E-Book, Spanisch, Band 391, 248 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Silva / Freire / Ravelo Tiempos negros
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-17151-90-4
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 391, 248 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-17151-90-4
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Alicia Giménez Bartlett, Jenn Díaz, Lorenzo Silva, Alexis Ravelo, Eduardo Berti, Ernesto Mallo, Patrícia Soley-Beltran, Cristina Fallarás, Bernardo Fernández, Paco Ignacio Taibo II, Pablo De Santis, Espido Freire, Petros Márkaris, Anna María Villalonga «Si nos detenemos en cualquier momento de nuestras vidas y miramos atrás, veremos que cada uno de nuestros pasos nos condujo a ese preciso instante. Podremos apreciar las consecuencias de una serie de decisiones que, conscientemente o no, combinadas con factores externos que las propiciaron o las modificaron, fuimos tomando por el camino. Esto que es verdad para los individuos, no lo es menos para las sociedades. La política ha demostrado su incapacidad para prever las consecuencias de sus resoluciones. La vida demuestra a cada paso lo poco que controlamos todo. Desde los albores de la humanidad hemos atravesado conflictos, guerras, epidemias, catástrofes, crisis económicas y tiranías de todo pelaje. Si bien han tenido un alto costo en vidas y sufrimiento, hasta el momento hemos logrado subsistir. Estoy convencido de que gran parte de este éxito es debido a que somos capaces de contarnos nuestras historias, de transmitirnos experiencias y de encontrar en la cultura los recursos necesarios para superar los momentos más terribles que, como comunidad y como individuos, nos toca vivir. Llamamos 'Tiempos negros' a esos momentos».ERNESTO MALLO
Alexis Ravelo (Las Palmas de Gran Canaria, 1971-2023) cursó estudios de Filosofía pura y asistió a talleres creativos impartidos por Mario Merlino, Augusto Monterroso y Alfredo Bryce Echenique. Dramaturgo, autor de tres libros de relatos y de varios libros infantiles y juveniles, logró hacerse un hueco en el panorama narrativo actual con sus novelas negras, que merecieron diversos reconocimientos, entre ellos el prestigioso Premio Hammett a la mejor novela negra y el Premio de Novela Café Gijón. Siruela ha publicado La otra vida de Ned Blackbird (2016), Los milagros prohibidos (2017), La ceguera del cangrejo (2018), Un tío con una bolsa en la cabeza (2020) y Los nombres prestados (2022), así como su colaboración en la antología Tiempos negros (2017).
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Tengo una mala noticia para ti, Manuel Arias Romaguera, la peor posible: estás a punto de morir, y nadie va a pagar nunca por tu muerte. Los literatos, siempre tan proclives a enredar con ideas inútiles, especulan una y otra vez sobre la noción del crimen perfecto. Presos de sus mentes alambicadas y vanas, dan en imaginar toda clase de sofisticaciones: asesinos refinados y casi matemáticos, capaces de anticipar al detalle todas las acciones del investigador para conjurar el peligro de que alguna de ellas le lleve a inculparlos; ejecutores pulcros e invisibles, que no dejan huella alguna o se las arreglan para borrar todas las que pudieron quedar en el camino que conduce al crimen; maquinadores de astucia extrema, que ingenian el modo de ocultar toda traza de las razones por las que deseaban ver muerta a la víctima, no vaya a ser que la intuición del sabueso para adivinar el móvil del delito les arruine la pericia al llevarlo a cabo. Chorradas, Manuel; o como dirías tú, que vas a morir a los veinticinco años, antes de que fine el año del Señor de 1924: sandeces. El verdadero crimen perfecto es otra cosa, y por eso está reservado a gente como el hombre que ahora te acompaña, y que no va a tomar ninguna de esas precauciones, fruto de la imaginación calenturienta de los pánfilos que juegan a asustar a las niñas buenas y hacendosas (apenas si los leen ellas, al final) con sus laboriosas patrañas. Va a pegarte un tiro de frente y en el pecho, mirándote a los ojos y dejando que