E-Book, Spanisch, 128 Seiten
Reihe: Biblioteca Herder
Un coloquio en el umbral entre filosofía y teología
E-Book, Spanisch, 128 Seiten
Reihe: Biblioteca Herder
ISBN: 978-84-254-2902-6
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
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Introducción
PENSAR EN LA ENCARNACIÓN
El coloquio que presentamos aquí se desarrolla en torno al tema «Dios: la posibilidad buena», expresión usada por Gianni Vattimo en el transcurso de la entrevista, y que a ambos entrevistados les ha parecido suficientemente indicativa de la orientación que anima sus respectivas posturas. Tienen estas el común denominador de una análoga comprensión del fenómeno de la secularización, con el que comienza el coloquio. No interesa aquí recorrer desde un punto de vista genealógico1 el fenómeno en sus múltiples aspectos, sino más bien captar las coordenadas generales en las cuales se mueven los discursos de Vattimo y de Dotolo, aunque con sus respectivas diferencias, para poder diseñar el lugar histórico a partir del cual tienen sentido las consideraciones de ambos. Y esto porque, hermenéuticamente, la relación entre el hombre y el lugar que habita, o bien su mundo histórico, se encuentra en la raíz de la relación del hombre consigo mismo, con el resto del ente y con Dios. Optar por una u otra de las distintas concepciones del fenómeno de la secularización no es, por lo tanto, indiferente, porque es a partir de ella como se perfilará la vocación histórica propia de esta generación, la nuestra, con la conciencia del quién que se es, y con la responsabilidad del cómo y del qué debe hacerse con la vida que se nos confía. Solo con una idea suficientemente clara acerca del mundo que habitamos podremos estar a la altura de nuestra vocación histórica. A este propósito la alternativa respecto a la secularización es la siguiente: ¿el fenómeno del advenimiento de la modernidad debe entenderse como una ruptura con el cristianismo o como un fenómeno derivado del cristianismo? Nuestros dos autores, contra otras lecturas,2 propenden ambos a la segunda hipótesis, interpretando la tradición hebreo-cristiana como madre de la modernidad, porque la laicidad de la modernidad, con los valores antropológicos, cosmológicos y políticos que la distinguieron, se constituye como una continuación suya desacralizada. Es esta una figura paradójica en ciertos aspectos. En efecto, la secularización moderna se caracteriza como traducción inmanente de los valores religioso-sacros heredados del cristianismo medieval. Y, no obstante, llega a ser posible en virtud de un retorno a condiciones de comprensión típicos de la matriz hebrea del cristianismo, que hacen explotar desde dentro la cosmología medieval, calcada más bien sobre la matriz helenística.3 En suma, el rasgo secularizador de la modernidad ha sido posible gracias, precisamente, a la tradición hebreo-cristiana que la Ilustración creyó haber dejado fuera de juego. Con más precisión, el desencantamiento del mundo, hecho posible por el monoteísmo hebreo, que rompe con todo aspecto numinoso o animista del mundo, es la condición para el desarrollo de una concepción de la naturaleza entendida como mecanismo unitario, capaz de funcionar según leyes simples, disponible, por tanto, para el cálculo y la previsión; y es también la condición para pensar al hombre como ser capaz de intervenir en un mundo que se somete a su poder, una vez despojado de toda presencia sacra. Esto, a su vez, deja espacio a una ética y a una política que se miden cada vez más por el más acá presente y no por el más allá futuro, así como a una racionalidad de la historia cuyo sentido emancipador respecto de toda tutela sacra se manifiesta en las tendencias que muestra el proceso histórico mismo, permitiendo con ello su comprensión inmanente. Precisamente el énfasis en la capacidad de acción del hombre, entendido ahora como sujeto, sobre una naturaleza que ya no es sacramente intocable, entendida ahora como objeto, dentro de una historia de emancipación en la que aquel aparece como protagonista, abre nuevas posibilidades de comprensión, fruto de la secularización entendida como interpretación de los contenidos de la revelación cristiana, y no como su liquidación. Por tanto, en general se puede afirmar de modo legítimo que la tradición hebreo-cristiana puede ser interpretada como madre de la modernidad secularizada, porque la modernidad laica se constituye en su continuación e interpretación desacralizada. Este proceso de desacralización se basa, en efecto, en la idea de mundanidad del mundo típica de la tradición hebreo-cristiana,4 sobre la que se sostienen las doctrinas de la creación y de la encarnación. La relación de creación que articula la relación entre Dios y mundo legitima al mundo como lo otro de Dios, como lo que Dios no es. Que se dé un mundo, por tanto, supone la creación de un espacio