Alas / Nemo | Ensayos | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 3, 80 Seiten

Reihe: Ensayos

Alas / Nemo Ensayos


1. Auflage 2021
ISBN: 978-3-98647-140-8
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 3, 80 Seiten

Reihe: Ensayos

ISBN: 978-3-98647-140-8
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
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Bienvenido a la colección Ensayos. Una selección especial de la prosa de no ficción de autores influyentes y notables. Este libro reúne algunos de los mejores ensayos de Leopoldo Alas, sobre un amplio número de temas, incluyendo literatura, sociedad y muchos más. Leopoldo Alas, conocido por su seudónimo de Clarín, fue un escritor y jurista español. La agresividad crítica de Clarín y el cortante filo de sus opiniones estéticas contrastan con la cautela con que aborda su labor creadora. Muchas de sus obras más relevantes fueron publicadas por Tacet Books. El libro contiene los siguientes textos: - Amador De Los Ríos - Marcelino Menendez Pelayo - Tamayo - Del Teatro - El Libre Examen Y Nuestra Literatura Presente - Cavilaciones - La Opinión Pública - Un Prólogo De Valera - Pequeños Poemas - De Tal Palo Tal Astilla - De Burguesa A Cortesana - De Burguesa A Burguesa - Don Gonzalo González De La Gonzalera - Un Lunático - El Diablo En Semana Santa

Leopoldo García-Alas y Ureña apodado Clarín (Zamora, 25 de abril de 1852-Oviedo, 13 de junio de 1901), fue un escritor y jurista español. Catedrático primero en la Universidad de Zaragoza y más tarde en la de Oviedo, se desempeñó como crítico literario en la prensa periódica de la época, desde donde atacó con punzantes artículos a muchos literatos contemporáneos. Es conocido por su novela La Regenta.

