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E-Book, Spanisch, 206 Seiten
Reihe: Tremebundas
SMITH / Kaufman / COHEN Una jaula salió en busca de un pájaro
1. Auflage 2025
ISBN: 978-84-129798-3-1
Verlag: Mutatis Mutandis Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Diez historias kafkianas
E-Book, Spanisch, 206 Seiten
Reihe: Tremebundas
ISBN: 978-84-129798-3-1
Verlag: Mutatis Mutandis Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
VV.AA.
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Traducción de Inga Pellisa
0. Introducción
Becca Rothfeld
En el mundo invertido de Franz Kafka, la culpa precede al pecado y el castigo precede al juicio, de modo que, como es natural, la jaula precede al pájaro.
«Una jaula salió en busca de un pájaro», escribió con enigmática floritura en 1917, mientras se encontraba convaleciente en el bucólico pueblo de Zürau a raíz de su diagnóstico de tuberculosis. Dos años antes, había dejado inacabado El proceso, que empieza con una detención repentina y termina con un reconocimiento indirecto de culpabilidad, y cinco años más tarde emprendería El castillo, que empieza con una serie de difusas recriminaciones y termina —en la medida en que podemos decir realmente que «termina»— con una serie aún más difusa de transgresiones. En términos estrictos, ambas novelas están inconclusas: ni una ni otra sació la famosa implacabilidad de Kafka, cuyo perfeccionismo era un suplicio, y tanto una como otra estaban inacabadas en el momento de su muerte. Son jaulas, no cabe duda —opresivas, claustrofóbicas—, y puede que estén condenadas a seguir buscando eternamente a sus pájaros.
Los Cuadernos en octavo, los diarios que escribió Kafka a lo largo de los siete meses idílicos que pasó en Zürau con su hermana, son esencialmente aforísticos. De hecho, tiempo después recopiló sus contenidos en un breve volumen de máximas gnómicas que se publicaron póstumamente; en un primer momento, bajo un título sentimentaloide escogido por su mejor amigo y albacea literario, Max Brod: Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero, que se terminó rebautizando como Los aforismos de Zürau, tal vez porque sus contenidos no son ni de lejos consideraciones acerca del «camino verdadero». Ese edificante vigor que evoca el título de Brod, y que le iría como anillo al dedo a un libro de autoayuda, no lo vemos por ningún lado en el extraño texto de Kafka. Al contrario: los aforismos son crípticos y enigmáticos, vagos como fábulas, agoreros como maldiciones. Si bien son breves y parcos, despojados de todo elemento superfluo, esa austeridad no los hace más fáciles de entender. «Leopardos irrumpen en el templo y beben el contenido de las copas sagradas; esto se repite una y otra vez; finalmente, esto se puede calcular de manera anticipada y deviene parte de la ceremonia», leemos. Y otro advierte (¿o meramente informa?) de que: «Tú eres la tarea. Ni un solo discípulo hasta donde la vista alcanza».1
Frente a líneas tan desconcertantes como acertijos, puede que comencemos a entender a esa jaula en busca de pájaro, pues también nosotros ansiamos apresar un fugaz aleteo de comprensión.
«Una jaula salió en busca de un pájaro» es un título idóneo para una colección de relatos escritos como homenaje a Kafka con motivo del centenario de su muerte, en particular cuando tantos de los que se incluyen en este volumen abordan precisamente la clase de trampa que a él le obsesionaba: la que nos sigue allá donde vayamos. En el mundo de Kafka, las jaulas aparecen en los lugares más inadvertidos y más engañosamente inocuos: a un hombre, en El proceso, le dan de latigazos en un trastero, y en La metamorfosis, Gregorio Samsa ve cómo el cuarto de su infancia se convierte en una celda cuando él mismo se transforma en un insecto gigante y su familia lo encierra dentro.
Al igual que Gregorio, los personajes variopintos de Una jaula salió en busca de un pájaro no dejan de topar con prisiones en los escenarios más insospechados. En «Dolor de cabeza», de Leone Ross, una mujer se ve atrapada, primero, en su cuerpo, que le inflige unas misteriosas jaquecas; luego, en un aparato de resonancia magnética, para someterse a lo que creía un procedimiento de rutina y, por último, en el hospital, en una habitación donde «la ventana está herméticamente cerrada». Nadie le dice qué le ocurre, ni cuándo le darán el alta. En la inquietante aportación de Tommy Orange, una plaga de desolación bautizada como «El suplicio» afecta al azar a las personas y las condena a retorcerse agonizantes —e incluso a suicidarse— en las calles. Como servicio público, se reparten esposas por toda la ciudad, por lo que, en cualquier momento, una persona puede volver en sí… y descubrirse esposada a un banco del parque. En ocasiones, las cadenas de los relatos persiguen directamente a los prisioneros. En «Hotel Arte», de Ali Smith, una familia que vive en una autocaravana descubre una línea roja pintada en torno al vehículo aparquen donde aparquen, como si alguien tratara de acorralarlos.
