E-Book, Spanisch, 272 Seiten
Agnello Hornby Nadie puede volar
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17109-86-8
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 272 Seiten
ISBN: 978-84-17109-86-8
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
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Nace en Palermo en 1945. Desde 1972 vive en Londres, ciudad donde trabaja como abogada. Fue presidenta, a tiempo parcial y durante casi una década, del Special Educational Needs and Disability Tribunal. Desde 2012 colabora con la Global Foundation for the Elimination of Domestic Violence. Como escritora cuenta con una extensa obra narrativa. Su primera novela, La Mennulara (2002), fue un éxito de ventas y la consagró como escritora. Posteriormente publicó La tía marquesa (2004), Boca sellada (2007), Entre la bruma (2009), La monja y el capitán (2010) y El veneno de las adelfas (2013). Ha publicado, además, La pecora di Pasqua (2012) e Il pranzo di Mosè en colaboración con su hermana Chiara Agnello. De la misma autora, Gatopardo Ediciones ha publicado Mi Londres (2015), Unas gotas de aceite (2016), Palermo es mi ciudad (2018) y Nadie puede volar (2019).
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3. Así es la tía Rosina
Giuliana decía que la tía Rosina era retrasada, y quizá tenía razón, pero para nosotros era simplemente excéntrica. La conocí cuando ya era una anciana y viuda. Mamá contaba que de joven era cleptómana, pero nadie lo decía abiertamente. Si la invitaban a casa, la abuela Maria les advertía a ella y a la tía Teresa: «¡Cuidado con la tía Rosina! A veces coge lo que no es suyo, y hay que quitárselo sin darle un disgusto ni ponerla en un apuro». Cuando desaparecían las cucharillas de plata, había siempre una sobrina o una sirvienta de confianza que, al verlas asomar por los bolsillos, se acercaba furtivamente y se las quitaba sin que ella se diera cuenta.
Cuando venía a pasar unos días a Mosè, todas las mañanas esperaba que alguien trajera el Giornale di Sicilia: las noticias no le interesaban, ni tampoco los espectáculos, pero pasaba las páginas con avidez en busca de la sección de necrológicas. Las leía con atención, y, si había difuntos «conocidos», anunciaba el nombre: «Ha muerto...». Después leía en voz alta la necrológica entera y, tras un breve y desapasionado comentario sobre cada uno —«¡Era buena persona!», «¡Un sinvergüenza!», «¡Ya era hora de que se muriese!»—, se dirigía a nosotros con mirada sagaz: «¡Los que están deseando encontrar el anuncio de mi muerte van a tener que esperar aún muchos años! ¡Yo misma me ocupo de tratarme bien —concluía, golpeándose el pecho— y no morir como estos desgraciados!».
En cuanto Sicilia estuvo conectada a la red nacional, ella quiso comprar un televisor. Le encantaba la televisión —le parecía un milagro ver a las personas moverse y hablar dentro de aquella caja—, y en particular el telediario. El locutor que leía las noticias, un tipo extraño con orejas de soplillo, le fascinaba. Ella, que hablaba preferentemente en siciliano, se dirigía a él en su mejor italiano: respondía a sus «Buenas tardes» y «Buenas noches» con sonoros «¡Buenas tardes tenga usted!», y a veces, al final del noticiario, se permitía un íntimo «Buenas noches y buenos sueños tenga usted». Cuando no entendía algo, se dirigía a su ídolo para pedirle: «¿Puede repetirlo, por favor?», y en caso necesario insistía con más énfasis: «¡Perdone, le he preguntado si, por favor, puede repetirlo!».
La tía Rosina vivía en Palermo, en un piso con una bonita galería donde almorzaba en verano. Como no había tenido hijos, le gustaba estar con nosotros, los niños. Nos invitaba a todos los primos juntos y mandaba que nos preparasen escalopes a la milanesa. Pero había un «pero». Se divertía quitándonos la silla justo cuando íbamos a sentarnos, y cuando veía caer al infeliz de turno, se echaba a reír con ganas. Las niñeras lo sabían y montaban guardia detrás de nuestras sillas para evitar que se acercase. «No es intencionado, hay que hacer como si tal cosa —decía mamá, y añadía, suspirando—: Así es la tía Rosina, bromista... y muy directa.»
Al llegar a la vejez, se fue a vivir a casa de una sobrina. En una comida formal, estaba sentada al lado de una señora de alta cuna coetánea suya, de la que se decía que había sido dama de compañía de la reina. Después de haberse servido dos hermosas lonchas de carne con cebolla glaseada y haberse metido en la boca un buen trozo, la tía Rosina comentó que le faltaba ajo, que a ella le encantaba. Y volviéndose hacia su compañera de mesa, preguntó:
—¿A usted le gusta el ajo?
—No mucho —respondió frunciendo la nariz la señora, indignada y quizá asqueada.
—Lástima —continuó la tía sin percatarse de esto—, el ajo es bueno y muy saludable, créame. —Y al no recibir respuesta, impertérrita, se metió en la boca otro trozo y murmuró entre dientes—: Esto no lleva ajo.
