E-Book, Spanisch, 410 Seiten
Santamaría Rebeldes
1. Auflage 2015
ISBN: 978-84-16331-43-7
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Las campañas de Sertorio en Hispania
E-Book, Spanisch, 410 Seiten
ISBN: 978-84-16331-43-7
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Nació en Santander en 1975. Es licenciado en derecho por la Universidad de Canterbury, Inglaterra, país donde ha vivido, estudiado y trabajado desde los catorce años. Después de haber viajado a Taiwan, donde fue profesor de inglés y castellano, decidió volver a su tierra natal para establecerse definitivamente. Su primera incursión en la novela histórica, Okela (2011), que narraba una expedición espartana a las fuentes del Ebro, y nació de su pasión por la historia de Cantabria y la Grecia Clásica, fue todo un éxito de ventas en nuestro país. Su segunda novela, El águila y la lambda (2012), se situaba en la Primera Guerra Púnica. La tercera, Peña Amaya (2014), nos introducía a la conquista visigoda de Cantabria.
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I
La primera vez que vi a Quinto Sertorio yo contaba catorce años. Fue en uno de esos teatros provisionales de madera que, en aquel entonces, se montaban y desmontaban por la ciudad y donde se representaban tragedias y comedias griegas que no interesaban a nadie. A mí, menos aún. El teatro se encontraba prácticamente vacío. La obra, Prometeo encadenado, de Esquilo.
Recuerdo que estaba sentado en el banco de madera, a dos pasos del escenario, con los codos sobre las rodillas y los imberbes mofletes entre las manos; con la mirada perdida en las imperfecciones del suelo, resoplando de vez en cuando a modo de protesta y aguardando la inminente tortura que se cernía sobre mí: la de un puñado de idiotas gesticulando sobre una tarima de madera cuyo único propósito en el mundo era aburrirme durante una hora. A mi lado estaba Agatón, mi maestro ateniense, esclavo de mi padre desde hacía tan solo unos días. Por mucho que con el tiempo llegase a quererle como a un abuelo, entonces le despreciaba, por viejo y por griego. Delante del escenario, Agatón hablaba y hablaba sin que yo le prestase la menor atención. Su voz me resultaba irritante. Y es que, si algo aborrecía cuando tenía catorce años, era todo lo griego. Roma estaba infestada de esclavos y comerciantes helenos, producto de las guerras los primeros y de la demanda de baratijas orientales los segundos. Y los jóvenes, orgullosos e inconscientes como es propio de la edad, despreciábamos a aquellas gentes ruidosas que hablaban una jerga incomprensible, que tenían fama de ser retorcidos, tramposos, embusteros y maquinadores. Sin duda —nos dábamos la razón los unos a los otros—, cualquier plebeyo romano de la más baja cuna valía diez veces más que el más prominente de los griegos. Las razones eran variadas; el romano, por naturaleza, era fiel, valiente, directo, fuerte, testarudo, honrado. Más aún, si Roma había subyugado a Grecia, si había derrotado a los macedonios y a los sirios, era gracias a esas virtudes. Y si esas virtudes eran lo que había hecho grande a Roma seguía, lógicamente, que quienes no eran romanos carecían de ellas. Discutíamos también sobre nuestra «romanidad», sobre quién de nosotros era más romano, sobre cómo el tatarabuelo de mi amigo Sexto había sido un esclavo fenicio y cómo aquello significaba que era un poquito menos romano que los demás. Sexto solía enfadarse.
Todos, sin excepción, soñábamos con revivir las gestas de nuestros ancestros, con empuñar algún día la espada y teñirla de sangre y gloria.
Y teníamos nuestros héroes, por supuesto, tanto entre los vivos como entre los muertos. De aquellos que llevaban tiempo cubiertos por la tierra, el gran Escipión ocupaba un alto puesto en todas nuestras ensoñaciones. También Alejandro el Magno, aunque este último, por ser griego, nos resultaba algo menos carismático. Pero de entre los vivos había un hombre que, para nosotros, era ya una leyenda, la encarnación de lo romano y de todo cuanto queríamos ser: Quinto Sertorio. De él se decía que era un gran orador, que había estudiado leyes, que era un experto combatiente y un consumado jinete. Contaban hazañas extraordinarias: por ejemplo, que con diecisiete años y siendo tribuno en las legiones al mando del procónsul Servilio Cepión, había luchado en la batalla de Arausio —librada el año de mi nacimiento—. En aquella desastrosa batalla contra las tribus germanas, sucumbieron miles de romanos. Se dice que, de ciento veinte mil, solo sobrevivieron diez hombres. Uno de ellos fue Sertorio, quien, en situación desesperada, agotado después de un día entero de lucha, herido y perseguido por una jauría de bárbaros, se lanzó a las fuertes corrientes del Ródano con armadura y escudo y consiguió llegar a la otra orilla con toda su panoplia. También se hablaba sobre el tiempo que pasó entre aquellos mismos bárbaros años más tarde, haciéndose pasar por uno de ellos, aprendiendo su lengua, descubriendo sus intenciones. Gracias a él y a la información obtenida, Cayo Mario había sido capaz de derrotar a cimbrios y teutones en Aquae Sextiae. Más tarde Sertorio luchó en Vercellae. Y qué decir de su primer período en Hispania, como tribuno a las órdenes de Tito Didio; allí había sido condecorado con la corona gramínea, el más alto de los honores, pues había sido concedida en contadas ocasiones a lo largo de la historia de Roma a quienes habían salvado ejércitos enteros. Se contaba que, durante aquel período en Hispania, también había conseguido tomar una ciudad vistiendo a sus hombres al modo de los indígenas. Y se hablaba de su impecable servicio como legado en las guerras que en ese momento se libraban en Italia contra los antiguos aliados de Roma, y de cómo, en una reñida batalla, había perdido un ojo. Sí, Quinto Sertorio era entonces una leyenda que respiraba y andaba.