Kafka sabía de sobra que son a menudo nuestros hogares los que nos aprisionan —en sus diarios y cartas se quejaba incesantemente de tener que compartir apartamento con sus padres y sus hermanas—, y en muchas de estas historias los hogares son un precario consuelo. En «El casero», de Keith Ridgway, un inquilino se siente atrapado por su casero, que a menudo abusa de su amabilidad y lo somete a una conversación interminable de la que no hay manera de zafarse educadamente. Poco a poco, se siente también atrapado en la idea que el casero le devuelve de él: «Pronunciaba mal mi nombre» —dice el inquilino—. «Pero lo hacía de manera sistemática y aplomada, así que con el tiempo empecé a sospechar que su pronunciación era correcta y la mía no». Por último, el inquilino termina confesando: «No soy yo mismo, del todo. ¿Cómo iba a serlo? Soy otra cosa. Soy una vida asignada: aquí está, viva usted aquí». La jaula, se diría, inventa al pájaro. Las esposas vienen primero; nosotros somos un simple añadido.
¿Qué lección contienen El castillo, El proceso, «La obra» y tantos otros textos de Kafka sino que nuestro encarcelamiento nos precede; que había estado siempre esperándonos; que, de hecho, somos creación suya? Este es, quizás, el mensaje fatalista que buscaba registrar en el diario de Zürau, meses después de que le diagnosticaran la enfermedad que acabaría con su vida hace exactamente cien años: que los pájaros son un complemento secundario de sus jaulas.
Es curioso que Kafka escribiera una máxima tan lúgubre en un pueblo donde, según sabemos, pasó los meses más dichosos de su vida. El crítico Roberto Calasso los describe como «su único periodo casi feliz», y en las cartas mostraba un entusiasmo inusitado en él. «Estoy mejorando, rodeado de animales», le escribía a Max Brod en octubre de 1917. Y a otro amigo, efusivamente, unos días después: «Quiero quedarme a vivir aquí para siempre». Los árboles, los animales y la calma lo tenían fascinado (aunque, como no dejaba de ser Kafka, encontró algo con lo que atormentarse: en esta ocasión, los ratones que correteaban por su cuarto de noche).
Sin embargo, fue aquí, en este pueblo pintoresco en el que tan tranquilo estaba, donde empezó a leer a Kierkegaard y a meditar sobre el pecado. Los Cuadernos en octavo son más explícitamente religiosos en la temática y más sibilinos en el tono que cualquier otro de sus escritos. Mientras les daba de comer a las cabras del pueblo y deambulaba por las montañas, andaba también rumiando sobre el Mal y nuestra expulsión del Jardín del Edén. La incongruencia es tan marcada que me pregunto si la melancolía aparente de los aforismos no será, en el fondo, algo bien distinto.
En una entrada de los Cuadernos, sostiene que hay algo peor que la cólera de un dios o de un monstruo. «Las sirenas poseen un arma aún más terrible que su canto —escribe—: su silencio». Mucho más implacable que un Dios que nos detesta o nos condena, es un Dios que no piensa jamás en nosotros. Puede que los personajes en la ficción de Kafka estén enredados en una lógica alternativa y pesadillesca —una lógica en la que las acusaciones dan lugar a las transgresiones, y las jaulas dan lugar a los pájaros—, pero al menos no los reconcome una falta de significado. Las explicaciones suelen ser escurridizas, pero nadie pone en duda que existan unas explicaciones al alcance de alguien, en alguna parte. A los abogados y acusados de El proceso ni se les pasa por la cabeza que no haya una base legal para ordenar ese cúmulo desatado de arrestos y citaciones, y aunque el agrimensor de El castillo no llega jamás a posar la vista sobre esa fortaleza que busca, está seguro de su existencia.
Frente a ello, las historias kafkianas que componen este volumen maravillosamente extraño muestran su desesperanza. Muchas presentan sueños distópicos de un futuro desalentador: en el relato de Naomi Alderman, «El timbre de Dios», una panda de máquinas que recuerdan a ChatGPT dirige los asuntos humanos, y «Regreso al museo», de Joshua Cohen, está narrado por un Neandertal tristón del Museo de Historia Natural de Nueva York, donde es testigo de una teatral manifestación contra el cambio climático.
Pero podemos encontrar, a pesar de todo, un rayo del optimismo inconfundiblemente perverso de Kafka en Una jaula salió en busca de un pájaro. En «Higiene», de Helen Oyeyemi, una mujer convertida en nómada germofóbica, y que vive saltando de balneario en balneario en lugar de mantener una residencia permanente, nos informa de que «aprendimos a existir más escrupulosamente». En esa nueva vida, antisépticamente limpia, «El vapor nos envuelve, ángeles inexorables con esponjas naturales y nudillos de tres mil carates presionan firmemente tus músculos y te despojan de tu vieja piel»....