En la familia se habló mucho de esta salida de la tía Rosina y de la reacción de la invitada. Se habló sobre todo del gesto de fruncir la nariz, considerado fuera de lugar e irrespetuoso con la tía, y por lo tanto con toda la parentela. A la señora no volvieron a invitarla a almorzar, mientras que la tía Rosina mantuvo su puesto de honor en la mesa de su sobrina.
—Así es la tía Rosina —repetía mamá.
Y así éramos nosotros: a los parientes, sobre todo a los que habían entrado en la vejez, se les trataba con respeto. Siempre y en toda circunstancia.
La tía Teresa pasó los últimos años de su vida en un mundo exclusivamente suyo. Al principio, cuando aún nos reconocía, intentaba comunicarse, pero no atinaba con las palabras. Las buscaba, balbuceaba... A veces, gracias a un destello de su antiguo ingenio, conseguía expresarse mediante gestos. Reía cuando venía a cuento, en ocasiones incluso de sí misma. Después dejó de reconocer hasta a su propio hijo, Silvano, y de hablar. Ingresarla en una clínica o una residencia era algo inconcebible: continuó en su casa, con Silvano y su familia, atendida por una mujer que la vestía con prendas cómodas y elegantes, le ponía el collar de perlas, la peinaba con esmero y la maquillaba. Su rostro conservó la belleza, pero ya no había emociones en él.
Mamá iba a verla y, cuando volvía a casa, musitaba con tristeza: «Teresa ya no está».
En los comienzos de mi carrera como escritora, una pareja de arquitectos me invitó a su villa dieciochesca. Me tenían preparado un auténtico tour por los salones, el estudio y los dormitorios, elogiando las obras de restauración y el mobiliario. Me llamó la atención que no hubiera espejos, porque son característicos de esas villas de estilo rococó, y manifesté mi sorpresa. El marido se puso tenso y miró a su mujer. Después de aquel cruce de miradas, ella bajó los ojos. «Venga», me dijo con decisión. Volvimos sobre nuestros pasos y atravesamos de nuevo las habitaciones por las que acabábamos de pasar. Él nos adelantó y continuó andando deprisa, hasta que en el vestíbulo se detuvo para esperarnos delante de una puerta cerrada. «Esto era el salón, ahora es la habitación de mi suegra... Sólo para mirar, no podemos entrar.» Abrió la puerta y mantuvo la mano sobre la manilla, preparado para cerrarla: un fresco del triunfo de Venus de colores nítidos, fruto de una restauración respetuosa, cubría la bóveda rectangular; la lámpara central, de cristal, parecía intacta; en las paredes estaban por fin los espejos, alternando con la tapicería de brocado, bastante nueva, pero en colores que tenían todo el aspecto de ser los originales. No había muebles, salvo, delante de una puerta vidriera atrancada, dos pesadas butacas y una cama turca. A primera vista, un salón maravilloso.
De pronto, un murmullo y un lento arrastrar de pies. Del hueco de la puerta vidriera emergió una anciana delgadísima de cabellos enmarañados, que empezó a deslizarse pegada a la pared: un batín que le llegaba hasta las rodillas dejaba a la vista unas piernas resecas que acababan en un par de zapatillas deformadas; sus ojos parecían estar fijos en mí, pero en realidad no miraban a nadie; escondía las manos en un fardo de lana que apretaba contra el estómago, como para contrarrestar una punzada de dolor. El fardo se movía arriba y abajo sobre el vientre y sobre el pecho plano, como aplastando una lámina, y poco a poco se desenrolló: era un suéter, y una de las mangas colgaba por un lado. Las manos empezaron entonces a desplazarlo desde el pecho hasta el cuello, hasta la barbilla y finalmente hasta la boca. La anciana separó los labios y empezó a arrancar a mordiscos trozos de lana que luego escupía al suelo. Tuve de nuevo la sensación de que me miraba con malicia; quizá trataba de darme a entender que no me quería allí, que me mataría a mordiscos... Yo estaba un poco asustada. Después se volvió hacia la pared, acercó una mano a la tapicería y avanzó en nuestra dirección. Sólo entonces me di cuenta de que manchas y desgarrones salpicaban la tapicería a la altura de los ojos, de que los espejos estaban opacos, y el suelo de mayólica, sucio. La anciana arrancó un trozo de brocado con sus dedos ganchudos y lo dejó caer, siguió arrancando otros trozos y se los acercó a la boca para chuparlos ávidamente, como si estuvieran impregnados de leche y miel, y mientras tanto aceleró inesperadamente el paso, estaba cada vez más cerca...
Mi anfitriona cerró la puerta e hizo girar rápidamente la llave en la cerradura. «Tiene Alzheimer —explicó—, destroza todo lo que toca y ve. Está encerrada en este salón desde hace seis años, dando vueltas sin parar siguiendo las paredes. Tiene una energía inagotable.» Desde el interior, un breve gemido, seguido de un silencio sepulcral.
La mujer se disculpó para ir en busca de la cuidadora.
Con cierto embarazo, su marido me contó que su suegra había quedado muy satisfecha de la restauración de la villa y decidió utilizar de nuevo el salón justo cuando el Alzheimer empezó a manifestarse: «Lo transformó en su dormitorio, al cabo de un tiempo dejó de...