Viestad | Una cena en Roma | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 146, 208 Seiten

Reihe: Biblioteca de Ensayo / Serie mayor

Viestad Una cena en Roma

La historia del mundo en un menú

E-Book, Spanisch, Band 146, 208 Seiten

Reihe: Biblioteca de Ensayo / Serie mayor

ISBN: 978-84-10183-91-9
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Hay más historia en un plato de pasta que en el Coliseo.Un fascinante ejercicio de arqueología culinaria, un entretenido y sabroso viaje a través de la mesa y del tiempo. «Hay más historia en un plato de pasta que en el Coliseo». Así, a partir del menú de un clásico restaurante de la capital italiana, Andreas Viestad nos adentra en un fascinante ejercicio de arqueología culinaria, un entretenido y sabroso viaje a través de la mesa y del tiempo, una exploración que va desde la Ciudad Eterna hasta el mundo globalizado. Desde el pan de los entrantes -que le sirve para rastrear los orígenes del trigo y su papel en el ascenso y la caída de Roma-, pasando por el aceite, la sal, la pimienta, la carne o el vino, hasta el sorbete de limón del postre -que explica cómo el hambre de azúcar incentivó el comercio de esclavos en el mundo antiguo-, la cena de Viestad no puede ser más romana. Su relato, en cambio, resulta absolutamente universal. Así pues, moviéndose con fluidez entre los olores y sabores de un pequeño local y las largas líneas de la civilización, este seductor ensayo narrativo nos invita a reflexionar sobre la importancia capital de los alimentos en el desarrollo de la humanidad. «Moviéndose con fluidez entre los olores y sabores de un pequeño restaurante local y las largas líneas de la civilización, Viestad ha logrado un seductor ensayo que nos invita a reflexionar sobre la importancia de los alimentos en la historia de la humanidad».Alice Waters «Una atractiva mirada a los alimentos y su historia a través del prisma de un menú en un conocido restaurante romano. Una arqueología culinaria tan erudita como apasionante».Marina O'Loughlin, The Sunday Times

