E-Book, Spanisch, 446 Seiten
Reihe: eMilenio
Agut Parres La hija del viento (epub)
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19884-14-5
Verlag: Milenio Publicaciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 446 Seiten
Reihe: eMilenio
ISBN: 978-84-19884-14-5
Verlag: Milenio Publicaciones
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Jordi Agut Parres (Valls de Torroella, 1975) es originario de una antigua colonia textil conocida por haber sido, con la denominación de Colònia Valls, el pueblo del legendario extremo del Barça Estanislao Basora. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona. Desde 1997 trabaja en el diario Regió7 de Manresa. Publicó El último defensa en 2018 y Línea de cuatro en 2019, obra finalista de los premios Panenka. La hija del viento es la continuación de la historia.
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À la ville de... / To the city of...
Cada cuatro años, el presidente del Comité Olímpico Internacional aparece ante los medios de comunicación y ante los miembros de su propio organismo para anunciar qué ciudad organizará los Juegos de la siguiente Olimpiada de verano o de invierno, según toque. Cuando pronuncia las palabras “À la ville de...”, en francés, o “To the city of...”, en inglés, la respiración de todo el mundo, sobre todo, la de los habitantes de las ciudades candidatas, se detiene por unos momentos.
París, 23 de julio de 2021, 20.00 horas
Decir que llovía era faltar a la verdad. O, por lo menos, no explicarla del todo bien. Diluviaba. Un temporal de verano descargaba con toda su fuerza encima de la Ciudad de la Luz, que había recorrido antes de tiempo a la artificiosidad de las farolas para evitar la oscuridad absoluta. En una hora en la que la gran mayoría de sus habitantes ya se había liberado del trabajo de toda la semana, en un viernes cercano a las deseadas vacaciones, las principales arterias de la capital francesa iban llenas de vehículos que intentaban regresar a casa para iniciar el fin de semana o que abandonaban la metrópolis en busca de la costa o del interior del país. No era el caso del comandante Hervé Defarge, escondido dentro de un coche que se dirigía a toda velocidad hacia la otra orilla del Sena y que conducía su inseparable mano derecha, el subcomandante Gilles Besson. Hasta que se quedó atrapado en uno de los atascos que caracterizan París.
—Lo siento, señor, se ha taponado todo justo antes de llegar a la altura de la Gare de Lyon. Parece que hay un accidente.
Besson conectó inmediatamente la radio de la policía, que se lo confirmó. Una furgoneta y un turismo habían colisionado justo en la entrada del puente de Bercy y no se permitía el paso de vehículos en dirección sur. Defarge, a su lado, exhibía un gesto que parecía de tranquilidad, pero que su subordinado conocía bien. Estaba furioso por dentro.
—Seguramente, si no hubiéramos dado esta vuelta ya hubiéramos llegado —soltó en voz baja, pero con una contención que asustaba—. ¿Opina que este era el camino más recto, Besson?
—No, señor, no lo era —respondió intentando mantener la serenidad—, pero habitualmente es la ruta con menos tráfico, sobre todo un viernes por la tarde.
—Sí, ya lo veo —respondió su jefe, lacónicamente.
Defarge y Besson llevaban años trabajando juntos y se tenían total confianza, pese a las discusiones que podían aparecer en el día a día. El respeto era mutuo y, por eso, evitaban broncas entre ellos, ni que fueran en privado. Sus respectivas carreras habían dado un salto adelante desde aquel caso del abril de 2016, cuando capitanearon las fuerzas de seguridad francesas antes de la Eurocopa de Francia. El éxito no fue absoluto, ya que los principales responsables del grupo terrorista huyeron, pero su gestión del caso, junto con la Interpol, fue ampliamente reconocida y condecorada. Desde ese momento, fueron subiendo peldaños. Defarge ya era el máximo responsable de la Policía Nacional y Besson, su lugarteniente. Ni los cambios de poder en el Eliseo habían afectado a su hoja de servicios. Ahora se dirigían a recuperar el pulso de una historia que se había quedado a medias, cinco años antes.
—Tendrá que salir e intentar que le dejen pasar.
—Será complicado, no se puede ir ni hacia adelante ni hacia atrás. Pero lo intentaré.
Besson abandonó el coche e inmediatamente notó el impacto encima de su cabeza. Era como si le hubieran tirado un cubo de agua y habría jurado que también caía granizo. Corrió notando como se inundaba totalmente el interior de sus botas y tardó un par de minutos en acceder al lugar donde estaba el gendarme que comandaba la operación de limpieza de la zona. Este, al verle, casi se cuadró.
—Señor, ya ve como estamos, desbordados por el tráfico, el accidente y la lluvia.
—Ya me doy cuenta…
—Rousel, Benoît Rousel —respondió el agente, adivinando que quería conocer su nombre para dirigírsele.
—De acuerdo, Rousel. Veo que hay bastante follón, pero a unos doscientos metros de aquí tengo atascado un coche con el comandante de la Policía Nacional en su interior. Tenemos que llegar al hospital inmediatamente para un tema de importancia máxima. Ya sé que es complicado, pero nos tendrías que abrir el camino para poder pasar hacia allí.
