E-Book, Spanisch, Band 149, 248 Seiten
o la excelencia en clave menor
E-Book, Spanisch, Band 149, 248 Seiten
Reihe: Biblioteca de Ensayo / Serie mayor
ISBN: 978-84-10415-49-2
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Marina van Zuylen es profesora de Filología Francesa y de Literatura Comparada en la Universidad de Bard y directora académica del programa Clemente Course in the Humanities. Ha escrito extensamente en defensa de algunos de los males más censurados de la modernidad: la fatiga, el aburrimiento, la ociosidad o la mediocridad. Es autora, entre otros libros, de A favor de la distracción (2019) y Elogio de las virtudes minúsculas (2025).
Weitere Infos & Material
Capítulo 1
Los recelos que despierta
lo suficiente
Peligros de escribir sobre lo suficiente Cuando ya tenía muy avanzado este libro, me di cuenta de que no era yo la única que escribía sobre la vida suficiente. Empezaban a publicarse algunos estudios acerca del tema, y muchos de ellos acusaban al capitalismo por su destructivo culto a una grandeza que se imponía a la moderación. También surgían debates en torno a las llamadas «madres tigre», que «entrenaban» a sus hijos para que se convirtieran en individuos capaces de conseguirlo todo en vez de ser, simplemente, personas que se conformaban con lo suficiente. Algunos defendían a esas «madres tigre» por querer lo mejor para sus hijos: ¡cómo no iban ellas a querer arrancar a su progenie de la oscuridad que había asolado sus propias vidas! Otros invocaban a la «madre suficiente» de Donald Winnicott, esa noción concebida por el pediatra de que si un progenitor perfecto es peligroso, también lo es la idea de la conducta impecable. Winnicott rogaba a sus pacientes que se olvidasen de esa musa maternal sin tacha que dominaba su imaginación y aceptasen que una madre suficientemente buena era mejor que su intachable contrapartida.1 Me llamó especialmente la atención un crítico literario que acusaba a un defensor de la vida suficiente de ser un clamoroso hipócrita. ¿Cómo era posible que la misma persona que se dedicaba en cuerpo y alma a escribir libros y a meter paja en su curriculum vitae asegurase repudiar toda voluntad competitiva?2 A otra escéptica le resultaba «un tanto sospechoso que todos estos consejillos vengan de personas… que persiguen su propia grandeza». Atacaba a un «defensor de lo suficiente» con muchísimos logros a sus espaldas reprochándole su doble moral. Me sentí directamente aludida. ¿Me reprocharían a mí las mismas cosas? Y lo que es más, ¿quién me confirió a mí el poder para decidir quién disfrutaba de una vida suficiente? ¿Acaso la persona a la que yo atribuyera dicha etiqueta no la recibiría como una señal de condescendencia por mi parte? Un amigo mío me tranquilizó: «Tu análisis actúa a posteriori. Tu indagación influye sobre lo que ocurre cuando has alcanzado el término medio de la felicidad». Me tranquilizó, sí, pero aún tenía mis dudas. ¿Y si tú, lector, eres esa persona destinada a la «grandeza», a alcanzar la fama y el reconocimiento? Pero entonces te topas con alguien (o sea, yo) que te sermonea para que reconsideres tu existencia y retomes una «vida suficiente». ¿No sentirías rencor? Esta persona (yo) te asegura que se trata de un consejo de amigo. Quiere de corazón lo mejor para ti. La fama no dura mucho, te dice; si te enamoras del poder, perderás tu paz interior, añade, con aire de saber de lo que habla. Menciona a personas cuyas vidas se vieron destruidas cuando les tocó la lotería. Se volvieron suspicaces, incluso envidiosas; sus amigos las abandonaron, sus familiares codiciaban sus millones. Todas mis advertencias parecen de lo más sensatas, ¿por qué, entonces, quien tanto denigra la vida suficiente menosprecia mis argumentos, atribuyéndoles una competitividad larvada? Y remata su crítica con este solemne juramento: «No descansaré hasta que no haya arruinado mi vida en mi búsqueda de la fama… Todos luchamos y porfiamos hasta que nos sangran los dedos, y no deja de ser divertido». ¡Todos luchamos y porfiamos! ¿Entonces la búsqueda del término medio podría ser también una forma velada de lucha? ¿Y acaso la persona que te está diciendo que abraces la templanza no confía a su vez en que te pongas a su nivel? Pero entonces ¿por qué algunos de los más importantes pensadores están tan convencidos de que el camino acertado es el que lleva a la vida suficiente? ¿Por qué Aristóteles y Marco Aurelio convirtieron ese propósito en uno de sus principios fundamentales: «evita los extremos, cultiva el término medio»? Y, con todo, ¿cómo puedo estar tan segura de que las páginas que los lectores se disponen a leer están escritas de buena fe? He depositado todas mis esperanzas en que el lector llegue a comprender, mientras avanza a lo largo del tortuoso sendero que le tiendo, que la vida suficiente guarda menos relación con un concepto de ambición que ha perdido su sentido, o con una serie de desalentadores