El principio del fin del Imperio romano
E-Book, Spanisch, 420 Seiten
ISBN: 978-84-16970-10-0
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Santander 1975. Es licenciado en derecho por la Universidad de Canterbury, Inglaterra, país donde vivió, estudió y trabajó desde los catorce años. Fue profesor de inglés y español en Taiwan y más tarde volvió a su tierra natal para establecerse definitivamente. Es autor de cuatro novelas, todas ellas publicadas en Pàmies: Okela (2011), El águila y la Lambda (2012), Peña Amaya (2014) y Rebeldes (2015); esta última le valió el premio Hislibris a Mejor Autor Español de Novela Histórica. Es miembro de la Asociación Cultural Círculo decadente, en cuyas publicaciones ha participado con relatos como Sócrates en el Hades (2015) y Vale (2016).
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1
Otoño 376 d. C.
En algún lugar de Dacia
Un relámpago. Llevaba dos días lloviendo y ya atardecía. Arnulf tensó los músculos, afianzó los pies en el barro y volvió a tirar de la cuerda empapada. Ya no le quedaban fuerzas. Las palmas de las manos le escocían, sentía los dedos agarrotados. Le dolían los brazos, las piernas, tenía hambre y, a pesar del esfuerzo, temblaba de frío. Por suerte, la lluvia se le mezclaba en el rostro con las lágrimas. No quería que su hermana pequeña, sentada en la parte delantera de la carreta, le viera llorar. La chiquilla también sollozaba. Un trueno. El viejo buey se negaba a seguir avanzando. La bestia soltó un mugido lastimero, como si estuviera pidiendo clemencia, como si le estuviera diciendo a Arnulf que le dejara morir allí. Las patas del animal estaban hundidas en el lodo hasta las rodillas y las cuatro ruedas de la carreta casi hasta el eje. Arnulf se sorbió los mocos. También estaba empezando a dolerle la cabeza. Luego se restregó los ojos con la mano derecha. Intentó quitarse el agua de la cara y apartarse la melena rubia y apelmazada de barro hacia un lado. No sirvió de nada. Volvieron las lágrimas y con ellas la visión borrosa, el pelo volvió a cubrirle el rostro y la lluvia volvió a anegarle la cara. Sí sirvió para percatarse de que la cuerda le había ajado los callos de las manos. Las palmas empezaban a sangrarle. —¡Cuando te diga, atízale fuerte! —gritó Arnulf procurando que su voz sonase firme y no desesperada. Su hermana cogió la vara con temblorosa timidez. Al menos, si le daba algo que hacer, podría conseguir que dejase de llorar. Y quizá la niña de ocho años pudiese canalizar toda su pena, su rabia y su frustración a través de la vara y sobre el lomo del animal. Y quizá el viejo buey hiciera un último esfuerzo que les permitiera seguir huyendo. —¡Uno! Su padre había construido esa carreta. Era la más robusta de la aldea que se habían visto obligados a abandonar y en la que Arnulf había pasado los dieciséis años de su vida. Un relámpago. —¡Dos! Arnulf miró a su espalda. La última de las carretas de la enorme caravana superaba ya una lejana colina y desaparecía tras ella. En ese momento a la impotencia se le sumó también el terror a la soledad. Varios de los hombres de la caravana habían intentado ayudarle, pero se habían dado por vencidos. El tiempo apremiaba. Luego le habían ofrecido un hueco en sus propias carretas, pero Arnulf se había negado. Todo lo que tenían estaba sobre esos tablones y bajo esas lonas: aperos de labranza, comida, utensilios, pieles, ollas. No podían abandonarlo todo. Bastante habían dejado atrás ya. Ahora se arrepentía. —Tú verás, muchacho —le había dicho uno de los hombres. Pero sobre todo, no hubieran sido capaces de llevar consigo a madre, tumbada y enferma bajo la cubierta, acosada por las fiebres, delirante, con los ojos hundidos en las cuencas, la cara de un pálido azulado, las ojeras negras y profundas. Un trueno. —¡Tres! La pequeña Brunilda atizó a la bestia con una fuerza que Arnulf no creyó que pudiera tener. Arnulf gruñó e hizo uso de todo el peso de su cuerpo para tirar de la cuerda. El viejo buey volvió a mugir. También los músculos de su enorme cuerpo se tensaron. Alzó una de las patas, luego otra, chapoteó en el barro. Crujió la madera de las ruedas. —Vamos —dijo Arnulf entre dientes y cerrando los ojos—. Vamos. El joven godo se inclinó aún más hacia atrás. Un poco más. Y tiró. Tiró. Un pequeño paso. Apenas un palmo. Las ruedas empezaban a girar. Y, de pronto, el suelo resbaladizo se negó a sostenerle por más tiempo. Los pies de Arnulf se deslizaron sobre el lodo y cayó de nalgas en un charco. La bestia dejó de moverse. Brunilda dejó de golpearla. Y las ruedas volvieron a su posición inicial. Era imposible. Un relámpago. El joven, derrotado, ya no tuvo fuerzas para ocultar su desesperación y rompió a llorar. Arnulf, sentado sobre el charco, bajo la lluvia, rodeado de un fango castigado, batido por los miles de pies, pezuñas y ruedas que lo habían atravesado, quiso dejarse morir. Y lo hubiera hecho de no haber sido porque debía cuidar de su madre y de su hermana. Un trueno. Se llevó la mano a la runa de barro que, atada a una cuerda, le colgaba del