Andreas Viestad es escritor, chef, restaurador y activista gastronómico. Vive entre Oslo y Ciudad del Cabo, ha sido presentador del programa de televisión noruego New Scandinavian Cooking y columnista en The Washington Post. Es autor de Kitchen of Light y Where Flavor Was Born.
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Pan
Me traen el pan cuando apenas he tomado asiento. Angelo, el camarero, pasa a toda velocidad de camino a la terraza y, con un movimiento casi imperceptible de la mano, deposita la cesta en el centro de la mesa. En muchos restaurantes de Italia, hay que pagar un suplemento por el pan, el coperto, que ronda los dos euros por persona. Los clientes detestan una práctica que les hace sentir estafados, así que ahora en Roma está prohibido cobrarlo. Aun así, pagues por él o no, el pan que te sirven suele ser insípido; a veces va envuelto en plástico y es tan insulso como un trozo de corcho. No es este el caso del pan sin coperto de La Carbonara. La miga es tierna y esponjosa, y la corteza crujiente, con una textura sutilmente compacta que le da la resistencia justa al masticar. Se hornea en la puerta de al lado, en Forno Campo de’ Fiori, una de las pocas tahonas artesanas que han sobrevivido a la invasión de las grandes panaderías industriales que ahora dominan Italia. El apartamento donde me alojo está en el edificio contiguo y tiene una terraza que da a la plaza. Por la mañana me gusta salir y observar a los que pasan. Desde arriba, se ve cómo cambia de pronto de dirección el río de gente cuando abre la panadería a las siete y media de la mañana, como si desembocara en un estanque o en un lago. Forno Campo de’ Fiori siempre está lleno. El surtido cambia a lo largo del día: cornetti, galletas y pizza alla romana (una masa fina estilo pizza con mortadela) por la mañana, y pizza al taglio de un metro de largo, repostería más elaborada y diferentes tipos de pan cuando vuelven a abrir por la tarde. Como en todo el casco histórico, la clientela es una mezcla de romanos y turistas. Pero, aunque estos últimos son una parte considerable y presumiblemente deseada (esencial, incluso), es como si no existieran. Todo se hace en italiano. Y no solo eso: prácticamente todos cuantos compran por primera vez en la panadería tienen problemas para seguir el enrevesado procedimiento de cobros y pedidos. Aun así, nadie intenta simplificar el sistema ni dar ninguna explicación. Cada vez que llega alguien nuevo al mostrador, vacila, y cada vez se le atiende con la misma impaciencia, como si fuera el primero en no aclararse. Pida ahí, pague aquí, recoja el pedido allá. ¡Lo sabe todo el mundo! No hacen falta aclaraciones ni carteles. Ya no sé cuántas veces he sido yo «el tonto» que ha retrasado la cola, porque siempre olvido que en los bares hay que pagar primero y luego recoger el espresso, mientras que en una panadería primero hay que pedir, después pagar y al final enseñar el tique para recoger el pedido. Esta reticencia a formar parte de una comunidad globalizada y anglófona, donde es fácil ir de compras, donde puedes pedir un café con leche a media tarde y donde las tiendas no tienen la persiana echada varias horas a mediodía, es una fuente inagotable de frustración para los extranjeros residentes en Roma que conozco, y también para muchos italianos. Al mismo tiempo, contribuye a dar su carácter único a la ciudad. Esa actitud desafiante y orgullosa tiene su atractivo, sobre todo cuando no se tiene que vivir con ella cada día. Resulta bastante humillante estar ahí plantado y rojo de vergüenza, después de recibir una regañina delante de toda la clientela por haber faltado a la etiqueta de la panadería. Sin embargo, la sensación es magnífica una vez que has aprendido el sistema. Ahora, cuando voy a comprar un cornetto, miro con indulgencia a la extranjera primeriza que lo hace todo mal. Si es amable y está perdida, la ayudaré; si se muestra altanera y exigente, me quedaré callado en la cola con los demás iniciados, como un romano más. El pan es una parte más de la comida en Roma por las mismas razones que en otros lugares: es una pieza universal de nuestra cultura gastronómica. Hace unos años estuve trabajando en Zimbabue; allí se come sadza, una especie de gachas espesas de maíz. Las tienen por una comida básica, un alimento esencial, y las comen todos los días, a menudo varias veces. Al cabo de un tiempo me harté de comer sadza sin parar y empecé a llevar mi propio almuerzo. —¿Cuál es el alimento básico en Noruega? —me preguntó un colega, tan fascinado como horrorizado de que existiera un lugar en la otra punta del mundo donde no nos encantara la sadza. —No tenemos ninguno en particular como aquí —le contesté. Empecé a enumerar todo lo que se come en mi país: bacalao, salmón, cordero, col, cerdo o carne de caza, como alce o reno. Muchas cosas diferentes, según la estación o el gusto de cada cual. El otro se echó a reír: —¡Estás de broma! Pero ¡si comes pan en el desayuno, a media mañana, para el almuerzo y con la cena! ¡Estás enganchado! Mira lo que tienes delante, hombre. Así que miré el bocadillo y tuve que darle la razón. He comido pan todos los días, toda la vida. Un día cualquiera, lo como varias veces: en el desayuno y en el almuerzo, incluso entre horas. A menudo me parece aburrido y no dejo de pensar que debería cambiarlo por algo más estimulante. Pero el pan es lo que me mantiene en pie. En Noruega es así desde hace generaciones. Y aquí en Roma, desde hace más de dos mil años. El pan es la guarnición que no ha de faltar en ningún restaurante; puede servir para quitar el hambre o para aprovechar hasta la última gota de salsa de la pasta o de jugo de la carne. En una mesa cercana hay un grupo de amigos; uno de los jóvenes ha pedido lubina a la parrilla, el plato más caro de la carta, y los demás se han conformado con un sencillo plato de pasta. La tradición cuando se sale a comer fuera es pagar «a la romana», pagare alla romana, que consiste en dividir la cuenta en partes iguales, sin calcular quién ha comido qué. Es de suponer que todos son conscientes de que van a tener que costear la exclusiva apetencia de su amigo. Uno tras otro, untan el pan en la mezcla de caldo, aceite y zumo de limón de la fuente de pescado: ya que van a pagar, al menos quieren probarlo.

