Aguirre | Lo que pasó | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 31, 212 Seiten

Reihe: Ficción

Aguirre Lo que pasó

(Historia de una saca del 36)
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-18998-80-5
Verlag: Pepitas ed.
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

(Historia de una saca del 36)

E-Book, Spanisch, Band 31, 212 Seiten

Reihe: Ficción

ISBN: 978-84-18998-80-5
Verlag: Pepitas ed.
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Lo que pasó es una novela que sintetiza en una historia, como solo la ficción permite hacer, todo aquello que se sigue negando que ocurrió durante y después de la Guerra Civil española: la represión, la venganza y el terror que impusieron los vencedores. Lo que pasó es la historia de una saca agosteña de 1936. Y sus circunstancias. Las de antes y las de después. Circunstancias, llenas de vida y no solo de muerte, que brincan con sus protagonistas por el tiempo y van dejando un rastro imborrable de aquello que nos mantiene en pie: el amor, la pasión, el compromiso... Lo que pasó es una novela que tiene la voluntad de acercar a todos los públicos un trocito de aquella historia para mostrárnosla al completo. Una historia conformada por muchas historias que nos siguen escalofriando cuando pensamos en los miles de habitantes de aquella España -muchos de ellos aún sin identificar- siguen enterrados en fosas comunes, muchas de ellas sin localizar. Lo que pasó sucede en un pueblo sin nombre, tan real e inexistente como el que la narración describe. Podría ser cualquiera de los que se encuentran entre Arnedo, Calahorra y Logroño. Pero lo mismo pudo haber sucedido en cualquier pueblo de la retaguardia sometida por el franquismo: Navarra, Galicia, Soria, Valladolid y otras zonas de Castilla, Andalucía o Aragón. Allá donde tras la sublevación no hubo frente, ni trincheras. Solo sacas y cunetas.

esús Vicente Aguirre González (Logroño, 1948). En los años setenta, junto con su mujer Carmen Medrano, formó parte de algunos grupos de la llamada entonces canción social o de protesta. Al final de la década, y ya como Carmen, Jesús e Iñaki, pusieron la música de fondo a la transición riojana que, al igual que en el resto de España, reclamaba democracia, libertad y autonomía. Grabaron dos elepés. Su canción La Rioja existe, pero no es, si nos unimos la hemos de hacer se convirtió en un auténtico himno popular de La Rioja. Posteriormente trabajó otros campos de la comunicación: radio, prensa e imagen. Ha sido funcionario técnico del Ayuntamiento de Logroño. Como escritor ha publicado numerosos artículos en diversos medios de comunicación y los siguientes libros: La Rioja empieza a caminar (ier, 2002, dos ediciones), Aquí nunca pasó nada, La Rioja 1936 (Editorial Ochoa, 2007, ocho ediciones), Aquí nunca pasó nada 2 (Editorial Ochoa, 2010), Al fin de la batalla y muerto el combatiente (Editorial Ochoa, 2014), que consiguió ese año el primer Premio de Ensayo y Divulgación del Ateneo Riojano, los poemarios La vida que te empuja (Ediciones 4 de agosto, 2004), Antes de que suene el primer vals (Editorial Buscarini, 2010) y Ejercicio de escritura (Editorial Buscarini, 2014), y las novelas Lo que pasó. Historia de una saca del 36 (Pepitas, 2019) y El club de las cuatro más uno (Los Aciertos, 2021).
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apuntes de josé valverde.
arnedo, septiembre 1934


NADIE ME ESPERABA AL bajar del autobús. ¿Quién me iba a esperar, si ni conozco a nadie, ni nadie me conoce a mí? Antes de buscar la pensión que anoté en Madrid, Hotel Comercio, he querido acercarme a la plaza. No he preguntado a nadie. Todo está muy cerca.

Arnedo. Estoy en Arnedo, bajo los soportales de la plaza de la República. Me he apoyado en ellos y he querido ver las banderas rojas al viento acompañando los féretros de los muertos, rodeados a su vez por cientos de hombres y mujeres. Miradas, sollozos y silencios, tal como mostraban los periódicos y revistas de Madrid aquella primera semana de enero de 1932.

Once muertos finalmente, que yo veo ahora, y primero de todo, tirados ahí, delante de mí, en medio de la plaza. Voy hacia ellos y, desde donde yo estoy, los guardias civiles escupen muerte por la boca de sus fusiles…

—Señor…

—Perdón —y me aparto para dejar pasar a una chiquilla que conduce una caballería llevándola del ramal. Le pregunto por la pensión.