—No depende demasiado de mí, señor. La grúa está delante de la entrada del puente retirando los vehículos. Hasta que no se aparte, nadie podrá circular.
Besson, totalmente empapado, no estaba dispuesto a regresar con una negativa.
—¿Qué solución hay?
—Pueden dar media vuelta, girar hacia la rue de Bercy y dirigirse a la rue Villiot para torcer hacia el puente de Charles de Gaulle, siguiendo la orilla del río. Mis hombres les pueden abrir paso en aquella dirección. Ellos irán por la parte de abajo y si ustedes dan la vuelta no tendrán problemas.
—¿Seguro?
—Pondría la mano en el fuego por ello.
—Con la que está cayendo, seguro que no se quema. Lo haremos así. Gracias, Rousel.
Besson regresó corriendo hacia donde había dejado a su jefe. Parecía que llovía menos, pero aún descargaba con fuerza. Después de un rato de carrera continua, llegó al vehículo y entró, dejando encima del asiento y en el suelo unos considerables charcos.
—¿Pasaremos? —preguntó Defarge, sin tan siquiera interesarse por si su compañero había soportado bien el temporal.
—Pasaremos, pero no por aquí, señor.
Sin avisar, Besson subió el coche a la acera y la recorrió en dirección contraria, esperando que a ningún peatón se le ocurriera sacar a pasear, y a remojar, al perro. Hizo caso a Rousel. Giró hacia la izquierda por la rue de Bercy y la de Villiot. Al final de todo, vio a la patrulla de gendarmes, Pudo torcer a la derecha y situarse en el carril de más a la izquierda de los tres que había, que ahora estaba libre. Los conductores de los coches de los otros dos lo miraban con expresión de asqueo, ya que estaban atascados. Siguió recto hacia la plaza Tournaire y, entonces, en lugar de volver atrás, Besson decidió continuar hacia el puente de Austerlitz, en dirección sur.
—¿No me ha dicho que el gendarme la había recomendado cruzar el río por el puente de Charles de Gaulle? —preguntó Defarge.
—Sí, pero por aquí iremos más rápido.
El comandante dirigió la mirada hacia arriba, maldiciendo las licencias que a menudo se tomaba su subordinado, pese que en más de una ocasión habían resultado fundamentales para la resolución de algún caso.
Contra todo pronóstico, Besson acertó, y pocos metros después ambos pudieron observar a la izquierda, y de manera más clara, porque la cortina de agua ya había menguado, el rótulo del lugar al que se dirigían: Hospital Universitario la Pitié-Salpêtrière.
El doctor Frédéric Rousillon era un hombre bajo, robusto, de unos cincuenta años, y con aspecto de estar padeciendo todo el rato. Les había recibido en la entrada del centro médico para acompañarles a través de aquel laberinto de pasillos y de despachos hasta la zona en que se encontraba su objetivo. Sabían que no escaparía, pero Defarge quería llegar cuanto antes mejor. Ya se habían entretenido demasiado por culpa del tráfico parisino.
—¿En serio que no quiere que le consigamos ropa limpia y seca? Los resfriados de verano son muy traidores y puede pillar una pulmonía, mojado como está.
Besson se detuvo y forzó a que los otros también lo hicieran.
—Doctor, ¿de qué es médico, usted?
—Neurólogo, agente, ya se lo he dicho cuando me he presentado.
—Subcomandante, no agente. Entonces, dedíquese a la neurología y no a prevenir resfriados.
Defarge rompió su silencio con calma mientras reemprendía el camino.
—Besson, el doctor lo decía por su bien, tampoco hay que ser desagradable.
—No, señor —respondió el otro, soltando el primero de los múltiples estornudos que expulsaría durante los siguientes días.
Llegaron a la habitación al cabo de un buen rato. Tras pasar por los controles de seguridad pertinentes, a los que estaban obligados a pesar de haber acreditado ser miembros de la Policía Nacional, los dos agentes entraron. Al fondo, sobre una cama, rodeado de mil y una máquinas que emitían la misma cantidad de sonidos, languidecía un hombre delgado, muy delgado. Sus facciones habían cambiado desde la última vez en que había puesto los pies en el suelo, en Moscú, tres años atrás. El exagente de la Interpol Pierre Gaul tenía la mirada perdida hacia la pared, con unos ojos que se acostumbraban nuevamente a la penumbra de la estancia muchos meses después de haber estado abiertos por última vez. La entrada de los dos policías le hizo volver la cabeza. Pareció decepcionado. No era lo que esperaba.
—El señor Gaul se ha despertado de manera inesperada esta tarde. No nos lo creíamos —apuntó desde detrás el orondo doctor—. Desde hacía días estábamos valorando la posibilidad de desconectarlo, ya que no respondía a ningún estímulo. Era una decisión que teníamos que tomar durante las próximas semanas en una reunión del comité destinado a estos asuntos, ya que ningún familiar se ha hecho responsable de él durante...




