E-Book, Spanisch, 280 Seiten
Agnello Hornby Unas gotas de aceite
1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-17109-15-8
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 280 Seiten
ISBN: 978-84-17109-15-8
Verlag: Gatopardo ediciones
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Nace en Palermo en 1945. Desde 1972 vive en Londres, ciudad donde trabaja como abogada. Fue presidenta, a tiempo parcial y durante casi una década, del Special Educational Needs and Disability Tribunal. Desde 2012 colabora con la Global Foundation for the Elimination of Domestic Violence. Como escritora cuenta con una extensa obra narrativa. Su primera novela, La Mennulara (2002), fue un éxito de ventas y la consagró como escritora. Posteriormente publicó La tía marquesa (2004), Boca sellada (2007), Entre la bruma (2009), La monja y el capitán (2010) y El veneno de las adelfas (2013). Ha publicado, además, La pecora di Pasqua (2012) e Il pranzo di Mosè en colaboración con su hermana Chiara Agnello. De la misma autora, Gatopardo Ediciones ha publicado Mi Londres (2015), Unas gotas de aceite (2016), Palermo es mi ciudad (2018) y Nadie puede volar (2019).
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1. La mujer con la cabeza en el saco
El traslado a Mosè se realizaba en varias etapas. A primera hora de la mañana, Paolo, el chófer, cargaba en el jeep maletas, paquetes y productos de limpieza, y llevaba en avanzadilla a Filomena y Caterina para que limpiasen la casa y metieran las provisiones en la despensa antes de nuestra llegada, por la tarde. El trayecto desde Agrigento, donde vivíamos, a nuestra casa de campo, en Mosè, era breve —no más de veinte minutos—, y Paolo regresaba a la ciudad después de almorzar para cargar más bártulos y recoger a otros tres pasajeros: Julinka, o Giuliana, como la llamábamos nosotros, la niñera húngara; Francesca, hermana de Filomena y criada «fina» de mamá, que se había quedado en casa para servirles el almuerzo a mis padres, y yo. El jeep seguiría al Lancia 1700 —un cupé de color amaranto, el único en todo Agrigento—, con papá al volante y mamá a su lado, que llevaba en brazos a mi hermana Chiara.
Desde primeros de mayo, en casa no se esperaba otra cosa que el anuncio del traslado. Papá lo hacía, como máximo, con dos o tres días de antelación —le gustaba decidir en el momento—, así que era preciso que no nos pillara desprevenidos. Y a nosotros eso no nos pasaba nunca. A partir de la feria de Pascua, mamá empezaba a comprar y guardar lo necesario para reabrir la casa de Mosè: lejía, potasa, alcohol, velas y cera para suelos; mientras tanto, Filomena y Francesca lavaban, planchaban y metían en los cestossábanas, manteles y toallas de Mosè, que, como todos los años, el otoño anterior habían sido llevados a Agrigento por temor a la humedad; Caterina, por su parte, preparaba bolsas de legumbres, paquetes de azúcar, té, café, pasta, arroz y suficientes latas de atún en aceite y anchoas saladas para un regimiento. La maleta con la ropa de campo de Chiara y mía estaba preparada desde hacía tiempo, al igual que los juegos y los libros que nos llevábamos, además de las provisiones de tiritas, algodón en rama y agua oxigenada que preparaba Giuliana para nuestras inevitables heridas.
Era como si estuviésemos a punto de emprender un aventurado viaje a un lugar recóndito de la otra punta de Sicilia, desde donde, durante todo el tiempo que durase el veraneo, sería imposible acceder a un núcleo habitado.
Aquel año, 1950, se produjo un contratiempo. El día establecido para el traslado se presentaron por sorpresa los parientes de Castelvetrano y hubo que invitarlos a almorzar. Mamá envió a Francesca a la cocina para que le dijese a Caterina que no podía marcharse porque la necesitaba allí, y a Filomena, que iría a Mosè sola con Paolo. Y sucedió algo inconcebible: Filomena se negó, y daba tales voces que se la oía en toda la casa. Giuliana, con la excusa de que nos probáramos unos delantales, se apresuró a llevarnos a la habitación de Melina, la costurera, contigua a la antecocina y desde donde podría escuchar fácilmente sin ser vista. Filomena pretendía que Caterina, dada su condición de viuda, fuese a Mosè en su lugar; la sustituiría ella en los fogones, porque, al ser soltera, el hecho de que la vieran en coche con Paolo, los dos solos, acabaría con su reputación y le impediría para siempre encontrar marido. Caterina no quiso ni oír hablar del asunto: «¡Yo soy cocinera, no criada como tú!». Como tal, le correspondía llenar la despensa en Mosè, y eso era lo que haría. Luego, levantando la voz, añadió que ella también tenía una reputación que salvaguardar —«¡Da igual que una sea viuda, soltera o casada!»— y si lo que decía Filomena era verdad, ir sola en coche con don Paolo se la arruinaría. Filomena replicó, gritando a pleno pulmón, que de ella ya se hablaba bastante por ciertas miradas que cruzaba con el repartidor. La otra, entonces, no se contuvo y le espetó lo que todo el mundo sabía: pese a los incansables esfuerzos de su madre, Filomena, en el umbral de los cuarenta, antipática y nada guapa, no sólo no había recibido ninguna proposición de matrimonio, sino que no la recibiría nunca. Estaba destinada a quedarse soltera, al contrario que su hermana Francesca, a la cual, más joven y dócil, proposiciones no le habían faltado.
