E-Book, Spanisch, 430 Seiten
Santamaría Okela
1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-15433-57-6
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 430 Seiten
ISBN: 978-84-15433-57-6
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Nació en Santander en 1975. Es licenciado en derecho por la Universidad de Canterbury, Inglaterra, país donde ha vivido, estudiado y trabajado desde los catorce años. Después de haber viajado a Taiwan, donde fue profesor de inglés y castellano, decidió volver a su tierra natal para establecerse definitivamente. Okela, su primera incursión en la novela histórica, nace de su pasión por la historia de Cantabria y la Grecia Clásica.
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1
Mesenia, año 480 a.C.
Los ilotas nunca han entendido su lugar en el mundo, pensaba Okela mientras recorría las compactas líneas de su falange de hoplitas, todos espartanos como él, criados desde niños para la guerra y destinados a dominar el Peloponeso. Sus hombres le veneraban.
La formación espartana se mantenía inmóvil, inalterable y en silencio, esperando la orden de su comandante para avanzar. Tan solo la leve brisa emitía de vez en cuando un suave suspiro y mecía, cariñosamente, los penachos de los cascos lacedemonios, las largas y cuidadas melenas que sobresalían de estos y las legendarias capas carmesí. Los ilotas que habían osado desafiar a Esparta y la voluntad de los dioses yacían ante la indiferente mirada de los espartanos. Algunos ya muertos, otros agonizando quedamente mientras su vida se derramaba sobre las tierras que habían labrado para sus amos, la misma tierra que, sometidos, habían regado con su sudor durante generaciones. A lo lejos, los supervivientes se preparaban para la que sería la última embestida de los inhumanos espartanos. No habría misericordia, ni clemencia, ni perdón. No habría prisioneros.
Entre las silenciosas líneas espartanas tan sólo se oía el pausado y seguro andar de Okela sobre el camino polvoriento. El sol se reflejaba en las grebas inmaculadas, en los cascos impolutos y en los escudos dorados decorados con la letra Lambda carmesí de los hijos de Laconia. Okela se abrió paso entre sus hombres y avanzó unos metros. Miró al cielo, azul, sin una nube; luego al suelo, y mientras se secaba el sudor puso una rodilla en tierra. Cogió unas piedrecillas polvorientas, se incorporó y jugueteó con ellas sacudiéndoles el polvo. Observó a sus espartanos: ¡qué hermosa visión! Un bosque de lanzas, un muro de escudos de bronce y hombres de hierro, dignos hijos del mismísimo Heracles.
Concedería a los ilotas unos instantes más mientras paseaba entre los cadáveres y los hombres agonizantes. Unos instantes más para temer por su vida; al fin y al cabo, pensó, es peor el temor a la muerte que la muerte misma. Para el último asalto, Okela había ordenado que en primera línea formasen los hombres más jóvenes, hombres de veintiún años, deseosos de entrar en combate y probar su valía, hombres que habían superado con éxito la Agogé, pero que aún no habían saboreado el dulzor de servir a su ciudad en batalla, ni la experiencia de matar al primer hombre hundiendo la espada en su carne. Se puede llegar a perder la cuenta de a cuántos hombres has matado, pero nunca se olvida al primero y cómo su vida se escapa entre tus manos. Okela sabía que el último asalto siempre es el más duro, sólo quedan los mejores y el enemigo se revuelve como un jabalí acorralado y herido, tan cansado y desesperado que sólo desea hacer el mayor daño posible, conocedor de que su fin es inevitable. Ese asalto era el que reservaba a los jóvenes imberbes que formaban en silencio detrás de él, desbordados de entusiasmo. Sólo un espartano sabe sepultar sus sentimientos así, tras su coraza de bronce y bajo su piel de hierro. Era un combate fácil, sólo eran ilotas. Los espartanos esperaban la señal. Okela anduvo pausadamente hasta el extremo derecho de sus líneas, levantó la mano y un rugido monosilábico y seco se alzó al unísono desde las gargantas espartanas. Sólo uno, seguido de un golpe seco de las lanzas contra los inmensos escudos. Era como si Zeus hubiera arrojado un trueno sobre los desgraciados ilotas. Inmediatamente después sonaron los aulós, una sola nota, luego un silencio seguido por la misma nota: la falange se ponía en marcha. Cada tres pasos la misma nota se mezclaba con la marcha segura y constante de los hoplitas.
Toda la sociedad espartana existía únicamente para que este momento fuera perfecto. Todos los antepasados de todos los hombres presentes en aquel combate habían existido única y exclusivamente para que esa marcha fuera perfecta. Los pesados escudos protegiendo el flanco derecho del compañero que avanzaba a la izquierda de cada combatiente, las lanzas de las tres primeras filas proyectándose desde el hombro de cada uno de ellos hacia abajo, las de las filas siguientes mirando a los cielos. Un puercoespín de hombres y metal, sin fisuras, sin grietas. Okela había observado en alguna ocasión marchar a hoplitas atenienses, tebanos, corintios… A medida que avanzaban, todos ellos iban inclinándose hacia la derecha, los combatientes buscaban la protección del escudo de su compañero y sus falanges acababan en posición oblicua. Esto los hacía predecibles, sus líneas eran fáciles de desbaratar e imposibles de recomponer. Sólo los espartanos marchaban como un solo hombre.
