E-Book, Spanisch, 350 Seiten
ISBN: 978-84-15433-74-3
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Nació en Santander en 1975. Es licenciado en derecho por la Universidad de Canterbury, Inglaterra, país donde ha vivido, estudiado y trabajado desde los catorce años. Después de haber viajado a Taiwan, donde fue profesor de inglés y castellano, decidió volver a su tierra natal para establecerse definitivamente. Su primera incursión en la novela histórica, Okela (2011), que narraba una expedición espartana a las fuentes del Ebro, y nació de su pasión por la historia de Cantabria y la Grecia Clásica, fue todo un éxito de ventas en nuestro país. Su segunda novela, El águida y la lambda (2012), se situaba en la Primera Guerra Púnica.
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La mañana era fresca y clara. Tomás se despidió de sus hermanos de fe y orientó sus pasos hacia el norte, hacia la antigua calzada que llevaba de Caesaraugusta a Segisama Iulia. Sintió una profunda tristeza al abandonar el plácido bosque en el que se había sentido uno con el Creador, el lugar donde su alma había encontrado por fin sosiego y paz. Ahora la voluntad de Dios lo llevaba de nuevo al confuso mundo de los hombres y lo empujaba, en contra de sus deseos, hacia el pasado del que había huido convencido de que el mundo debía de esconder otras verdades. Una treintena de pasos y Tomás sintió la necesidad de abandonar la misión que le había sido encomendada, de volver con sus compañeros, de rogarle a Emiliano que enviase a otro en su lugar. No lo hizo. Pidió perdón al Todopoderoso por aquel impío arranque de egoísmo, agradeció con humildad la tarea que le había sido encomendada y siguió su camino. Tomás era un hombre alto y recio, fuerte como un oso. Tres años de privaciones, trabajos, ayuno y oración habían adelgazado mucho al joven, dejando al descubierto, más si cabe, su fibrosa complexión. Vestía andrajos y llevaba consigo todo lo necesario para el viaje: la bendición de Emiliano, una vara de tejo, su fe y un crucifijo hecho a partir de dos pequeñas ramas que, colgado del cuello, bailaba antojadizo al compás de sus andares. Tardó dos horas en llegar al viejo camino embarrado, esquivando árboles, helechos, rocas y zarzas. Le acompañaba el cantar de los pájaros. Un sol cálido y luminoso se filtraba entre las ramas de los árboles y creaba jirones de luces y sombras sobre la hojarasca del suelo. Sus pies descalzos, callosos, insensibles, ennegrecidos, iban imprimiendo huellas en el suelo húmedo y esponjoso; huellas que desaparecerían pronto merced al tiempo. Como todo lo humano. Sació el hambre de la mañana con unas setas que encontró en el camino. Al mediar el día, el bosque se abrió súbitamente ante él para dejar al descubierto la antigua calzada que recorría Hispania de este a oeste. La misma que lo había traído hasta allí tres años atrás y que lo llevaría de vuelta a la tierra que le vio nacer. Anduvo hasta el centro de la calzada, se detuvo para otear a poniente, a su destino. Suspiró. Ante él se extendía el recto e infinito camino. Desierto. Las hierbas y el musgo reclamaban huecos entre piedra y piedra. Las raíces de los árboles minaban los cimientos, ondulaban el camino haciéndolo irregular, amenazando con devorarlo todo lentamente, a lo largo de los años, de los siglos. El monje sintió un desbocado pálpito en el pecho, abrumado por el tiempo y el espacio, por la incertidumbre, por la duda. Cerró los ojos para orar y sosegarse, respiró profundamente y comenzó a andar acompasando su marcha al sordo eco de los adoquines bajo su vara. Tardaría diez o doce días en llegar a su destino, con la ayuda de Dios. Su paso firme y seguro no reflejaba el temor a reencontrarse con un pasado, no tan lejano, que casi había llegado a olvidar. Temía al fantasma del hombre que había sido; aquel Urbico, hijo de Vadón, señor de la Kaórnika. Aquel que había hecho suyos todos los pecados que, tal y como le había enseñado Emiliano, Dios Padre aborrecía. Urbico había sido un consumado pecador. Había sucumbido a la gula en todas esas fiestas en las que se veneraba a falsos dioses comiendo hasta vomitar y bebiendo hasta perder la razón. A la ira, cuando abandonaban las montañas para saquear las aldeas de la meseta y aquellos que defendían su sustento con aperos de labranza se interponían en su camino. A la envidia, por haber deseado para él los bienes y la dicha de otros. A la avaricia, pues nunca se sintió satisfecho con lo que tenía. A la soberbia, por haberse considerado mejor, por origen y linaje, que aquellos que le rodeaban. A la tristeza, por saberse incompleto. Y a la lujuria, pues ¿a qué mujer no había deseado, ya fuese en su Kaórnika natal o en Amaya, cuando asistía a las reuniones del Senado con su padre? No pudo evitar preguntarse qué habría sido en esos años de la sobrina de Abundancio, compañera de juegos de niñez, a quien, llegado el fuego de la pubertad, tanto él como Necón habían pretendido por su