compromisos, que con el deseo de mirar a los demás de manera diferente, de prestar una mayor atención a lo que subyace en los logros más llamativos. Escribir sobre la vida suficiente: un ejercicio peligroso Sea por elección o por necesidad, lo suficiente representará inevitablemente un dilema. Quien escriba o lea sobre ello se verá por fuerza atraído o repelido por sus consecuencias. Abrazar la ambición o huir de ella siempre provocará más de un alzamiento de cejas: lo mismo ocurre con la decisión de «asentarse», de elegir lo suficiente en medio del fragor de la existencia para cambiar el estatus personal, la propia vida. Pero entonces surge otra pregunta. ¿Y si estamos atrapados ya por aquello que hacemos, y si el cambio no es siquiera una posibilidad? Esto es lo que cuestiona otro escéptico de lo suficiente, localizando el origen de esa misma expresión, «lo suficiente», en un lugar de privilegio. Pocos de nosotros, dice, podemos optar por el término medio. Solo alguien que ya ha alcanzado ciertos niveles de éxito, o, al menos, un sentido de la propia valía, puede decidir conscientemente que no insistirá en ascender por la escala del éxito. Describe la vida suficiente como un lujo reservado a los pocos, y estos en su mayoría hombres blancos heterosexuales. Qué duda cabe de que uno de los mayores privilegios no reconocidos entre los hombres blancos es el derecho que tal condición les concede para fracasar sin miedo […]. Con todo, en los Estados Unidos la mediocridad es una forma de poder y de exclusión […] camuflada bajo las vestiduras de la meritocracia […]. Los negros, hispanos o asiáticos americanos que se quedan en la medianía demuestran la existencia de esa regla de la inferioridad racial que se extiende a toda su comunidad; la mediocridad de los hombres blancos solo les afecta a ellos mismos…3 Poca duda hay de que sin la libertad de medios y de espíritu, de cuerpo y de alma, es muy difícil detenerse a pensar en los pros y contras de la vida suficiente. Las personas a las que no cabe otra opción que la de trabajar hasta la extenuación no se verán reflejadas en la máxima del «derecho a fracasar sin miedo». Para un trabajador así, el fracaso es sinónimo de pérdida. Por otro lado, si luchar por la vida suficiente es realmente un lujo, el glaseado de un pastel ya lo bastante suntuoso, despachar la cuestión como una mera aberración elitista supondría un grave error. Los más privilegiados no son solo aquellos que tienen la libertad de reflexionar y de ejercer un control sobre sus propias vidas. Las decisiones que nos permiten cambiar el rumbo de nuestra existencia igualmente pueden provenir de la oscuridad de una cárcel como sobrevenirnos mientras lavamos los platos. Todos los seres humanos, independientemente de su clase social, habitan ecosistemas altamente individuales. ¿Quién no es mínimamente sensible a la buena o la mala suerte de aquellos que nos rodean? La vida suficiente, como me dispongo a demostrar, no es un estado del ser estanco. Puede ocupar los primeros planos o replegarse al fondo, podemos desearla o vilipendiarla, elogiarla o darle la espalda. Desde que miro la literatura y la vida a través de estas lentes, la gente a mi alrededor se me ha vuelto mucho menos definida: ya no encaja tan a las claras en su uniforme público. Como un palimpsesto, reflexionar sobre la vida suficiente ha añadido una complejidad más a mi anterior manera de comprender el mundo; me detiene en seco cuando por inercia estoy a punto de colgarle a alguien tal o cual etiqueta. Ahora me irritan palabras como «éxito» o «fracaso», «poco interesante» o «aburrido». Eso no quiere decir que no las use o no las tenga en cuenta, pero sí es cierto que trato de apagar esa parte de mi cerebro y poner en práctica una manera de pensar que abandone esas categorías. Después de todo, ¿no hay un mundo ahí fuera lleno de personas tan herméticas para mí como lo soy yo para ellas? Y hablo de las mismas personas que por lo general se resisten a enumerar sus puntos fuertes, y que podrían verse completamente ignoradas si yo no reprimiera mis prisas por juzgar. Todo ello me lleva a pensar en «la hora undécima» evocada por Emily Dickinson, esa hora en la que se disipan las primeras impresiones: ¿Por qué no hay una «hora undécima» en la vida de la mente como la hay en la vida del alma? Los pecadores de cabellos grises son salvados, las muchachas simples se vuelven sabias, ¿quién sabe? ¿Quién es sabio o imprudente, digno de perdón o de rencor? ¿Quién no es lo suficientemente bueno? Sé que no he prestado atención a muchas personas y objetos maravillosos. Por ese motivo mi versión de la vida suficiente implica tanto la noción de modificar mi mente como la de adaptarla a la undécima hora. Spinoza, Eliot, Woolf, Levinas y Ferrante se cuentan entre aquellos que me han proporcionado las mejores herramientas para calcular la distancia que media entre las primeras impresiones y una imagen oculta y mucho menos...