cuello. Era el símbolo del dios de las tormentas, un regalo de su padre. Se lo había entregado hacía ya una luna, cuando salió de la aldea con el resto de los hombres, convocados por el caudillo local, para hacer frente a los demonios de ojos rasgados. Le dijo que hasta su regreso él sería el hombre de la familia. A pesar de su sonrisa y aparente firmeza, Arnulf pudo ver en el rostro de su padre la pena y el miedo. Días después, un grupo de hombres a caballo, fuertemente armados y a los que no conocían, aparecieron por la aldea y dijeron que el rey Fritigerno había ordenado que lo recogieran todo, que abandonaran sus casas de madera y brezo y que se dirigieran al sur, hacia el gran río. Cundió el pánico. Llevaban meses oyendo hablar de los demonios. Decían que eran hijos de unas brujas desterradas generaciones atrás por uno de los reyes godos. Las brujas, en las lejanas estepas, convocaron espíritus malignos que las preñaron y dieron a luz a la raza que ahora los perseguía y aniquilaba. Arnulf nunca había visto a ninguno de ellos. Por lo que contaban, aquellos demonios eran de baja estatura, nervudos, delgados, y parecían niños, pues le llegaban a un godo adulto solo hasta el ombligo. Tenían los ojos rasgados y la cara aplanada, como si alguien se la hubiera golpeado con una sartén nada más nacer. Tenían las piernas arqueadas, pues, al parecer, vivían montados en sus caballos. Comían carne cruda que calentaban entre las sillas de montar y el lomo de sus animales. Algunos tenían el cráneo alargado y carecían de pelo facial. Hablaban una lengua endemoniada. Aparecían de madrugada, al galope, disparando flechas, una tras otra, con sus extraños arcos, pequeños y curvados, desde lo alto de sus monturas. Aullaban como lobos. Lo destruían todo, mataban a los hombres y se llevaban el ganado y las mujeres. La primera vez que el padre de Arnulf oyó hablar de ellos dijo que eran cuentos para niñas. Pero en la aldea no tardó en saberse que esos demonios eran reales. Y ahora huían. Todos los godos huían. Hacia el gran río. Hacia el imperio del que tan pronto llegaban comerciantes con baratijas, como hombres andrajosos hablando de un dios crucificado, como ejércitos que lo arrasaban todo a su paso. Arnulf sintió el abrazo húmedo de su hermana. Brunilda se acurrucó junto a él bajo la lluvia. La pequeña temblaba. No solo de frío. —Tengo hambre —dijo la niña entre sollozos. Él la rodeó con los brazos en ademán protector, con la fuerza que dan la impotencia y el desamparo. Supo que le estaba haciendo daño. Un relámpago. Lluvia. Un trueno. De la carreta surgió un grito. Era madre. Eran las fiebres. Brunilda y Arnulf eran los dos hijos supervivientes de seis hermanos, todos habían muerto antes de cumplir los dos años. El último hacía tan solo unos días, del mismo mal que ahora amenazaba con llevarse a madre. Junto a la runa que le diera su padre colgaba una pequeña cruz de madera. Regalo de su madre y símbolo de ese dios nuevo que se confundía con los viejos. Arnulf rogó a ambos, al dios de las tormentas de su padre y al dios crucificado de su madre. El primero, el dios de los guerreros; el segundo, el dios de los desamparados. El suelo embarrado empezó a retumbar. No del modo en que temblaba cuando tronaban los cielos, sino de forma continuada, casi imperceptible al principio, pero cada vez con más fuerza, cada vez más cerca. Arnulf se estremeció. Supo de pronto que eran caballos. Decenas de caballos. Centenares quizá. El joven godo se incorporó de un salto. —¡Vuelve a la carreta! ¡Deprisa! —le dijo a su hermana. Brunilda echó a correr. Dos pasos y la chiquilla cayó de bruces. Arnulf se apresuró a ayudarla, la cogió en brazos y corrió cargando con ella, chapoteando en el lodo. La succión ejercida por el barro a cada paso amenazaba con engullirle las viejas botas ajadas. Por un momento pensó en degollarla como se degollaba a los cerdos o a los conejos, tanto a ella como a su madre, para que no cayesen en manos de los demonios. No hubiera podido hacerlo. Aun si le hubieran dicho que ambas se enfrentarían a una vida de esclavitud, vejaciones y miseria, no habría sido capaz. Cuando llegó a la parte trasera de la carreta con su hermana en brazos, vio la masa negra de jinetes a lo lejos, difuminada por la lluvia. Avanzaban rápido. El corazón dejó de latirle un instante. Su respiración quedó en suspenso. Tuvo que sacudir la cabeza para reaccionar. Apartó las pieles que hacían las veces de cortina y metió a su hermana en la carreta. Dentro, rodeada de cacharros, tumbada sobre un jergón de paja y cubierta de pieles de oveja, gemía madre. Y movía la cabeza de un lado a otro con los ojos abiertos y perdidos en la nada. Olía a enfermedad. —Quédate ahí. Escóndete. No te muevas y no hagas ruido, como cuando jugábamos al escondite —le dijo Arnulf a su hermana. La pequeña, petrificada, era incapaz de dejar de llorar, incapaz de apartar la vista de la masa de jinetes. Arnulf le enmarcó la cara con las manos y la obligó a mirarle. Pudo ver el terror en sus ojos. Le besó la frente y volvió a mirarla. —Hazme...