Vaquerizo | La aritmética del caos | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 220 Seiten

Vaquerizo La aritmética del caos


1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-16936-48-9
Verlag: Nowevolution
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

E-Book, Spanisch, 220 Seiten

ISBN: 978-84-16936-48-9
Verlag: Nowevolution
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El aire está saturado de un perfume que ya nadie recuerda. Huele a humo, huele a libertad, pero también a muerte. Es el aroma de la revolución y el caos. Mientras Madrid arde en los apasionados fuegos del segundo 15M, tres mentes, más allá del espacio y el tiempo, convergen en un encuentro del que solo se puede esperar una aritmética que permita operar con el caos, sumar, restar, dividir, ejecutar con elegancia la aritmética del caos. Penélope es una asesina en serie que extrae los cerebelos de sus víctimas con perfección quirúrgica y devoción mística. Solo ella entiende por qué, a quién y cómo atacar. Jaime un ex-secretario judicial ya jubilado, soltero y solitario, que ve como su mundo se trastoca de arriba a abajo cuando desaparece uno de sus compañeros de barra, alguien a quien no tiene especial aprecio, pero al que se ve obligado a buscar por pura necesidad de estabilidad. Víctor es un joven desempleado, una víctima más de la crisis que ha agotado sus reservas de dinero y de cordura. Vive al día, sometido a una alucinación que le hace ver personajes históricos como si estuvieran vivos y le hablasen solo a él. Tres personajes que se suman, se restan y se persiguen quizá para dividirse o multiplicarse en el espacio de un caos de hierba fresca, gritos, rabia, sangre, filos a medianoche y extrañeza.

Eduardo Vaquerizo Rodríguez (Madrid, 7 de julio de 1967) es un escritor español de relatos y novelas de ciencia ficción, terror y fantasía. Aunque parte de su obra puede adscribirse a la llamada ciencia ficción dura, donde refleja su formación como ingeniero aeroespacial, o incluso al homenaje más desenfadado al género 'pulp', la mayor parte de sus relatos son afines a la intención formal y estilística de la ciencia ficción posterior a la Nueva Ola, incluyendo ucronías, relatos steampunk y postcyberpunk y experimentos que bordean lo onírico y surrealista. En toda su obra destaca la búsqueda de imágenes muy visuales y el afán por construir una cadencia musical en sus escritos. Temáticamente, ha explorado con frecuencia la presentación de mentalidades totalmente ajenas a la nuestra y ha analizado lo que entendemos por realidad, sea esta virtual o no.

