E-Book, Spanisch, Band 416, 128 Seiten
Reihe: Gran Angular
Aguirre Hoy honramos a los vivos
1. Auflage 2025
ISBN: 978-84-1055-091-9
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 416, 128 Seiten
Reihe: Gran Angular
ISBN: 978-84-1055-091-9
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Lesya, diecisiete años. Vive en una residencia universitaria. Sus padres huyeron del país tras la invasión. Sus amigos tampoco están. Come comida precocinada, está enganchada al móvil y pasa mucho tiempo encerrada en su habitación. Tiene un perfil de instagram: #Hoyhonramosanuestrosmuertos. Un día recibió un mensaje, fue a la playa y empezó a nadar...
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Tiempo de uso: ocho horas y cincuenta y tres minutos.
He elegido a Piotr porque lo conocía. Coincidí con él en el campeonato nacional de natación de hace dos años, cuando yo acababa de entrar en mi categoría. Participé por primera y última vez, obligada por mi entrenadora. Él era uno de los mayores, cursaba su último año de instituto, un tritón con un aura dorada que no se apagaba dentro del agua. Si cabe, brillaba aún más cuando trepaba por las escalerillas de la piscina y las gotas resplandecían sobre su cabello rubio.
Era de un insti modesto, no demasiado alejado de nuestra casa, pero ubicado en un barrio muy distinto. Yo disfrutaba de una piscina privada en la urbanización, y otra olímpica en el internado. El equipo de Piotr entrenaba en un polideportivo antiguo, donde dos calles separadas por corcheras amarillas estaban siempre reservadas para los jubilados.
Eso no impidió que se impusiera en todas las carreras que disputó durante aquel campeonato: cuatrocientos metros libres, mariposa, relevos. Por la noche, con su sonrisa deslumbrante reflejando el brillo de las medallas que colgaban de su pecho, estrechó la mano de todos los demás participantes.
Eva dijo que no pensaba volver a lavársela.
Por un instante me planteo enviarle la necrológica. ¿Le importará todavía?
Podría compartir con ella las noticias que leí sobre la muerte de Piotr en los periódicos locales, cuando había tenido tiempo de hacerme a la idea. Porque ya había escuchado los tres audios que me envió su madre. En el último, lloraba.
Habría tardado mucho más en escucharlos si no hubiera adjuntado una foto de su hijo. Odio que me envíen mensajes de voz: la muerte de pronto se hace demasiado cercana, el sonido del llanto anega mi teléfono cuando lo reproduce. Casi temo que lo pueda estropear, que, de alguna forma, las lágrimas se abran camino entre los circuitos y los colapsen.
Cuando empecé en esto, era yo la que buscaba las historias, los muertos.
Inauguré el perfil de Instagram el día que bombardearon el internado, hace tres meses. Encerrada con otros noventa adolescentes en uno de los refugios antiaéreos habilitados por el centro escolar, que no era otra cosa que las salas de calderas donde hasta poco antes nos estaba vedado el paso. Mi clase coincidió en el polideportivo con un grupo del último curso y otro de los más pequeños. A todos nos juntaron allí abajo. Muchos lloraban.
Yo no. Convencida de que iba a morir en breve, mi cerebro se aferró a una obsesión: que los muertos que aquel día hubiera, de los que conocería nombres y apellidos, darían la vuelta al mundo en un titular anónimo –«89 víctimas en Liuv», por ejemplo–, que se sumarían a las noticias internacionales: «Más de 3.000 civiles fallecidos desde el inicio del conflicto». «Y ahora, demos paso a los deportes».
Y entonces creé el perfil.
Aquel día hubo solo tres muertos. Tuvimos suerte: la bomba cayó sobre el edificio de dormitorios en plena hora de clase. Las necrológicas oficiales no se publicaron hasta el día siguiente, pero yo hice mi primer post por la noche.
Anton Kovalenko tenía catorce años y esa mañana se encontraba mal. Decidió quedarse en su habitación y le costó la vida.
Los dos siguientes los publiqué esa misma semana. Ganna, la conserje, y Sara, una de las señoras de la limpieza.
Y después ya no pude parar. Uno de los vecinos de casa, militar, cayó a los pocos días en el frente oriental. Aquel hombre me regalaba manzanas de su huerta cuando era pequeña. El obituario que publiqué sobre él, que no sé cómo llegó a su viuda, recibió más de cien visitas en pocas horas. Sus hijos lo compartieron.
Me hicieron una entrevista en el periódico local. Respondí a sus preguntas, pero les pedí que no revelaran mis datos ni publicaran una foto mía.
Y la gente me comenzó a escribir: mensajes tímidos, prudentes, pidiéndome que por favor honrara a la familia de tal o cual persona que acababa de morir. Porque los humanos somos tan estúpidos como para matarnos los unos a los otros. Como si no tuviéramos bastante con el cáncer y los accidentes de tráfico. A veces, me llegaban historias largas cuyo dolor traspasaba la pantalla: madres, hermanos o hijos que no sabían cómo conjurar la pena y la rabia al mismo tiempo. Otras, eran mensajes más comedidos: los que pedían que arrojara algo de luz sobre conocidos que habían dejado una huella en ellos, esos cuya ausencia se nota, aunque no nos arrase la vida. Un profesor del año anterior, el médico que te trató bien, el cajero que te sonreía a diario.
