E-Book, Spanisch, 374 Seiten
Reihe: eMilenio
Agut Parres Línea de cuatro (epub)
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19884-15-2
Verlag: Milenio Publicaciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 374 Seiten
Reihe: eMilenio
ISBN: 978-84-19884-15-2
Verlag: Milenio Publicaciones
Format: EPUB
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Jordi Agut Parres (Valls de Torroella, 1975) es originario de una antigua colonia textil conocida por haber sido, con la denominación de Colònia Valls, el pueblo del legendario extremo del Barça Estanislao Basora. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona. Desde 1997 trabaja en el diario Regió7 de Manresa. Fue colaborador durante dos años, estuvo dos años más en información general y dos más en economía. Desde 2003 forma parte de la sección de deportes de la publicación, en la que ha escrito algunos artículos sobre Eurocopas y Mundiales.
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FASE DE CLASIFICACIÓN
Moscú, viernes 8 de junio de 2018, 17:00 h (hora local)
Sabía que aquella sería su única oportunidad para matarlo y tenía que aprovecharla. No habría otra. Al menos antes de que todo empezara y ya no se pusiera más a tiro. La misión era arriesgada, y más para un anciano como él. ¿Pero a cuántos ancianos no les habría gustado encontrarse en su estado de forma a punto de llegar a las ocho décadas de vida? Durante las últimas horas había ido pensando en si valía la pena, en si hacía falta llegar a aquel extremo por un asunto tan personal, a estas alturas de la película. Podía haberse quedado en casa viendo las noticias, pasadas con total seguridad por la criba de un control político que no se alejaba tanto de épocas anteriores, y observando como aquel personaje a quien no conocía, con quien no había intercambiado nunca ni una sola palabra, accedía al cargo.
Ya había pensado en aquello durante los últimos días. Se maldecía por volver a abrir un tema que estaba cerrado, pero la palabra final tenía que ser suya. Siempre hacía lo mismo, daba vueltas a las decisiones hasta que estas caían de maduras o de mareadas. Y una vez llegado a una respuesta definitiva, a una determinación, ya no había marcha atrás. Era el punto de no regreso, como al que llegan los aviones antes del despegue. Había sopesado los pros y los contras y siempre desembocaba en el mismo final: si no lo hacía, se arrepentiría y el castigo interior sería más duro que el que le infligirían si lo atrapaban. A pesar de que sus actos atentaran contra ciertas voluntades poderosas, confiaba, posiblemente de forma demasiado optimista, en que los servicios prestados y su situación actual le servirían de atenuante; pero confiaba todavía más en su habilidad y en que el plan no fallaría.
Aquel hombre se había puesto en su punto de mira desde el preciso momento en que descubrió su nombre. Le ofrecía la oportunidad de tejer un plan y llegar a su verdadero objetivo, y esta era una posibilidad que no se podía dejar de lado, por enrevesada que fuera. Todo ello le provocaba un gran estado de excitación, ni que el resultado fuera a ser trágico. Le removía demasiados recuerdos, demasiados momentos de su vida. Y era algo que, desde los años del antiguo régimen, siempre había tenido interiorizado: un hombre tiene que conservar su honor por encima de todo.
—¿De verdad que usted publica un diario en Internet? ¿A su edad?
Las preguntas impertinentes de los periodistas de la nueva ola ponían a prueba su paciencia. Había accedido al congreso gracias a la falsificación de una acreditación de prensa que le había conseguido un contacto. Una foto hecha con la cámara web de un móvil casi 1.0, pero que a él ya le servía, enviada a través de un sMs había sido suficiente. En cuarenta y ocho horas, en el buzón de casa, dentro de una revista envuelta en un papel de plástico que seguro que no levantaría las sospechas de nadie, recibió el pasaporte para entrar en todas las salas del edificio. Quizás poca gente podía creer que con aquel aspecto dominaba un medio de comunicación tan moderno, pero seguramente nadie se detendría a comprobarlo.
Había llegado a primera hora, cuando casi no había nadie. Pero él, sí. Todos estarían pendientes de lo que decía. Él no. Simularía que iba introduciendo datos y declaraciones en un pequeño portátil que se había comprado en la gran superficie de al lado de casa. No tenía que ser muy potente, ni muy sofisticado. Que tuviera un procesador de textos bastaba para serle útil. A él le interesaba más qué hacía aquel personaje cuando no estaba en la sala. Dejaba con total confianza el ordenador en la mesa de la tribuna de prensa. Si se lo robaban, no pasaba nada. Solo contenía el texto de las noticias que, en teoría, tenían que salir publicadas en el diario digital. Pero en realidad solo tecleaba los caracteres para simular que escribía un artículo que nunca vería la luz. A todos allí les daría igual.
Durante toda la mañana salía cuando él salía. Conocía bien los pasillos del edificio. Sabía cómo se tenía que mover para no despertar sospechas cuando se acercara. Y su trabajo de campo fue muy útil. Encontró una pauta, descubrió todo lo que hacía justo antes de pronunciar sus discursos. Siempre lo mismo. Error. No se puede hacer siempre lo mismo. Te hace vulnerable.
Consultó el horario de la jornada y marcó con un rotulador verde aquel momento. Sería su oportunidad. Ahora sabía cuando, pero tenía que saber cómo.