Filomena, que, como era de dominio público, no sabía cocinar, se dejó llevar por la impaciencia de cerrarle la boca a Caterina: «¡Estás celosa porque cocino mejor que tú, por más que te hagas llamar cocinera!». Caterina se echó a reír y, sin morderse la lengua, le contestó que no tener ni idea de cocinar era otra de las razones por las que no había encontrado, ni encontraría nunca, marido. Y además, don Paolo era padre de familia y en los treinta años de servicio que llevaba con los barones Agnello jamás se había propasado con ninguna mujer de la casa, de modo que no iría a extralimitarse precisamente con ella. Caterina añadió que, viéndolos en el jeep del joven barón, cargada la baca hasta los topes de bolsas de todos los tamaños, además de cubos, palos de escoba y otros utensilios para lavar los suelos, a nadie se le pasaría por las mientes que fuesen a dar un paseo romántico y mucho menos a fugarse. «¡Cateta!, pero ¿no te das cuenta de que no te quiere nadie?» Y dicho esto, Caterina arrojó ruidosamente sobre la mesa una bolsa de pistachos.
En ese momento Giuliana nos llevó, todavía con los delantales embastados puestos, a donde se hallaba mamá para contarle lo sucedido con todo lujo de detalles. Los gritos, como es natural, habían llegado hasta el salón —donde se esperaba el regreso de papá, que ignoraba aún la llegada de los primos—, pero mamá, pese a haberlos oído de sobra, se había mostrado indiferente a ellos mientras los invitados aguzaban el oído y se miraban perplejos. Cuando Giuliana hubo terminado su afligido relato, intercalado de «¿Se da cuenta?» y «No puedo creer lo que estoy oyendo», y el tío Marco, un hombretón sombrío de voz profunda que tenía fama de médium, se ofreció a averiguar qué estaba ocurriendo, mamá no pudo seguir haciendo como si tal cosa: se levantó y fue ella misma a la cocina, sola. Pero ni siquiera su presencia consiguió aplacar a las dos rivales, de modo que, como último recurso, mamá mandó llamar a Rosalia, la esposa del portero.
Rosalia era una mujer sabia y astuta. Pese a ser diminuta, sabía hacerse respetar por sus interlocutores, hombres y mujeres, mirándolos a la cara con sus grandes ojos centelleantes. Conseguía que la escucharan y obedecieran sin levantar la voz. Y así ocurrió también en aquella ocasión: se decidió que Filomena iría a Mosè con Paolo, pero con la cabeza cubierta con un saco que sólo se quitaría cuando el jeep se hubiese adentrado en el camino privado de Mosè.
Giuliana nos vistió deprisa y corriendo para llevarnos a la portería con el fin de ver la salida del jeep desde el zaguán. Era una húngara atractiva, casada con un siciliano que al estallar la guerra la abandonó en Trieste por una mujer más joven. Sus cuñados la acogieron, pero más adelante, deseosa de independencia, Giuliana aceptó el puesto de niñera en nuestra casa.
Pese a que sentía un profundo desprecio por ciertos comportamientos sicilianos, le fascinaban, y no perdía ocasión de presenciar riñas y escenas, que, por lo demás, nunca escaseaban y constituían para ella el sustituto del placer perdido del teatro.
La portería daba a via Atenea, la calle de Agrigento por donde se paseaba, y en ella hacían un alto todos aquellos que tenían alguna relación, por mínima que fuese, con las familias que vivían en el inmueble o con sus empleados. Antes incluso de que Rosalia bajara con Filomena, su marido, Filippo, ya había hecho correr la voz de lo sucedido por todo el vecindario: el personal de la farmacia de al lado, los propietarios de la mercería de enfrente y la taquillera del recién inaugurado cine Mignon. Todos ellos habían contado a su vez la historia por ahí, añadiendo de su propia cosecha y despertando la atención de otros curiosos.
Chiara y yo aguardábamos en la garita de la portería, ocupada de forma permanente por doña Concetta, la tonta del barrio, gracias al amable consentimiento de Filippo y Rosalia. Giuliana nos tenía cogidas de la mano. En la penumbra del zaguán, Paolo, pensativo, cargaba el jeep. A él le gustaba vivir tranquilo, y de vez en cuando suspiraba. Vecinos, transeúntes y ociosos se habían colocado a los lados y ante la gran puerta. En la acera de enfrente, los socios del Círculo Recreativo, que habían acudido en tropel, estaban apoyados en la pared como una nube de moscas zumbando. Todos aguardaban. Filomena fue la primera en dejarse ver al fondo del zaguán con el saco en la mano, seguida de Rosalia. Cuando vio aquella pequeña multitud, se detuvo. Rosalia la empujó hacia el jeep y la hizo sentarse apresuradamente al lado de Paolo, que ya estaba al volante.
—Don Paolo, cuando esté preparado para salir, acuérdese de decirle: «¡Filomena, tápate la cabeza!» —le ordenó, severa, en voz baja. Y a ella le dijo—: ¡Y tú acuérdate de taparte con el saco!
Filomena, más tiesa que un palo, asintió. Rosalia continuó, dirigiéndose de nuevo a Paolo:
—Cuando entre en el camino de Mosè, después de haber pasado Rubbabaruni, acuérdese de decirle: «¡Filomena, destápate la cabeza!».
—¡A sus órdenes! —dijo Paolo, acercando la mano a la gorra al tiempo que se ponía en posición de firmes.
Aquel gesto y aquella respuesta descolocaron a Filomena, que no había dejado de mirar ni un segundo al frente, y al chófer sólo le había echado un vistazo de refilón. Todos, dentro y fuera, oyeron su voz estridente:
—«Destápate», eso es lo que debe decirme, don Paolo, ¿a qué viene ese «¡A sus...