El pan y el cereal han desempeñado un papel central en la historia de Roma. El cereal servía de alimento, pero también fue lo que sustentó el crecimiento de la ciudad; de todo el Imperio, en realidad. En la leyenda, la historia de Roma se abre con la llegada de un pequeño grupo de personas a la costa occidental de la actual Italia. «Canto a las armas», escribe el poeta Virgilio al comienzo del poema nacional del Imperio romano, La Eneida:
… y al héroe que forzado al destierro por el hado fue el primero que desde la ribera de Troya arribó a Italia y a las playas lavinias. Batido en tierra y mar arrostró muchos riesgos por obra de los dioses, por la saña rencorosa de la inflexible Juno. Mucho sufrió en la guerra antes de que fundase la ciudad y asentase en el Lacio sus Penates, de donde viene la nación latina y la nobleza de Alba y los baluartes de la excelsa Roma.
Todo comienza cuando Eneas, hijo del rey, se asienta con su séquito en una zona hasta entonces indómita e incivilizada; un territorio cubierto de bosques, cuyas gentes no sabían cultivar plantas ni criar animales. Según Virgilio, eran oriundos de los robles. La ciudad no se fundó hasta pasadas generaciones. Hubo que esperar a que aparecieran en escena dos descendientes de Eneas: los gemelos Rómulo y Remo. Como si su historia familiar no fuera ya lo bastante complicada, nacieron fruto de una violación (la perpetrada por Marte, dios de la guerra) y un tío celoso ordenó su asesinato nada más nacer. Los rescataron una loba y un pájaro carpintero; la primera amamantó a los hermanos, pero no está claro en qué ayudó exactamente el pájaro (esta parte de la historia se suele omitir). En cualquier caso, cuando los gemelos crecieron y se dispusieron a fundar la ciudad, los enfrentó el lugar elegido: si Rómulo se inclinaba por el monte Palatino, Remo prefería el Aventino. La disputa se saldó con la muerte de Remo a manos de su hermano Rómulo, quien, con toda modestia, le dio a la ciudad su propio nombre. Se dice que Rómulo fundó Roma en la fiesta de la diosa Pales, protectora de los pastores, el 21 de abril del año 753 a. e. c. Y, aunque se ha dejado de tomar el mito al pie de la letra, esta fecha se utiliza habitualmente todavía para calcular la antigüedad de la ciudad. También la loba amamantando a los niños sigue siendo el símbolo de Roma. El motivo está en todas partes. De la fachada de La Carbonara cuelgan los restos de un viejo cartel del A. S. Roma, en cuyo escudo aparecen los tres. Así, a diferencia de la mayoría de los pueblos vecinos, los romanos no provienen de los primitivos nativos ni de los robles. Ellos son los descendientes de Eneas de Troya y por sus venas corre sangre de dioses. Y la ciudad se fundó con un fratricidio.

Nuestro conocimiento de la historia más antigua de la ciudad se basa en mitos, y lo más seguro es que la mayor parte de lo que se cuenta en ellos no sucediera nunca. Sin embargo, a falta de otras fuentes, hay que confiar en los cuentos, con la esperanza de que sean tal vez la expresión de alguna verdad que quedó allí escondida. Si no fue exactamente eso lo que ocurrió ni con los mismos protagonistas, quizá sucedió algo parecido; y es probable que así sea. El historiador romano Tito Livio, cuya obra data de comienzos de nuestra era, admitió que en esa parte de la historia oficial de la ciudad bien podría haber más de encanto y de poesía que de verdad; y, aun así, la defendía: «Es esta una concesión que se hace a la antigüedad: magnificar,...


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