sin Dios, de un espacio ateo, para decirlo con Levinas o con Simone Weil. En este espacio habita el hombre, y, justamente porque Dios y mundo no son lo mismo, Dios y mundo pueden encontrarse como partners de una libre alianza. De otra parte, la encarnación del Verbo supone la aceptación de esta alteridad de lo humano mundano que es asumido precisamente en cuanto no divino. El peso específico del mundo, como espacio autónomo respecto del ámbito de lo divino, se mantiene y legitima por el evento y en el evento de la encarnación. La consonancia en este punto de las posturas de Vattimo y de Dotolo muestra que ambos encuentran en el cristianismo el antídoto de toda sacralización del mundo y de Dios, que toda postura metafísica5 onto-teo-lógica, teísta o ateísta –tanto da– lleva consigo. En particular, creo poder decir que el cristianismo representa el antídoto para todo fundacionalismo, para todas aquellas posturas que, en un aspecto u otro, creen poder alcanzar el fundamentum inconcussum sobre el cual estructurar un orden ontológico cualquiera, que se presente como sistema definitivo donde integrar la realidad de una vez por todas. Pero han sido demasiados los fundamenta inconcussa en la historia del pensamiento occidental para poder creer todavía en ello,6 y para poder creer en una razón monológica y ahistórica, o bien abstracta, absolutamente incontrovertible. El final de los metarrelatos modernos que legitiman el saber acerca de la realidad, la emancipadora de la enciclopedia ilustrada y la especulativa de la enciclopedia idealista, nos lo ha contado últimamente Lyotard.7 La época de una metafísica ontoteológica ha cerrado. No digo que haya «acabado», porque hay todavía autores que escriben sobre ella, sino que ha «cerrado», porque ha concluido su palabra histórica, ha agotado, en cuanto llego a entender, sus posibilidades históricas. Permanece en pie solo como residuo, para los que, no teniendo todavía instrumentos conceptuales idóneos para hacer frente al tiempo en que hemos sido llamados a vivir, retroceden a posiciones que históricamente han pasado ya de moda. Insistir en posiciones metafísicas ateas y materialistas que se afanan por querer «demostrar racionalmente» que Dios no existe8 o en posiciones teístas y espiritualistas atareadas en querer «demostrar racionalmente» que Dios existe9 significa estar combatiendo en posiciones muy retrasadas. También en este caso la figura de la encarnación nos ofrece posibilidades hermenéuticas. Una racionalidad que pretenda prenderse por los pelos y trasladarse fuera de su propia determinación histórica, aparte de los problemas lógicos que pone en marcha,10 parece más bien querer exorcizar la intrínseca finitud de la razón humana, refugiándose en una especie de purismo de marchamo docetista, que ponga entre paréntesis toda pertenencia mundana y sacralice una mirada from nowhere. Pero una racionalidad que tema la caducidad de su mundanidad o, propiamente, de su «carnalidad» intenta llevar a cabo una empresa análoga a aquella operación «química de separación de lo empírico y lo racional»11 que intentó llevar a cabo Kant. Purificada de todo vínculo con las personas reales y con su horizonte de comprensión históricamente determinado, la racionalidad metafísica se desencarna, se «desmundifica», se «deshistoriza» y, por consiguiente, se angeliza, se eterniza, se sacraliza, como un nuevo tótem que pretende obediencia. Este modelo de racionalidad, en efecto, desarrolla su discurso sistemático en una modalidad apodíctica y monológica, que prescinde de toda forma de consenso explícito por parte de cualquier interlocutor real.12 Esta pretensión, la de una razón que se ha vuelto abstracta, general y anónima, desaprueba la alteridad concreta, particular y personal, en cuanto cree disponer a priori de la posibilidad total del discurso, pudiendo así anular desde el comienzo cualquier objeción. Es una razón no falsable. Cerrándose la vía de la «carne» como vía de la finitud y la caducidad propias, la razón metafísica se presenta como razón única y definitiva, una razón absoluta, en suma, libre de toda caracterización humana. En relación con todo esto, el itinerario crítico del siglo xx, erosionando toda pretensión absoluta de la razón moderna, respondió con claridad que «la idea de una razón absoluta no es una posibilidad de la humanidad histórica».13 Solo podemos recurrir hoy a una razón consciente de su propia contingencia histórica. Precisamente porque nada humano puede ser absoluto, todo absolutismo humano no es más que una absolutización de horizontes históricos contingentes. Por otra parte, no quiero decir con esto que el paso a lo posmoderno tenga ya claro cómo ha de concebirse un correcto equilibrio entre confianza en la razón y conciencia de sus límites; todo lo contrario. Pero lo cierto es que el lugar histórico a partir del cual el pensamiento está llamado...