—Mire, allí a la vuelta, donde la puerta Munillo. Pregunte usted por la señora Angelines.

Me había equivocado. No es una chiquilla. Instintivamente quiero volver a ver su rostro.

—Oiga —le digo, sin saber muy bien qué preguntarle. Pero no me ha oído y se pierde por una esquina de la plaza.

El Hotel Comercio («10 habitaciones. Trato familiar», proclama un cartel a la entrada) hace gala a su nombre y durante la cena he podido charlar con dos viajantes llegados desde dos extremos del país. Uno viene de Barcelona, Jaume; el otro se llama Pascual y es gallego, de La Coruña. Ellos se conocen de otras ocasiones, de otros viajes en busca de ventas o de género. Calzado, zapatillas, paños y tejidos, por lo que también se mueven por otros pueblos de la provincia, Soto y Munilla especialmente, según me cuentan. Y entre plato y plato, no me ha sido difícil saber su opinión sobre la situación de Arnedo y, de paso, de toda España.

Coinciden los dos en que hace falta una mano todavía más dura que enderece el timón de la República. Que sobran huelgas y manifestaciones y que, si ha ganado la ceda, subraya el gallego frotando enérgicamente las gafas, pues que gobierne Gil Robles. El catalán suaviza algo sus opiniones, pero en la dirección que le marca el bolsillo:

—Yo no cuestiono —señala enfáticamente—, el derecho de los obreros a la huelga; pero sí —añade— el libertinaje de la huelga que vemos por todas partes. Lo que yo podría contarles de lo que ocurre, de lo que ha ocurrido siempre en Cataluña…

Pero no lo cuenta. Casi mejor: no sé si íbamos a estar muy de acuerdo. De Arnedo comentan lo que ya sé: un pueblo entre agrícola e industrial que intenta salir adelante, con un comercio que busca su sitio después de lo ocurrido. ¿Los sucesos?, lo que pasó, pasado está. Ahora se trata de trabajar, y todos juntos.

—Y de disfrutar —añade el gallego—, que la semana que viene son fiestas aquí.

Antes de acostarme, he dado una vuelta por los alrededores de la plaza. No hace mucho calor, pero la gente se echa encima cualquier cosa y se sientan en grupos delante de las casas. Respiro el aire de la noche, envuelto en los murmullos de sus conversaciones y risas. Luego entro en un bar y pido un anís, que es lo que suelo tomar las pocas veces que me arrimo a un mostrador. Al menos es dulce.

—¿De dónde viene?

—De Madrid —le digo.

—Qué, ¿a las fiestas?

—Sí —contesto.

Madrugo, como hago siempre. En el desayuno pruebo una especie de pasta o pastel que hacen aquí y que llaman fardelejo. En la panadería de la esquina venden los periódicos. Vienen de la capital y no han llegado todavía. Me acerco al ayuntamiento. Entro en una oficina y pregunto por el alcalde. El secretario, supongo, levanta la vista de los papeles que ahogan la mesa y me dice muy correctamente que suele llegar a su despacho a las 11, que está un ratito y luego se marcha otra vez a sus asuntos. A veces se toman un café. Hoy vendrá sin falta porque tiene que firmar algunos documentos oficiales.

—Y porque ha quedado conmigo —me atrevo a indicarle. Mira sus notas.

—Sí, señor; usted es… José Valverde Ortega.

—Exactamente.

—Periodista —añade.

—Así es.

—Pues en diez minutos lo tiene aquí.

Por lo que yo sé, Juan Pascual, el alcalde, es calderero, aunque no sé muy bien en qué consiste o en qué se concreta ese oficio. Lleva en el cargo solo unos meses. Lo que más me interesa, interés compartido con el director de la revista, es saber cómo vive ahora Arnedo tras los sucesos del 32. Y de eso tenemos que hablar. Y del presente industrial y social. Veremos.

Al cuarto de hora aparece. Se quita la boina y me da la mano con efusividad. Observo que cojea un poco. Parece un hombre afable y calculo que andará por los sesenta años. Él se sienta primero, bajo el retrato del presidente Alcalá Zamora, y me indica que puedo hacerlo yo también. Me mira atentamente mientras me saluda y pregunta:

—Así que usted se llama José Valverde.

—Exactamente, señor alcalde.

¿No tendrá usted relación con Valverde? Es un barrio de Cervera, un pueblo cercano, no sé si usted lo conoce.

—No, Valverde no, pero de Cervera algo he leído al preparar el viaje.