tu sangre le salpique, después de darse el gusto de derribarte de un puñetazo en plena cara, y va a machetear tu cadáver sin preocuparse de las impresiones que puedan dejar sus dedos manchados de tu sangre en toda clase de superficies. Tampoco va a esforzarse en silenciar que andaba a tu lado, ni en enmascarar su nombre bajo una identidad ficticia: de hecho, algo que le reconforta es haber logrado convivir contigo durante semanas, mientras aguardaba su ocasión, apareciendo ante ti con su nombre completo, José Díaz Reviriego, y sin ocultarte que viene de la misma ciudad en la que tú naciste y viviste. Ese origen le sirvió, incluso, como primer pretexto para buscar y conseguir tu amistad. Estaba seguro, y no se equivocó, de que no recordarías ni por asomo los apellidos de aquella chica a la que en mala hora te cruzaste y disfrutaste una noche de la que ella no disfrutó y que, para tu infortunio, después de mucho resistirse, acabó contándole a su hermano; un chaval de sangre caliente, pero con la cabeza lo bastante fría como para urdir la forma de borrarte de la faz de la tierra y no tener que pagar ni un minuto de prisión por ello. No ha hecho por encubrir quién es ni de dónde viene, no va a molestarse en atacarte por la espalda o moverse furtivamente, no va a perder un segundo en esconder tu cuerpo. Y es que, por desgracia para ti, Manuel Arias Romaguera, nadie va a detenerse nunca a investigar tu muerte, nadie va a ponerse a leer con ahínco tus despojos para hacerles decir quién te hizo lo que te hizo y por qué. De hecho, perdona si esto te incomoda, o incomoda a quien lee este cuento, tu cadáver ni siquiera van a enterrarlo: se quedará en el lugar donde caigas, a merced del sol inclemente y de los animales carroñeros, que primero le arrancarán tus ropas hechas jirones, luego desgarrarán tu pellejo y sacarán las vísceras, y al final revolverán tus huesos y los dispersarán hasta que nadie pueda recomponer el puzle humano que un día formaron y que tanto te gustaba pasear y pavonear por ahí. Son las cosas de los crímenes perfectos, que no dependen tanto de la condición de la víctima o de la cualificación del asesino como de las circunstancias en las que se producen: aunque algo tiene que poner la víctima, y algo el asesino, para que ambos lleguen a coincidir en el momento y el lugar que acabarán albergando la obra máxima, la cumbre del arte criminal. Hemos dicho ya el momento, de manera aproximada, y lo centraremos un poco más: todo sucede una noche de comienzos de otoño, cuando septiembre se enfría presagiando octubre. Sí, también aquí, en el lugar donde va a acabarse tu breve biografía y que algunos asocian a escenarios invariablemente tórridos y de paisaje árido y arenoso. La ignorancia, Manuel, que tantas veces alimentan esos mismos a quienes antes mencionábamos, los escribidores, y sus aún más torpes émulos, los hacedores de películas. Como esa que no vivirás para ver, El viento y el león, que recreará estos parajes de Beni Arós, en el norte de Marruecos, donde van a interrumpirse tus días, como un desierto de dunas y algún que otro oasis al que arrastran, secuestrada, a una bella extranjera. Indocumentados, desaprensivos: tú y aquel que va a matarte sabéis, por el contrario, que se trata de una tierra verde y montañosa. De hecho, el lugar exacto en el que te hallas, junto a tu inminente asesino, y que responde al nombre bereber de Ain Grana, es conocido por un generoso manantial. A él podrás culparle de que te enviaran aquí, donde lo perderás todo. Es esa fuente de agua fresca, de importancia vital para ti y para los tuyos en esta tierra que no es la vuestra y de la que sus legítimos dueños aspiran a expulsaros, la que determinó que se levantara la posición donde has vivido durante los últimos dos meses, junto a varias decenas de desdichados arrojados a esta frontera inhóspita. La misma a la que vino voluntario para cubrir una vacante de cabo, hace cosa de un mes, este José Díaz Reviriego cuyos ojos serán los últimos en que se miren los tuyos, y no precisamente para encontrar consuelo. Estáis en el último confín