La falange no tardó en atravesar la zona donde yacían los ilotas abatidos. Okela se quedó inmóvil para observar el desarrollo del combate, con el escudo posado en el suelo y contra la rodilla. Su escudo, por el cual todos los lacedemonios le reconocían, era regalo de su amada y amante esposa Kalisté; fue ella quien había ordenado su fabricación al herrero perieco más afamado de Laconia y su decoración a un orfebre Tebano de reconocida maestría en toda la Hélade. La espartana había pedido que los colores habituales del escudo lacedemonio se invirtieran en el de su marido. El fondo sería carmesí, no dorado y, en vez de una, su marido luciría cuatro lambdas amarillas y abombadas, en vez de rojas puntiagudas, opuestas entre sí y cuyos vértices apuntarían a un círculo en el centro. El símbolo resultante era hipnótico.
A medida que la falange avanzaba y levantaba el polvo a su paso, se sentía el desconcierto de los ilotas. Miraban hacia los lados sintiéndose inseguros, empujándose los unos a los otros, tratando inútilmente de formar una línea sólida que de poco iba a servir. A tan sólo cien pasos del inminente choque algunos empezaron a soltar sus armas y a dar la espalda a la falange, corriendo en dirección opuesta para salvar sus miserables vidas. Otros se mantuvieron firmes, pero se adivinaba el terror en sus caras. Desde esa distancia ya se percibía el olor a orín. Así es como huele el miedo. Algunos arqueros ilotas consiguieron disparar sus flechas, pero el terror afectaba seriamente a su puntería, chocaban en el aire, caían demasiado lejos o demasiado cerca. Armas afeminadas, pensaba Okela mientras alzaba de nuevo la mano para indicar la siguiente orden. Una nota diferente se dejó oír desde las líneas lacedemonias. Los espartanos se lanzaron a la carga al unísono emitiendo un grito de guerra que inmovilizó a sus rivales. Este aullido servía a dos propósitos: el primero, paralizar al enemigo, el segundo, dar ímpetu a la carga. Las lanzas espartanas comenzaron a ensartarse en los cuerpos de los rebeldes que se batían con más valor que destreza. Desbaratada la primera línea, los lacedemonios desenvainaron sus pequeñas espadas y comenzaron a cercenar miembros y a atravesar los cuerpos de los desdichados abriéndose paso sin dificultad entre ellos, sembrando la destrucción y la muerte. En cuestión de minutos, lo que había sido un clamor de gritos, aullidos y choques de metal se convirtió en calma. Jadeantes y exaltados, los espartanos levantaron sus espadas al aire y aullaron satisfechos y llenos de orgullo. A los ilotas que habían huido no tardaría en darles caza la Krypteia.
Mientras Okela inspeccionaba el campo, Pantites, segundo al mando, se acercó a él.
?La resistencia ilota ha sido aplastada, señor.
?Bien ?dijo Okela?. Ordena a los hombres que sigan la rutina de costumbre: que maten a todo ilota herido o agonizante y que recojan a nuestros caídos. Quiero saber cuántos rebeldes han muerto, los kleros a los que pertenecían y el tipo de armas que utilizaban. Te esperaré en mi tienda cuando hayáis acabado.
Sin decir una palabra más, Pantites saludó marcialmente, dio media vuelta y comenzó a dar órdenes. Es una lástima tener que acabar de esta manera con esos miserables, al fin y al cabo son propiedad del estado, pensó Okela mientras se dirigía a su tienda en el campamento espartano.
Cuando caía la tarde, Pantites se presentó en la austera tienda del comandante para dar el informe. Okela se había desprendido de su panoplia y sólo le cubría una túnica de áspero lino.
?Adelante, Pantites. Pasa, siéntate… ¿Agua? ?preguntó Okela.
?Sí, gracias.
Se sirvió agua fresca en un cuenco de madera y bebió ávidamente, secándose acto seguido con su antebrazo y emitiendo un placentero gemido de saciedad.
?¿Y bien? ?dijo Okela.
?Mil doscientos cincuenta y ocho ilotas muertos en la acción de hoy, tres homoioi muertos, tres heridos graves y dieciséis heridos leves.
?¿Armas?
?Una variedad interesante, la mayoría armas ligeras: las espadas y los escudos de origen persa, los arcos de fabricación casera; los hombres dicen que no parecían haber recibido adiestramiento militar.
?Sí, eso último era fácil de deducir ?sentenció Okela mientras servía más agua en los cuencos vacíos?. Así que podemos confirmar que los persas están detrás de estas pequeñas revueltas, como sospechaba la Krypteia.
?Eso parece ?respondió Pantites.
?¿Alguna apreciación sobre los hombres? ¿Alguien que merezca algún tipo de reconocimiento?
?No, señor. Todos han cumplido con su deber.
?Muy bien, da la orden de que preparen la marcha. Mañana, antes de que salga el sol, volveremos a Esparta.
Pantites se levantó, hizo su saludo y salió de la tienda para comenzar los preparativos. En tres días estarían en...