El alcalde sigue preguntando y me cuesta reconducir la charla de forma discreta para ser yo quien haga las preguntas. La primera es muy general. Quiero saber cómo ha encontrado al pueblo tras hacerse con la alcaldía este mismo verano.

—Bueno, verá usted… Este pueblo tiene mucho que aportar. No vamos a olvidar lo que pasó, pero necesitamos seguir adelante. Y no es fácil… Están las familias, las investigaciones y los juicios pendientes. Hay mucho dolor por aquí, y no falta quien piensa en la venganza o en la revancha. Y las empresas no saben muy bien a qué atenerse. Y en medio, el ayuntamiento, que habla con todos y recibe broncas de todos. Qué le voy a contar.

Y me cuenta.

Después de casi dos horas, el alcalde se levanta.

—Vamos al Brillante. A ver si nos dan un vermú.

En la misma plaza del Ayuntamiento, bueno, de la República, hay algunos comercios. Uno es de telas y mercería. Recuerdo que necesito hilo y aguja para coser un par de botones.

—Solo es un momento, señor alcalde.

Entro en la tienda. Junto a la caja, un señor alto y con gafas, el dueño seguramente, consulta un cuaderno. Un empleado con bata azul atiende a dos señoras en el mostrador principal. Y al fondo, está ella. Envuelve alguna cosa.

—Hombre —me sale así—, mira por dónde te vuelvo a ver.

—¿Sí? —No es una pregunta, sino dos ojazos que me miran divertidos—. ¿Cuándo nos hemos visto antes?

Se la ve suelta. Y es guapa.

—Te vi ayer, ahí afuera, en la plaza. Llevabas un burro.

—Un mulo, a ver si nos enteramos. Y me preguntó usted por la pensión Comercio.

—Sí, señora…

—Señorita, si no le importa. —Suelta del todo, respondona incluso, me digo, pero simpática.

—Cómo me va a importar. Estoy encantado de que así sea.

—Ya, ¿y?…

Sonrío, también divertido. Y recuerdo mi tarea.

—Bueno, quería hilo y aguja para coser unos botones.

—Vaya, un señorito hacendoso. Veamos qué tengo.

El Brillante es el bar donde tomé algo anoche. Es más grande de lo que recordaba y con unos amplios ventanales que nos muestran, como si se tratara de una película costumbrista, las idas y venidas de los arnedanos que circulan por la plaza contigua. El alcalde sigue contándome historias que ahora voy anotando en la cabeza. Saluda a otros parroquianos y alguno se nos acerca. Cirilo Bretón nos invita. Es concejal.

—Nos rompieron el pueblo. Aquellas balas nos rompieron el pueblo. Y lo tenemos que recomponer.

La conversación navega luego sobre los preparativos de las fiestas de San Cosme y San Damián, que serán la semana que viene. El alcalde me pregunta si conozco las cuevas de Arnedo, donde aún vive mucha gente, y se ofrece a acompañarme. Él mismo tiene en una de ellas su taller de calderería. Ahora ya sé que lo suyo es hacer calderos, sartenes de hierro, parrillas y, entre otras cosas, un cacharro para la lumbre que llaman trespiés. También arregla todos esos utensilios en Arnedo y en los pueblos vecinos.

El alcalde le recuerda a Bretón que debe devolverle la vara municipal que, al parecer, tiene en su casa.

—Aquí las fiestas son con vara, traje y corbata —me explica.

—Y medallas —le recuerda Bretón.

—¿Qué medallas? —pregunto, más que otra cosa por preguntar.

—Ah, claro, que el alcalde no te lo habrá contado…

—Bueno, tampoco es algo del otro mundo —tercia el propio alcalde.

—Del otro mundo no, de Filipinas. —Cirilo Bretón, los amigos le llaman Bretón, se me acerca para dar más importancia a su información—. Aquí donde lo ves, al soldado Juan Pascual Salcedo, herido en la guerra de Filipinas, le concedieron dos medallas. Y no creas, hay que insistir mucho para que se las ponga.

—Bueno —dice el alcalde volviendo a su parsimoniosa humildad—, aquello pasó… y mejor hubiera sido no haber visto morir a tantos compañeros.

Sigue la conversación, de Filipinas a las fiestas, el tiempo, las labores del campo, la huelga de junio, el calzado y los saludos de rigor a la gente que se va integrando en el grupo.

—Aquí un periodista de Madrid, José. ¿Te podemos llamar Pepe?

Buena gente, pienso. ¿Y este alcalde? Tendré que ampliar el cuestionario. Pasear por las cuevas y ver si cabe lo de...



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