E-Book, Spanisch, Band 119, 392 Seiten
Reihe: El Ojo del Tiempo
E-Book, Spanisch, Band 119, 392 Seiten
Reihe: El Ojo del Tiempo
ISBN: 978-84-9841-810-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
George Steiner (París, 1929-Cambridge, 2020), fue uno de los más reconocidos estudiosos de la cultura europea y ejerció la docencia en las universidades de Stanford, Nueva York y Princeton, aunque su carrera académica se desarrolló principalmente en Ginebra e Inglaterra. En 2001 recibió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades.
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Introducción
Entre 1967 y 1997, George Steiner escribió para The New Yorker más de ciento cincuenta artículos. La mayoría de ellos eran reseñas o artículos-reseñas, muchos de gran extensión para lo habitual en una revista semanal. Muchas veces, durante la relación de Steiner con The New Yorker, se dijo que era el sucesor ideal de Edmund Wilson, quien, como Steiner, había estado varias décadas escribiendo sobre gran diversidad de temas y había hecho que libros nuevos y antiguos, ideas difíciles y asuntos poco familiares resultaran cautivadores no sólo a los intelectuales literarios sino a lo que antaño se denominaba «el lector general». En los años en que escribió con regularidad para The New Yorker, Steiner colaboró también con otras publicaciones; reunió sólo una pequeña parte de sus reseñas en volúmenes misceláneos como Lenguaje y silencio, Sobre la dificultad y Extraterritorial. Notablemente, Steiner escribió también varios importantes libros académicos durante este período, entre ellos obras como Después de Babel y Antígonas. Aunque en ocasiones fue atacado por dispersarse demasiado abordando temas alejados de su propio «campo», la literatura comparada, con más frecuencia sus libros fueron elogiados por escritores como Anthony Burgess y John Banville, así como por destacados estudiosos de diferentes disciplinas, desde Bernard Knox y Terrence Des Pres hasta Donald Davie, desde Stephen Greenblan hasta Edward Said y John Bayley. Said lo consideraba como un guía «ejemplar» –y adecuadamente apasionado– para buena parte de lo mejor que hay en las letras contemporáneas, y Susan Sontag alabó su generosidad y su disposición a provocar, incluso cuando «sabía que sería atacado» por sus opiniones. «Él piensa», observaba Sontag en 1980, «que hay grandes obras de arte que son claramente superiores a cualquier otra cosa en sus diversas formas, que sí existe una seriedad profunda. Y las obras creadas a partir de una seriedad profunda nos exigen, a su juicio, una atención y una lealtad muy superiores cualitativa y cuantitativamente a las que nos exige cualquier otra forma de arte o entretenimiento». Aunque había quienes, especialmente en el mundo académico americano, eran muy dados a echar mano del «desdeñoso adjetivo “elitista” para describir una actitud como ésta», Sontag estaba más que dispuesta a asociarse al compromiso de Steiner con la «seriedad», y hubo decenas de miles de lectores de The New Yorker que mostraron asimismo su gratitud por el modelo de lucidez, conocimiento e independencia intelectuales del que Steiner era ejemplo. Como es bien sabido, resulta difícil hallar argumentos que convenzan de la permanente vitalidad de la crítica escrita para una revista semanal o mensual. Si revisamos las recopilaciones misceláneas de artículos de Edmund Wilson, de Lionel Trilling o de John Updike, durante mucho tiempo compañero de Steiner en The New Yorker, encontraremos desde luego, entre otras cosas, diversas percepciones o juicios particulares que nos pueden parecer –y a menudo lo son– efímeros. ¿Acaso puede importarnos ahora que la novela G, de John Berger, pueda leerse como «una imaginativa glosa sobre la manera en que Kierkegaard interpretó el Don Juan de Mozart en O lo uno o lo otro», como recomendó Steiner en 1973? ¿Es relevante observar, como hace Trilling, que ciertos escritores –Hemingway es un excelente ejemplo– se vuelven «fatuos o sensibleros» sólo cuando están escribiendo en primera persona? Pero entonces todas las percepciones que merecen la pena son en el fondo particulares, o se basan en detenidas lecturas de textos, frases, ideas formuladas de manera aproximada o rigurosa. La opinión de Trilling sobre la autenticidad nos resulta cautivadora porque él la hace emerger de su profunda absorción en obras concretas de Hegel, Diderot, Wilde y otros. El modo en que Wilson entiende la violencia en su descripción del bolchevismo está profundamente relacionado con la meticulosa atención que presta a textos, discursos e incidentes relevantes, muchos de los cuales tal vez no nos parezcan tener tan aterradora trascendencia por sí mismos. Cuando Steiner escribe sobre G, la novela de Berger, entiende que, «como asunto altamente literario –incluso valiosísimo–», la novela pide ser leída sin perder de vista sus «claramente reconocibles» orígenes literarios. Decir que las observaciones de Steiner en una lectura como ésta son «particulares» en realidad no es más que decir que estaba dispuesto a hacer el trabajo esencial del crítico que se muestra plenamente receptivo a una novela que para él tenía algún valor genuino. Por supuesto, no es trivial que Steiner sea un lector fabulosamente erudito, que domine varias lenguas y que esté tan cómodo hablando de Platón, de Heidegger y Simone Weil como de Fernando Pessoa y Alexandr Solzhenitsin. Cuando en 1959 apareció el temprano libro de Steiner Tolstói o Dostoievski, destacados estudiosos rusos reconocieron que su comprensión de los textos y contextos relevantes era impresionante y que, aun sin conocer el ruso, Steiner generaba unas ideas enormemente originales que resultaban estimulantes incluso para los especialistas en literatura eslava. Así sucedió también con la producción de Steiner en otras áreas a menudo consideradas como del dominio exclusivo de los expertos en filología clásica, los filósofos o los lingüistas. Y de este modo no es sorprendente que, con sus artículos y reseñas, se haya tenido a Steiner por un guía ideal en una gran cantidad de temas, desde el Risorgimento italiano hasta la literatura del Gulag, desde la historia del ajedrez hasta la perdurable importancia de George Orwell o el lenguaje de la privacidad en la narrativa decimonónica. Cuando se enfrenta a la obra de una figura canónica moderna –Brecht, por ejemplo, o Céline, o Thomas Mann–, Steiner da muy pocas cosas por sentadas o fuera de discusión. Procede partiendo de la base de que queda un argumento por exponer y que, aun tratándose de un escritor extremadamente original, el contexto cuenta mucho y tiende a ser más difícil de aprehender de lo que con frecuencia se reconoce. A Brecht, cree Steiner, es preciso situarlo exactamente en relación con diversos predecesores, entre ellos Lessing y Schiller, y al situarlo así Steiner nos recuerda que, como ellos, «Brecht se propone ser un maestro, un preceptor moral», de una manera que se hace palpable para nosotros cuando se escudriñan diestramente sus obras teatrales y poemas. Igualmente ilustrativo es el modo en que Steiner coloca a su hombre dentro del marco político, ético y religioso esencial. Los lectores de The New Yorker podían, pues, esperar que Steiner les ofreciera con regularidad pasajes sorprendentes por su intensidad y su economía y profundamente instructivos por su dominio de un terreno emocional ideológico fuera del alcance de casi cualquier otro crítico en ejercicio. «El aborrecimiento que sentía Brecht por el capitalismo burgués», escribió Steiner, siguió siendo visceral; sus presentimientos de su inminente sino, tan jovialmente anárquicos como siempre. Pero buena parte de este aborrecimiento profético, tanto en su psicología como en el medio de expresión de ésta, tiene su origen en la rechifla bohemia de su juventud y en una especie de moralismo luterano. Sus sensibles antenas le hablaron del hedor de la burocracia, de las grises coerciones pequeñoburguesas que prevalecían en la Madre Rusia. Hasta cuando Martin Heidegger estaba en esa misma época desarrollando un «nacionalsocialismo privado» (la expresión procede de un archivo de las SS), interior, Brecht estaba exponiendo para sí mismo y a sí mismo un comunismo satírico, analítico, ajeno a la ortodoxia estalinista y también a las simplistas necesidades del proletariado y de la intelligentsia de izquierdas de Occidente. Los palpables rasgos del pasaje sobre Brecht incluyen, de forma muy evidente, la variedad y profundidad de conocimientos, la claridad pedagógica, el movimiento a través de las ideas sin traza alguna de falta de resuello ni de insistencia. Esto, nos parece, es crítica entendida como «el discurso formal de un a?cionado», según dijo una vez R. P. Blackmur, donde la palabra «a?cionado» alude a una persona que está interesada en muchas cosas, habla en su propio nombre y no en el de una «escuela» o una arraigada posición teórica, y no le importa en absoluto reconocer un entusiasmo o una aversión. Pero en el pasaje sobre Brecht hay también, como en cientos de otros que podría haber seleccionado, una extraordinaria rapidez y ?uidez, una capacidad para evocar un origen o un nexo intelectual brevemente pero sin rastro de super?cialidad o de argucias. Cuando Steiner observa la «rechifla bohemia» de Brecht, su don para la sátira y su visceral antagonismo hacia la ortodoxia, explica perfectamente la peculiar naturaleza del comunismo de Brecht, considerándolo como una expresión de cómo retrocede ante el «hedor de la burocracia» y las «grises coerciones pequeñoburguesas». En el pasaje de Steiner entendemos inmediatamente por qué la Rusia estalinista no podía ser para Brecht una alternativa atractiva a las sociedades capitalistas que despreciaba automáticamente. Y entendemos también por qué Edward Said se sintió «impresionado», como él dijo, «por la energía y, en sus mejores momentos, la implacable concentración del pensamiento [de Steiner]». Esos rasgos están presentes por doquier en este volumen de...