riqueza. Necón, el hermano al que tanto amó y envidió por ser el primogénito, el más respetado entre los hombres de su padre a pesar de su juventud, el más querido por todos. Con él había bebido y reído, con él había luchado derramando juntos la negra sangre que daba vida a sus miembros. Pero la admiración hacia el hombre y el amor hacia el hermano nunca disiparon un extraño poso de rencor que le hacía desear su muerte en cada enfrentamiento y, a la vez, sentir que sería capaz de dar la vida por él. Tales son los designios del maligno, que nos confunde y atormenta. Solo ahora, en su lento caminar, supo que la envidia había desaparecido hacía tiempo, que aquel impío sentimiento había sido reemplazado por la compasión hacia un hombre que, si aún vivía, estaría preso de sus pecados con el alma sumida en la oscuridad. Tomás se detuvo en medio de la calzada. Se arrodilló lentamente para rogar a Dios Padre por la salvación de su hermano, para que tuviese compasión de su alma si estaba muerto o para que le mostrase la luz si aún vivía. El monje no se detuvo en exceso salvo a beber agua en un arroyo cercano. Cuando caía la tarde se apartó del camino para buscar raíces con las que llenar un estómago desagradecido. Horas después tuvo la fortuna de encontrar unas zarzas repletas de moras tan grandes como su pulgar. Comió lentamente, con mesura, dejando ese hueco en el estómago que, según decía Emiliano, nunca debía llenarse. No se molestó en recoger frutos para el camino, en primer lugar porque cabía la posibilidad de que alguien con más necesidad y hambre que él recorriese esa misma calzada pero, sobre todo, porque sabía que nada habría de faltarle si confiaba en el Señor. Córdoba, agosto Anno Domini 572 «Acordaos de los cántabros, mi señor». Tales son las primeras palabras que oye el rey de los godos al comenzar el día. El rey asiente, a veces distraído, a veces meditabundo, otras con fastidio, y despide al hombre que se las susurra al oído con un leve movimiento de la mano, como quien espanta a una mosca. Esa es la única labor del siervo cuyo nombre nadie conoce, pues el resto del día come, bebe y retoza tan solo para aparecer de nuevo a la mañana siguiente y repetir su frase. Duques, obispos, condes, notables, suplicantes y cuantos en torno a la regia figura se reúnen, aguardan a que concluya ese extraño y fugaz ritual para, a continuación, abordar los asuntos del reino. El asedio de nuestras huestes a Corduba entra ya en su cuarto mes. Lejos queda, de esta magnífica ciudad que se extiende ante nosotros, aquella misteriosa República de los cántabros que el rey, por alguna razón, no quiere olvidar. Allí ni la luz de nuestro señor Jesucristo ni su vigorosa espada en la tierra, el rey Leovigildo, han llegado aún. Y no solo viven en las tinieblas sus almas, también la tierra misma, pues dicen que espesas nubes negras asfixian las elevadísimas cumbres de donde las nieves no se retiran jamás. Dicen que allí el sol no calienta, que el viento, cuando ruge, arranca bosques enteros y que la lluvia convierte los valles en pantanos. Dicen que sus peñascos albergan bestias prodigiosas descendientes del maligno, que sus moradores adoran a este a través de ídolos deformes y falsos dioses y que beben sangre de caballo para aumentar su fuerza y fiereza. Creo que la primera vez que oí hablar de los cántabros fue hace tres años. El reino estaba sumido entonces en la confusión. Liuva, recién elegido rey, había asociado al trono a su hermano Leovigildo, pero eran muchos los que se oponían a que este ciñese la corona. Particularmente aquellos que habían sido leales al rey Atanagildo. Y entonces, con el reino al borde de la guerra civil y el pueblo inquieto, llegaron mensajeros del norte pidiendo socorro, pues los cántabros habían descendido de sus montañas; saqueaban la meseta entregando aldeas enteras a las llamas. Leovigildo, incapaz de reaccionar, fue entonces tachado de rey débil y muchos nobles conspiraron en contra de su persona. Solo su matrimonio con la viuda de Atanagildo pareció calmar los ánimos. Eso y varias muestras de generosidad. Creo que fue a partir de ese momento que el rey decidió no olvidarse de aquel extraño pueblo del norte al que, algún día, ha jurado someter. El rey ha ordenado que asista a sus Consejos y me pide que escriba. Poco he hecho en mi corta vida para ganar este favor, salvo serle cercano por sangre y haberme interesado por las letras desde la infancia y no por las armas; un favor que a otros, incluido mi padre, se les antoja castigo. No es propio de mi condición leer, mucho menos escribir, pero si Dios así lo ha dispuesto y el rey así lo ordena, esta y no otra ha de ser mi tarea. He preguntado al rey la razón de su deseo, habiendo como hay gentes más capaces que yo para relatar lo que acontece en su reinado. Él tan solo ha dicho que escriba lo que merezca la pena ser contado, pues para alabanzas y lisonjas ya están los cronistas. Y es que a nada teme el rey de los godos, salvo a Dios...