de las posesiones españolas en el protectorado de Marruecos; aunque el mapa pactado con los franceses acaba más abajo, muchos kilómetros al sur, las tropas de choque han sido hasta ahora incapaces de progresar más allá. La tribu de los Beni Arós, al sur de cuyo territorio se instaló en su día este campamento avanzado, atiende más o menos a razones, pero para ocupar todo el mapa hay que vérselas con los Sumata, unos fanáticos que están dispuestos a morir hasta el último hombre antes de permitir que el invasor europeo ponga un pie en sus tierras. Los esfuerzos hechos por atraerlos han sido infructuosos, y las tentativas de doblegarlos por la fuerza, catastróficas: aferrados a sus montañas, y confiados en su compenetración prodigiosa con el fusil, al que viven abrazados desde la más tierna infancia, los Sumata se las han arreglado para apartar de la cabeza de los generales españoles la necia pretensión de conquistarlos. En el culo del mundo, aislados en medio de un espacio hostil y aguantándoles la cara a los más irreductibles: nadie en su sano juicio y al que no impulsaran las poderosas razones que mueven a quien se propone asesinarte se habría postulado para cubrir una vacante aquí. Sin embargo, el cabo Díaz Reviriego llegó un día con el convoy, y no se entretuvo en inventar una historia alternativa: entre otras cosas, se la habrían echado a perder los soldados que formaban la escolta del convoy, y que en el rato que pasaron en la posición, el mínimo posible para descargar los pertrechos y las provisiones y emprender el regreso antes de que se fuera la luz, no dejaron de comentar, a todo el que quisiera oírles, que aquel cabo estaba zumbado, que había dicho presente cuando el coronel había pedido un voluntario para irse a vivir a la boca del lobo. Al enterarte, te picó como a cualquiera la curiosidad, y le preguntaste al interesado cómo era aquello. Te respondió sin alterarse, dejándote oír por primera vez su voz queda y contenida, ese atributo que suele adornar a los más temibles, pero que como tantas otras cosas te pasó inadvertido: —Voy a reengancharme, mi sargento. Si voy a ser esto, mi lugar no está en Alcazarquivir o en Larache, viviendo la buena vida, sino aquí, en el campo y delante del moro, que es donde hay que estar para ganarse el derecho a llamarse militar. No supiste si era sincero, si estaba loco o si lo decía para darte coba; en todo caso, te relajaste, te cayó bien el muchacho, y así fue como empezaste a bajar la guardia, que era lo que a él le convenía. Cuando las cosas comenzaron a torcerse, hace un par de semanas, ya se había ganado tu confianza hasta extremos a los que ningún otro cabo, con mucho más roce, había conseguido llegar nunca. El cabo Díaz Reviriego es un tipo tan templado como taciturno, demuestra iniciativa y aplomo cuando la situación se pone fea y fuiste tú quien le hizo sitio a tu lado, casi tanto como él se preocupó de procurárselo. Supo merecer tu aprecio hasta convertirse en tu favorito para las descubiertas, en el cabo con el que te gusta entrar de guardia, en el tipo al que, cuando la noche cae sobre estas montañas oscuras de Beni Arós y el miedo llama a mazazos al corazón del extranjero que ha cometido la imprudencia de exponerse a ellas, te gusta tener a mano para hacerle confidencias y ahuyentar con chascarrillos las dudas y las aprensiones que cualquiera lleva consigo. Que la suerte de las armas se estaba torciendo para los tuyos era algo que ya se venía rumiando desde hace tiempo. Las cabilas andaban envalentonadas, y corrían rumores de que al Yebala, la zona occidental del protectorado, habían acudido desde el este combatientes rifeños, para contagiar a los yebalíes la arrogancia y la temeridad que habían llevado a los rebeldes del Rif a infligir derrotas apocalípticas al ejército español, humillando a los que habían pensado que dominar aquel país atrasado sería un cómodo paseo militar. Estas partidas encuadradas por rifeños operaban regularmente entre Tetuán y Xauen, la ciudad santa que pretendían arrebatar al invasor. No llegaba su influencia hasta Ain Grana, ni...