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  Marcelino Menendez Pelayo
(CARTAS A UN ESTUDIANTE2)       Querido Tomás: Sabes por los periódicos que hace tiempo se publicó una biografía del que es hoy catedrático por oposición de la única cátedra que existe en España de Historia crítica de la literatura española. Las censuras que mereció esa biografía no podrías tú aplicarlas con justicia a esta semblanza en que quiero darte a conocer, tal como es, o como yo creo que es, al joven académico de la lengua. Ni yo pretendo que Menéndez Pelayo ofrece asunto propio para un estudio biográfico, propiamente tal, ni me mueve el interés de secta, ni escribo apologías, ni busco pretexto para zaherir a personajes ilustres escribiendo de la vida y obras del profesor de la Central. No he leído esa biografía, tan maltratada por la crítica, no la defiendo ni la impugno, pero sí digo que Menéndez Pelayo es ya tan digno como cualquiera, de una semblanza, y mejor si no ha de estar escrita por un sectario ciego, apasionado por el interés de partido. Desde luego aseguro que yo no te pareceré sospechoso; Menéndez Pelayo es tradicionalista, católico a macha martillo (son sus palabras); yo soy casi un demagogo, y «en punto a religión… la natural», como dijo el especiero de Espronceda. Y, sin embargo, cuando después de largos intervalos de tiempo nos vemos, Pelayo abre gozoso y expansivo los brazos para recibir en ellos al antiguo condiscípulo; y yo con placer acojo sus sinceras demostraciones de aprecio, y con alegría y entusiasmo admiro los progresos que en los meses o años trascurridos ha hecho el espíritu singular de mi buen amigo. Cada vez que le veo le encuentro con una lengua, muerta o viva, de más. Cuando él andaba tan ocupado con los asuntos de sus oposiciones, se me ocurrió preguntarle: y de griego, ¿qué tal? Precisamente el griego era lo que le tenía atareado. Lo sabía quizá mejor que el latín. ¡El griego! Tomás, ¿te acuerdas? ¿Te acuerdas de aquel griego que nos enseñaba aquel dómine que no lo sabía? ¿Te acuerdas de aquel lorito del vecino que decía ¡tuptoo!, ¡tuptooo!, a fuerza de oírselo repetir al buen dómine que marcaba el compás del arsis y la tesis sobre nuestras románticas espaldas con las nada clásicas disciplinas? ¿Tendrá la culpa aquel dómine de que ni tú ni yo seamos unos clásicos? Acaso no; quizá hemos nacido románticos; porque el mismo Pelayo, tuvo también dómines y pedantes que en vano pugnaron, sin quererlo, por destruir su innata vocación por las letras griegas y latinas. En su epístola a Horacio, digna de Moratín, y acaso de Argensola, recuerda las inhumanas letras del humanista de portal que en vano procuró matarle para siempre el gusto. Mucho tiempo después yo le he visto luchando con otro pedante de mayor cuantía, incapaz de conocer el gran talento de Pelayo que empezaba a dar sus frutos por entonces. Menéndez Pelayo pronunciaba el griego a la francesa, porque así se lo habían enseñado, y el gran pedante temblaba de indignación. Por lo demás el futuro colega del maestro sabía más que todos nosotros juntos. No sé lo que dirían los filósofos de los pasillos del Ateneo si me vieran descender a estos pormenores; ¡el griego, la cátedra, la pronunciación!… pero ¿qué tiene que ver todo eso con los intereses del país? Absolutamente nada. Pero yo no escribo al país, sino a un amigo que, como yo, desearía saber griego, y lo sabría de veras si se lo hubieran enseñado, humanamente, como hoy lo enseñaría Menéndez Pelayo, por ejemplo. Los que llaman al griego gringo tienen a Menéndez Pelayo por un erudito más de la clase de los mures; creen que todo se vuelve citas y que tiene los ojos cegados por el polvo de las bibliotecas, y que no ve, por consiguiente, la clara luz de la belleza. Verdad es que mi amigo anda a veces entre ese polvo; pero, como decía el Anticuario de Walter Scott, el polvo es inofensivo mientras no se meten con él; es verdad, el polvo ciega sólo a los que levantan polvareda. Hay eruditos así, que no aprecian un códice vetusto si no está comido de la polilla y con una vara de moho sobre el lomo; Dios les perdone la manía, y les conserve con ella y todo, porque son útiles. Menéndez Pelayo no es de ésos. Con imaginación más fresca y vigorosa que la que necesitan muchos jóvenes del día para imitar malamente a Campoamor o a Becker, Pelayo ve al través de los códices carcomidos, de los pedantes vivos y muertos, del polvo y de la herrumbre, ve levantarse las edades que fueron con vida real, con sus pasiones, sus ideas, sus propósitos, sus hazañas, su literatura y su nota dominante en el concierto de la historia. Pero, entre todas las historias y todas las literaturas, Menéndez Pelayo escoge las de Grecia y aún las del Lacio, en lo que estas conservan el espíritu y la forma de lo que imitaron. Con ser el profesor