Publico cuatro veces a la semana, a veces cinco. Historias no me faltan. Cada día recibo tres o cuatro candidatos. Además, también hay quien me escribe sobre los maltrechos supervivientes. Estos los descarto, por terribles que sean las consecuencias de sus heridas, y leo los demás con detalle. Redacto todos los obituarios que me piden, todos y cada uno de ellos, y los voy guardando en un grupo de wasap en el que solo estoy yo. Los dosifico en mi feed, uno tras otro, dejando el tiempo suficiente entre medias para que sus historias calen. Para que importen. Que su nombre se oiga. Y lo seguiré haciendo hasta que se publique el mío.
Escribo la historia de una niña de siete años que me está costando mucho más que el resto. Poco tiempo le ha dado a vivir y, sin embargo, su madre me ha escrito cuatro largos párrafos tan terribles que me planteo si no copiarlos directamente en la próxima publicación. No es habitual tanta claridad y sentimiento. La he buscado en Google y he visto que es maestra en un colegio. Acostumbrada a hablar a los niños, y ahora, sin niña a la que hablar.
Plin. Las notificaciones que me avisan de que tengo un correo electrónico suenan distintas de las demás. El globo aparece en la pantalla; es de mi padre, su correo semanal. Deslizo el dedo por la pantalla. Eliminado. ¿Nunca se cansará?
El estómago me ruge y me recuerda que hace demasiadas horas que estoy sentada delante del móvil, releyendo las mismas líneas una y otra vez. Decido hacerme algo de cena.
Cada planta de la residencia tiene su propia cocina, una instalación enorme pensada para cuando el aforo esté completo, con veintiocho habitantes por piso. En el mío, ahora mismo solo nos alojamos nueve. La cocina se antoja desproporcionada cuando estamos todos, y todavía más en una tarde de viernes como hoy, en que seguro que estaré sola: el resto de estudiantes, todos mayores que yo, suelen salir por ahí los fines de semana. Un vano intento de mantener la normalidad.
Recorro el pasillo enmoquetado y sé que me he equivocado antes de entrar: del interior de la cocina sale ruido de cacharros.
–Buenas noches –saludo desde la puerta. Mi voz suena pastosa, culpa de no usarla.
–¡Lesya! ¿Cómo estás, niña?
La última palabra me molestaría si no saliera de labios de Iryna.
«Iryna, 24 años. Recién acabados sus estudios de veterinaria, trabajaba como camarera mientras buscaba una oportunidad en su campo. Su mayor deseo era abandonar la residencia de estudiantes donde vivía mientras cursó la carrera para instalarse en una casa con jardín y llenarla de perros».
Así sería su obituario, más o menos. A veces no puedo evitar ir redactándolos en mi cabeza. Por si acaso.
Pero por ahora, Iryna está viva, y mucho.
–¡Marchando el doble de fideos! –anuncia. Me quejaría si no fuera porque ya los ha echado en la olla y, además, sus recetas están siempre deliciosas. O porque, si tengo que buscar yo una, igual tardo tres cuartos de hora en comparar las diez distintas que aparecen en internet. Nunca tengo claro si es mejor echar tres o cuatro huevos para medio kilo de harina en el bizcocho. O si el guiso lleva cebolla o cebolleta. Cosas así que me dejan de nuevo anclada en la pantalla.
De los nueve estudiantes con los que comparto el piso, ella es la más maternal de todos, y la mejor cocinera. Los demás oscilan entre la simpatía y la completa indiferencia.
–¿No trabajabas hoy? –le pregunto. Me sirvo un vaso de agua, a ver si me aclaro la boca, y me siento en la mesa de comedor que tenemos al fondo mientras ella cocina.
–Sí, pero pedí un cambio de turno –Iryna no desvía la vista de la olla mientras me contesta. El vapor le está rizando el pelo oscuro alrededor de la cara–... porque esta tarde tenía una entrevista.
«Cuando estaba emocionada, la voz le temblaba y sonaba algo más aguda de lo normal».
–¿Y qué tal ha ido?
Sé que sonríe por cómo se mueve el borde de sus pómulos, que levantan sus orejas.
–Bastante bien, la verdad. Las preguntas más técnicas me las sabía todas. Creo que buscan alguien para poner vacunas y dar pastillas. Y solo es una baja de maternidad, pero estaría bien tener ya algo en el currículo.
–A ver si tienes suerte.
Eso, en estos días, quiere decir muchas cosas.
«Consigue el trabajo y que no te maten entretanto. Por favor».
Iryna sirve los fideos y me coloca el plato delante. Huelen a soja y a sal. Busco un par de cubiertos en un cajón en el que no todo parece limpio, y me pongo de pie.
–Gracias.
Ella se sienta en un taburete libre.
–Ni se te ocurra volverte a tu habitación a pasarte otras tres horas mirando el teléfono. Hoy cenas conmigo y me cuentas tu día, o yo te cuento el mío. Había un loro ingresado muy mal hablado.
«Cuando decidía algo, nadie...