiasmo, y los más cercanos y cómodos quedaban para el final. No podíamos imaginar entonces, yo menos que ninguno de los dos, que unas células enloquecidas desbaratarían todo lo que habíamos planeado. Un desarreglo, un diagnóstico implacable, el viaje de despedida a Roma, clavado en mi memoria como un vía crucis, y un rápido apagarse que la morfina hizo indoloro solo para los sentidos de Rosa. Eso fue todo. Todavía no me he desacostumbrado de su compañía.

No es fácil seguir viviendo cuando te alteran el guion en la parte final de la película. Te sientes estafado; la vida descarrila de su sentido y dirección, tienes que inventarte un nuevo argumento para llegar al desenlace. Por eso, cuando cumplí los sesenta y cinco, no quise prolongar la docencia tres años más, tal como Rosa y yo habíamos acordado para esperar a que ella alcanzara la edad de jubilación. Santiago, el director del departamento, el bueno de Santi, me aconsejó que siguiera dando clases: «Te encuentras en plena forma, hombre». También me lo recomendó nuestro hijo, Carlos. Y Remedios. Creía yo que estaba superando el duelo y la ausencia de Rosa de forma ejemplar ante las miradas ajenas, forzándome a presentar hacia afuera una prestancia y entereza que estaba lejos de sentir dentro de mi piel, y resultó que todas las personas que mejor me conocían radiografiaron mi auténtico estado de ánimo. «Eso te distraerá, papá», me dijo Carlos. Pero no les hice caso.

En el vacío que me dejó la ausencia de mi mujer, a punto de cumplirse los cuarenta años de vida juntos, tuve que reconocer lo que durante todo ese tiempo me resistí a admitir: que no me gustaba la ingeniería en general ni la rama mecánica en particular, pese a haber dedicado tres cuartos de mi vida a tratar de interesar a mis alumnos en los sistemas de producción y fabricación industrial y a procurar estar yo mismo al día de los cambios incesantes que se dan en esta materia. Estudié ingeniería por influencia familiar, por satisfacer a mi padre. Para él, obrero sin cualificar en una fundición, tiznado siempre de polvo metálico y carbonilla, ser ingeniero era el , más que ser el Papa de Roma. «Este será ingeniero» era su forma de presentarme a la familia y a los conocidos cuando fui niño, e incluso cuando ya había empezado a estudiar en la universidad y me moría de vergüenza y de rabia. En su boca, pobre papá, la palabra tenía una connotación religiosa, casi divina. Me crie bajo su invocación, de modo que ni me planteé otra opción cuando en bachillerato tuve que decidirme por una de las dos ramas, por mucho que me resultaran más seductores los mundos de las humanidades que los de la ciencia seca.

Sí, estudié y fui ingeniero, si bien –y esta es mi involuntaria venganza sobre el determinismo familiar– no he llegado a pisar una fábrica ni a ejercer en una instalación industrial llena de fragores, calor resplandeciente y polvo en suspensión, donde habría sublimado la memoria de mi padre, su aspiración suprema. Las casualidades que se presentan en la vida, y sin duda las inclinaciones personales, llevaron mis pasos ingenieriles por la docencia, con el título de doctor. Frustré así el sueño de mi padre de mostrar a sus compañeros de la fundición que ese ingeniero joven que descendía olímpico desde las oficinas a la nave de laminación, con su bata y su casco blancos, era su hijo, sangre de su sangre, culminación de sus esfuerzos y sus sueños.

Me insistieron que siguiera en la Escuela unos años más, pero no: sin la presencia de Rosa no me sentí capaz de continuar dando clase y dirigiendo trabajos de fin de grado. Me despedí de la docencia a final de curso, sin nostalgia ni pena, por más que Santiago exagerara en el discurso de despedida lo que yo había significado para la Escuela y el hueco que dejaba en ella con mi retiro «prematuro».

Fue Remedios quien me puso sobre la pista de Aliento Solidario como una vía para encauzar la disposición que le había transmitido de dedicar algo de mi tiempo a una «actividad de carácter social»; creo que esas fueron mis palabras. Remedios ha sido la mejor amiga de Rosa. Médica como ella, soltera y sin relaciones sentimentales conocidas por nosotros, trabaja en otro servicio del hospital. Nunca sentí por ella una especial simpatía, una actitud que creía correspondida. Supongo que en ese sentimiento influyeron algo los celos. Durante muchos años me sentí relegado en su compañía, cuando ella y mi mujer creaban ese círculo femenino de confianza que resulta impenetrable para los varones, o comentaban historias y confidencias del hospital, territorio ignoto para mí. Incluso llegué a sospechar que su celibato vocacional y su amistad entregada a Rosa encubrían una inclinación lésbica reprimida. Alguna vez se lo llegué a comentar a mi mujer. «Los hombres lo miráis todo con el catalejo del sexo; no veis otra cosa en las relaciones entre dos personas», me respondió con enfado, aunque en el fondo divertida y halagada por mis recelos.

Sin embargo, mis reservas hacia ella cayeron durante la enfermedad de Rosa. Creo que, en esos cinco meses que le dio de plazo el cáncer de vesícula, Remedios estuvo más tiempo que yo a su lado, y he de reconocer sin reparos que sus atenciones y cuidados la ayudaron más a sobrellevar su dolencia que mis atribulados esfuerzos por negar lo irremediable. «Gerardo, que la enferma es ella», me recriminaba Remedios cuando me veía como alma en pena barzonear alrededor de Rosa en sus últimos días, anonadado por la conciencia de que nada se podía hacer; dejando patente que la irrelevancia masculina en el momento de asomarse a la vida opera también en el proceso antagónico de la despedida.

¿Pero cómo insuflar ánimos a una persona que sabe que se está muriendo si tú mismo te ves carente de ellos? ¿Qué esperanza puedes darle? ¿Cómo evitar que lea en tus ojos el anuncio fatal? No sé si Rosa le encomendó antes de morir que se ocupara a distancia de mí cuando ella faltara; lo verificable es que, tras su fallecimiento, Remedios me llama una vez al mes para tomar un café por el centro, para ir al cine o para dar un paseo por el parque de la Ribera cuando hace buen tiempo. No ha ganado para mí en atractivo físico –nunca la he visto maquillada desde que nos conocemos...



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