Pelayo tan buen católico, se le ve desechar esa tendencia de la estética cristiana a lo Chateaubriand, y con sentido más sólido y profundo remontarse al Renacimiento. Si es cierto que el cardenal Bembo despreciaba las epístolas de San Pablo por los barbarismos del lenguaje, Menéndez Pelayo, sin llegar a esa impiedad, siente dentro de sí todo el purismo que puede disculpar el desdén del italiano hacia cosa tan santa. Pelayo no tuvo como Chenier madre griega; pero, como el desgraciado poeta, quiere que imitemos a los antiguos porque sabe la diferencia que va de la imitación servil, fría y rebuscada, a ese espíritu de asimilación que escoge de todo lo bueno en todo el mundo, la flor, lo exquisito. Nada más necesario para nuestras letras, tal como andan, que ese estudia prudente y bien sentido de la civilización clásica y de su literatura; nada más digno de admiración que ese espíritu encarnado en un joven como Pelayo, que sin precedentes próximos, sin más atractivo poderoso y de cuenta que la propia inspiración, se arroja hoy por tan desusado camino, expuesto a que nadie lo siga y se aprecie mal y poco el valor de su esfuerzo. La desidia ha extendido mucho esas vanas teorías romancistas que se oponen a la resurrección de los verdaderos estudios clásicos; por eso hoy no es tan corriente como debiera la idea de que hay algo en el sentido de lo clásico, necesario para que la educación sea completa: hay un ritmo y un tono en la vida griega que hasta para la conducta de la vida ordinaria conviene: muchas cosas nuevas, y acaso superiores en el fondo, han aparecido en las literaturas románticas; pero hay colores, notas y contornos, y hasta diré perfumes, que no han vuelto a aparecer, y sin embargo, son de nuestra naturaleza, los reclama el espíritu enamorado de lo bello; y cuando por reminiscencia misteriosa, por adivinación, o como sea, columbramos algo de aquello que en Grecia fue y pasó para siempre, la creencia de lo clásico se apodera del alma, y todos, como Virgilio, sentimos que del lado de Grecia se inclina lo que hay dentro de más puro y delicado. Boileau decía que nada le tenía tan orgulloso como haber llegado a comprender a Homero. Pero ¿qué Boileau? Goethe, Heine, los mejores poetas románticos, ¿no suspiraron por Grecia? Y entre los críticos de ahora, Taine, el intérprete de una literatura sajona, ¿no penetró con amor y entusiasmo el espíritu griego teniéndolo por autóctono sui juris, porque comprendió la vida terrenal mejor que pueblo alguno? —Ott. Müller, muriendo por el amor a Grecia a los golpes de Apolo, «el del arco de plata que lanza a lo lejos sus saetas», parece un símbolo de la antigüedad: el símbolo del genio teutónico que busca en la tierra del sol lo que le falta, y muere con las caricias del bien amado. ¿Que a dónde voy a parar? A Menéndez Pelayo, ni más ni menos. Ese espíritu del clasicismo le representa ahora entre nosotros el joven santanderino, y acaso él sólo es quien lo comprende aquí y lo siente como es necesario para hacerlo fecundo. Amar lo antiguo por ignorancia de lo moderno, es achaque de algunos eruditos; pero amarlo conociendo lo nuevo, y por lo mismo, porque se echa de menos en esto lo que en lo antiguo existe, es otra cosa, y en este caso está Menéndez Pelayo. Para entretener las horas de descanso en la Universidad, el entusiasta alumno solía recitarnos versos de Fray Luis de León (que prefiere a todos los poetas de aquel tiempo) y otras veces de Manzoni, o de algún poeta inglés, o portugués, o catalán… lo que se pedía. ¡Qué memoria! Y no quiero decir sólo ¡cuánta memoria!, sino ¡qué buena, qué selecta! Tomás, yo no discutiré si Menéndez Pelayo merece o no haber entrado en la Academia; pero te aseguro que jamás en mi carrera, ni en mi vida, encontré joven de tan peregrinas dotes. Más joven que todos sus condiscípulos, a todos nos enseñaba; al que necesitaba recordar los difíciles nombres de los poetas árabes para decírselos a Amador de los Ríos, Pelayo le servía de texto, mientras a otros nos encantaba recitando versos provenzales, italianos y hasta griegos. Sólo había un escollo: la filosofía. En cátedra de Salmerón, el joven clásico estaba fuera de su centro. ¡Qué lástima! ¿Por qué no había de amar la filosofía nuestro griego? Grecia la había amado, y muchos de sus poetas fueron filósofos, y algunos de sus filósofos poetas. El secreto estaba en que Salmerón decía egoidad, y la cosa en sí, y lo otro que yo. Pelayo no pasaba por esto. Es claro que lo peor era para el mismo Pelayo; no sólo porque perdía el placer inefable de entender a Salmerón, sino… sino porque los ultramontanos, que no tenían por donde cogerle, le cogieron por ahí; y hoy Pelayo vive entre los neos. Pero de seguro que tampoco está contento, porque entre ellos...



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