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      05       Debía estar loco. Loco de atar. Solo así se entendía que sentado a su lado, en una silla tan incómoda como la suya, frente a un escritorio minimalista de acero y vidrio que debía costar lo mismo que un coche de lujo, estuviera Carl Jung. Víctor intentaba no mirarlo, pero la tentación era demasiado fuerte. El hombre tras el escritorio era un consultor senior, socio, o algo similar, de una consultora famosa por sus altos sueldos y su falta de escrúpulos. El experto que tenía su única posibilidad de trabajo en los dos últimos años en sus bien cuidadas manos, vestía un traje de Armani que conseguía ocultar las imperfecciones de su cuerpo, fofo y un poco chepudo. Desde luego no era un hombre a la altura de la imagen que tenía de aquella empresa. Bizqueaba ligeramente al leer y pronunciaba las erres de un modo raro, arrastrándolas más de la cuenta. —Su curriculum es ciertamente impresionante. Tres idiomas, dos MBAs, uno de ellos en Harvard... Carl enarcó una ceja. Iba a hablar, lo sabía, no había ninguna posibilidad de que permaneciese callado durante toda la entrevista. Notó el sudor acumularse en el cuello de la camisa. El consultor de recursos humanos seguía leyendo su curriculum. No era para tanto, solo tenía tres páginas. Le volvió a bizquear un ojo y sintió las palmas húmedas. Se concentró en el consultor, tenía que causarle buena impresión, pero ¿cómo hacerlo a alguien que lee tu curriculum como si fuera el informe psiquiátrico de un asesino en serie mientras este le apoya un cuchillo sobre el cuello? Apartó la vista, no quería parecer ansioso, y miró a su izquierda. Carl Jung era el mismo hombre de las fotos en blanco y negro, pelo blanco, gafas redondas, bigote sobre una boca ancha, de sonreír amplio y socarrón. No le faltaba ni la pipa. Le vio sacársela de la boca, cruzar las piernas y mirar la voluta del humo recién expelido de sus pulmones mientras comenzaba a hablar. —Es un rito de paso. La cueva es aquí la oficina, el chamán el jefe de recursos humanos, la autoridad, el guardián de la nueva edad, el que abre las puertas de un empleo que te califica como adulto, de un papel en la vida que ahora no tienes. Si hubiera sido real le habría encantado hacerle tragar la pipa. Se contuvo. Llevaba sin trabajar más de dos años. Le quedaba muy poco paro ya. Había que pagar la puñetera hipoteca. Eso sin contar la cuenta de internet, la del teléfono móvil y las botellas de güisqui. Y la gasolina para el coche. Y además quería comprarse una bici, una de esas con amortiguadores y llantas de material compuesto. Y necesitaba ropa nueva para que las chicas de los bares a los que iba se fijaran en él. Alguna vez había pasado. De nuevo tuvo que volver la vista hacia su derecha. Para ser una alucinación, Carl Jung era muy sólido, más aún que el hombre que leía su curriculum. Solo el profundo convencimiento de que no podía ser real le impedía preguntarle al entrevistador si él también lo veía. Eso y que no quería arruinar su entrevista de trabajo. —¿Con quién estudió en Harvard? Carl sonrió, toda la boca se deformó hasta hacerle parecer un gnomo demente. Cruzó la pierna y le apuntó con la pipa antes de dirigirse a él. —Ahora viene la prueba. Vas a sudar un poco. —Hildegard y Von Bingen. Habló dos puntos más alto de lo que hubiera sido aconsejable. Sonrió para amortiguar el efecto de su medio grito. —No puede saberlo, claro, pero yo también estudié allí. Guardo estupendos recuerdos de Harvard. Carl le miró con desprecio antes de volver a intervenir. —Mentiroso, pedante y estúpido mentiroso. Solo hay que ver el movimiento de la mano al nudo de la corbata. Reflejo inconsciente que intenta estrangular la mentira. No ha estudiado allí. No entiendo el valor que le dais a esa universidad de paletos. Jung fumaba furiosamente y miraba por encima de sus gafas redondas al head hunter chief. Podía desaparecer, pero era algo poco probable. El entrevistador dejó su curriculum encima de la mesa. Víctor sonrió lo menos falsamente que pudo e intentó aparentar aplomo. —Es un sitio magnífico. Se aprende de verdad, por eso tiene tanto valor su titulación. —Así es, sí. Bueno, pues voy a pasar su propuesta al comité de decisión y le informaremos cuando tomemos una resolución. Le agradezco que nos haya considerado como una opción. Buenos días. —Buenos días. Se levantó, le dio la mano y se mantuvo unos segundos mirándole, sonriendo, lo suficiente hasta que no pudo soportar más la mirada socarrona de Jung de pie a su lado, también sonriendo y mirándolos alternativamente a los dos. Ya en la calle, se alejó a grandes zancadas de aquel edificio de acero y cristal, casi idéntico a cualquier otro de los gigantes empresariales que crecían en las cercanías de la Castellana. Le rodeaban multitudes de hombres y mujeres trajeados, radiantes. Cerró los ojos y se detuvo. Por un momento había visto cómo aquel paisaje de sana prosperidad neoliberal se había convertido en una perspectiva delirante de amplios espacios de aire traspasado por largos rayos de sol, dónde evolucionaban grandes masas de burbujas centelleando en tonos morados, oros y negros, unidas unas a otras por una confusa maraña de hilos negros. Se frotó los ojos hasta que vio estrellas y luego los abrió. El mundo seguía siendo el de siempre. No hacía calor, tampoco frío. La brisa movía las hojas de los árboles y la gente pasaba a su lado sin siquiera mirarlo. Carl Jung, más bajito de lo que imaginaba, lo miraba con curiosidad. —Me estoy volviendo loco. —Es probable, pero no lo creo, al menos no más que el resto de estos imbéciles que te rodean. Al menos tú tienes imaginación y sustancia gris debajo del cráneo. Para estos, su única fantasía es tirarse a su secretaria o comprarse un coche caro para sublimar ese deseo. —¿Por qué? —¿Por qué, qué? —Tú, los otros. —No puedo ser objetivo, no puedo explicarme a mí mismo. Víctor se sentó en un banco cercano. La gente pasaba de prisa, todos oficinistas con carpetas o maletines, solos o de dos en dos, corriendo sobre las aceras asustados de estar fuera de sus bunkers de cristal y acero. Eran enormes lemmings de dos patas, suicidando su existencia, su humor, el brillo de sus ojos, la amplitud de su sonrisa, en una mentira de proporciones titánicas. Lo malo es que él quería formar parte de esa mentira, lo deseaba. Necesitaba trabajar, teclear absurdeces en un ordenador, recibir broncas o halagos por ellas. Obtener dinero era lo de menos. ¿Era lo de menos? Carl le contestó. —Sí, es lo de menos. Hay muchas formas de sobrevivir en esta sociedad opulenta. Decís que hay crisis, que hay paro. Es cierto, pero aún no ha llegado la auténtica necesidad. Todo esto me recuerda a Viena antes de la guerra. Había gente muerta de hambre y otros que pagaban muchos marcos de oro por que les acariciaran las espinillas con cardos secos, les leyeran el horóscopo o les diesen una excusa para no sentirse responsables. Miró a Carl Jung como calibrándolo. Sí, el dinero en realidad no era el problema. Lo que quería era un imposible. Quería ser como ellos, dejar de ver seres imaginarios. Volver a sentirse parte de la masa de lemmings que se movía de un lado a otro creyendo que el invierno no llegaría, que no los mataría de frío y hambre. Se levantó sonriendo. Se arrancó la corbata del cuello y la tiró al suelo. Fue entonces cuando los paseantes comenzaron a verlo. Los miró a todos sin miedo, sabiendo que corrían hacia el precipicio. Por un momento se sintió tentado de gritarles «por ahí no», pero luego se le ocurrió que era mucho más divertido dejarlos correr. De hecho corrían poco. Quizá necesitaban la silueta de un halcón en el cielo para animarse a saltar hacia el agua aún más rápido. Se volvió hacia Jung, con ganas de darle la razón. —Creo que te he entendido. Carl estaba entretenido en mirarle el escote a una chica vestida con traje chaqueta que comía un sándwich dos bancos más allá de dónde estaban. Se volvió hacia él sonriendo y le contestó: —Tú lo que quieres es sexo. Quieres ser parte del juego para que hembras como esta te marquen como objetivos sexuales. Siempre termina siendo un asunto de sexo. El viejo cabrón tenía razón, pero no le podía dar gusto diciéndoselo y que se muriese con una sonrisa en el rostro. —Lo que tú digas, pero...



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