Pasó las horas del mediodía estudiando todas las posibilidades. El congreso había dictaminado un descanso hasta la tarde. Todo el mundo estaba en los hoteles y las medidas de seguridad se habían relajado. Tendría al menos un par de horas. Tiempo más que suficiente. Entró en el cuarto de ba-ño y lo observó. Seis urinarios situados en fila con cuatro tazas detrás de las puertas de rigor. Miró al techo. Estaba allí. Dio un vistazo al plano que traía en el bolsillo interior de la chaqueta. Comprobó qué había en el piso de encima, salió del lavabo y subió las escaleras. Descubrió que no era igual. Encima había una especie de claraboya, seguramente para facilitar la ventilación. Esta quedaba expuesta, sin techo. Lo pudo ver a través de una cristalera. Estudió a donde llevaba y observó que, aparte de su ventana, había un par más. Dio la vuelta a la apertura exterior. Una de ellas era ciega, no conducía a ningún sitio. La otra sí. Conducía a un pasillo adyacente repleto de habitaciones.
Miró a ambos lados y no encontró a nadie. La abrió. Asomó la cabeza y se fijó en la trampilla que comunicaba con el cuarto de baño de abajo. De manera disimulada puso un pie y después el otro. Se dirigió hacia allí y la intento abrir desde fuera. Le sorprendió la facilidad con que cedió. Tenía una protuberancia que permitía hacerlo con facilidad. Dejó en ella una especie de pinza para evitar que se cerrara. Así podría abrirla desde abajo, a pesar de que primero tenía que escalar. No era complicado, él lo podía hacer. Se giró e investigó la ventana. Ninguna cerradura, ningún pasador, ningún problema. Cuando volvió al pasillo comprobó las habitaciones y se fijó en una: “Sala de prensa”. Abrió la puerta y pudo ver a tres o cuatro corresponsales que escribían las respectivas crónicas mientras comían. Ahora ya tenía una ubicación para su portátil durante toda la tarde.
2
Una de las virtudes que le había acompañado durante toda su carrera había sido la sangre fría en los momentos decisivos. Confiaba en cómo lo comprobaba todo. Creía en aquella frase que dice que la inspiración mejor que te pille trabajando. Por ello, cuando las manecillas del reloj se acercaban a la hora que había marcado en verde en aquel papel sus pulsaciones ya habían bajado de frecuencia.
—¿De verdad que escribe para una web? ¿Y dónde tiene, el ordenador, abuelo? —dijo medio riendo el mismo tarambana de la mañana.
Se giró, lo observó con aquella mirada penetrante que, pese a los años, atemorizaba, y le soltó:
—El ordenador se tiene en la cabeza, hijo, este seguro que no se cuelga sin que lo hayas guardado todo.
No le volvió a molestar.
Sabía que ahora era el momento. Abandonó su posición y pasó dos controles con naturalidad. Sacó la acreditación y se la colgó en la solapa de la camisa. Superó los accesos haciendo ver que hablaba por el móvil y sin ni mirar a los guardias. Sabía que su aspecto provocaría que pensaran que era uno de los participantes al congreso. No lo pararían. No lo pararon.
Entró en el cuarto de baño y accedió a uno de los receptáculos cerrados. Se subió encima de la taza, con la tapa cerrada y se sentó en la cisterna. Y allí esperó. No entraba nadie. Solo lo haría él. Los demás estaban demasiado ocupados.
Pasaron diez minutos sin ningún movimiento. Y entonces oyó pasos que venían de afuera. Suela de zapato diplomático. No venía solo. Le acompañaban dos escoltas, seis pies. La puerta se abrió y él entró. A solas. Los de seguridad se quedaron fuera. Era el momento. Tendría veinte segundos, quizás veinticinco si le costaba empezar. Quizás treinta si se la sacudía.
El anciano tiró de la cadena y abrió la puerta. El objetivo estaba allí, en el sexto urinario, el del rincón. Es lo que suelen hacer todos los hombres cuando van a orinar solos, ponerse cuanto más lejos de la puerta mejor. Era perfecto. Se le acercó por detrás y se situó justo al lado. El otro se mostró incómodo. Si había cuatro más ¿por qué no iba al de más a la punta, aquel personaje? Se bajó la cremallera y el otro le echó un vistazo. Fue entonces cuando el viejo se lo dijo.
—God kväll.
Y no le dejó tiempo a responder. Del bolsillo sacó una navaja que brilló ante la víctima. Antes de que pudiera llamar, le tapó la boca con la mano derecha, le estampó la cabeza contra la pared y con la izquierda le clavó el arma en el abdomen. La sangre empezó a brotar de manera escandalosa encima del pene flácido del que aún manaba líquido y que mojaba los pantalones de un negro de rigor. El anciano retiró su arma blanca con cuidado de no mancharse y se la asestó tres veces más en la barriga antes de perforarle el corazón. Lo había hecho procurando no estar situado delante de la víctima. Solo la mano izquierda había quedado empapada de color rojo.
Cuando se aseguró de que estaba muerto, corrió hasta el inodoro y cerró la puerta, pero no lo hizo con pasador para que los escoltas que entrarían en...