Siempre he afirmado que aquella tarde en el teatro cambió mi vida. Creo que no será difícil entender por qué. Absorto como estaba, rumiando mis desgracias y lamentando mi suerte, de pronto me di cuenta de que las charlas a mi alrededor iban muriendo y convirtiéndose en cuchicheos. Aún no había actores en el escenario y, de hecho, casi nunca las charlas se detenían cuando comenzaba una función, así que la razón de aquel súbito silencio no podía deberse a nada que estuviese sucediendo en el escenario, sino a algo que estaba ocurriendo a mis espaldas. Despegué las manos de los mofletes, volví la cabeza y, para mi sorpresa, ahí estaba él con tres acompañantes, buscando un lugar donde acomodarse. Cada uno de ellos traía un cojín consigo, señal inequívoca de que, cuando sus obligaciones militares lo permitían, disfrutaban de tales espectáculos. Vestían cómodamente, una simple túnica militar, y traían una bota de vino. Parecían satisfechos. De repente, él señaló con el dedo el espacio que había junto a nosotros, justo frente al escenario. Sus acompañantes asintieron. Fueron momentos extraños. Mis ojos se abrieron como los de una lechuza. A medida que los tres hombres descendían las improvisadas escaleras hacia nosotros, me sentí nervioso. Mi corazón comenzó a palpitar desbocado, se me secó la garganta. Empecé a temblar. Era él. Sertorio, el sabino, alto y corpulento, de pelo claro, con cierto aire de galo salvo por el hecho de que no lucía ni barba ni bigote, tuerto del ojo izquierdo y con una cicatriz en forma de rayo que decoraba su muslo derecho, impronta de una espada germana.
Agatón seguía hablando ajeno a todo. Sí recuerdo, no obstante, la última frase de aquella diarrea verbal que se había apoderado del viejo: «… y por eso Tales de Mileto consideraba que todo cuanto nos rodea proviene del agua. Sí, mi querido muchacho, todo». Y la recuerdo porque, en ese momento, el mismísimo Quinto Sertorio estaba ante mí preguntándome si me importaba que él y sus amigos ocupasen los asientos que había a mi izquierda. ¡A mí! ¡A un insignificante gusano! ¿Mi respuesta? Un bobalicón asentimiento. El sabino y sus acompañantes tomaron asiento y entonces Sertorio saludó a Agatón en griego, lo hizo sonriendo, asintiendo levemente, con respeto. Agatón devolvió el saludo en los mismos términos.
—¿Lo ves, Lucio? —dijo Sertorio dirigiéndose a uno de los suyos—. Aún hay esperanza para Roma.
—¿Qué quieres decir?
—Mira a este muchacho, Lucio, en la flor de la vida, fuerte, buen romano y con inquietudes. Este es el tipo de juventud que necesita la ciudad. No todo es blandir una espada.
Tras esa frase, me palmeó la espalda y rio complacido. Como si mi mera presencia allí le hubiese dado la razón ante sus compañeros de alguna discusión reciente. Entonces entraron en escena cuatro actores gesticulando, miraban pausadamente a derecha e izquierda, daban largas y lentas zancadas. Dos de ellos vestían de mujer y llevaban máscaras grotescas, a estos dos les seguía un hombre ataviado con un bulto que representaba una desproporcionada joroba. Al andar, el jorobado provocaba una cojera demasiado exagerada. Tras él, encadenado, un actor corpulento que parecía un cautivo y se lamentaba. Agatón acercó los labios a mi oreja y me cuchicheó al oído: «Aquellos vestidos de mujer representan la Fuerza y la Violencia, el jorobado es Hefesto, vuestro Vulcano, y el cautivo es Prometeo, el titán amigo de los mortales. Fue él quien les robó el fuego a los dioses para dárselo a los mortales, y por eso fue castigado por Zeus, vuestro Júpiter». Habló la Fuerza:
«Hemos llegado a esta remota región de la tierra, a este desierto sin seres humanos. Hefesto, debes cumplir las órdenes de tu padre y encadenar a estas rocas al bandido con grilletes irrompibles. Pues tu flor, el fulgor del fuego, útil a todas las artes tras robarlo se lo entregó a los mortales. Preciso es que por este delito pague su pena y aprenda a tolerar el poder absoluto de Zeus y poner fin a su tendencia de favorecer a los hombres» .
¿Es necesario decir que no pestañeé durante toda la representación? No moví un músculo. Al principio procuré parecer interesado. Quinto Sertorio había visto en mí algo que yo no era. Y, sin embargo, el mero hecho de que me creyese especial espoleó en mí las ganas de convertirme en lo que él había creído ver. No tardé en sentirme genuinamente interesado por la obra. Hablaban los personajes, Fuerza le insistía a Hefesto que clavase duramente a Prometeo a aquel suelo yermo, Hefesto, temeroso de Zeus pero entristecido, lo hacía, y Prometeo se lamentaba. Cantó el coro:
«Lo estoy viendo, Prometeo, y...