E-Book, Spanisch, 580 Seiten
Santamaría El saqueo de Roma
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-17683-98-6
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 580 Seiten
ISBN: 978-84-17683-98-6
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
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Pedro Santamaría nació en Santander en 1975. Es licenciado en Derecho por la universidad de Canterbury, Inglaterra, país donde vivió, estudió y trabajó desde los catorce años. Fue profesor de inglés y español en Taiwán y más tarde volvió a su tierra natal para establecerse definitivamente. El saqueo de Roma es su octava novela, después de Okela (2011), El águila y la Lambda (2012), Peña Amaya (2014), Rebeldes (2015) -que le valió el premio Hislibris a Mejor Autor Español de Novela Histórica-, Godos (2017), Al servicio del Imperio (2018) y El ateniense (2019), todas ellas publicadas en Pàmies.
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1
Norte de Italia
4 de septiembre 394 d.C.
El emperador tosió hasta quedarse sin aire.
Uno de los hombres de su guardia personal, un burgundio corpulento de cabellos y barbas rubios, le tendió un vaso de agua. El hispano alzó una mano para que aguardara, cerró los ojos y respiró profundamente. Luego hizo un gesto invitando al burgundio a entregarle el cáliz.
—Estoy bien —dijo Teodosio, tranquilizador, cuando comprobó que la veintena de oficiales que abarrotaban la tienda se miraban entre sí con preocupación—. Estoy bien.
—Sebastos, deberías descansar —dijo uno de los oficiales.
—¿Qué ocurre? ¿Nunca os habéis resfriado? —Luego, dirigiéndose al burgundio—: Y tú, Gondioc, la próxima vez que me sirvas de beber, al menos añade algo de vino. En Hispania decimos que donde no hay vino no hay amor.
—Por supuesto, sebastos. Lo lamento.
El emperador apoyó los puños en la mesa y observó el mapa que tenía desplegado ante él.
—Continúa, Flavio.
Flavio Estilicón, yerno del emperador y hombre de confianza de este, hijo de un vándalo y una romana, azote de los godos durante la guerra que siguió a la batalla de Adrianópolis y magister militum de Tracia, volvió a señalar el mapa.
—Sí, sebastos —dijo el aludido—. Superamos al usurpador en número, y me atrevería a decir que en calidad. En total disponemos de unos cincuenta mil hombres: los treinta mil del ejército de Oriente y cerca de veinte millares de godos. Según los exploradores, Eugenio…
—El usurpador —corrigió Teodosio.
—Por supuesto, sebastos. El usurpador —enmendó Estilicón— apenas supera los cuarenta mil. A juzgar por los estandartes que he podido ver esta mañana, ha tenido que retirar tropas de Britania y de la frontera del Rin para reforzar su contingente, y también ha reclutado a grupos de francos y de alamanes. El problema…
—¿Cuál es?
—El problema es que cuenta con una muy buena posición defensiva. Además, se nos ha adelantado y ha ocupado todos los pasos de montaña. Aquí, aquí, aquí y aquí.
El emperador asintió.
—¿Quieres decir con eso que estamos prácticamente rodeados? —preguntó Teodosio.
—Me temo que sí, sebastos. Dos días más y, si se mueven rápido, podríamos quedar atrapados. Aunque aún nos queda la opción de la retirada por aquí —dijo Estilicón señalando el camino que habían seguido.
El hispano negó con la cabeza.
—No. Retirarnos ahora significaría el fin de la temporada de campaña y un año más de espera. Eso solo serviría para que el usurpador afiance su posición y su liderazgo. Los gastos se nos acumularían, y tendríamos que licenciar a los godos para volver a convocarlos el año que viene. No. La retirada no es una opción.
—Puede que si negociásemos… —intervino Macrino.
—¿Negociar? —preguntó el emperador con afectada sorpresa—. ¿Negociar el qué, Macrino? Prefiero morir aquí y ahora entre terribles sufrimientos, o ver cómo se desmiembra el Imperio, antes que volver a Constantinopla y decirle a mi mujer que he negociado con el asesino de su hermano. Aunque… si estás dispuesto a hablar tú con ella, Macrino, negociaremos.
—¿Yo, sebastos? —dijo sorprendido el aludido, señalándose al pecho como un niño pequeño.
—¡Vamos, caballeros! ¡Un poco de humor, maldita sea! —rugió el hispano.
Estalló un coro de risas forzadas que murieron cuando Teodosio volvió a caer presa de un ataque de tos. El burgundio, esta vez, le acercó al emperador un cáliz con vino. El hispano bebió y respiró hondo, con dificultad.
—¿Qué hay de un ataque frontal? —preguntó Teodosio cuando se hubo recuperado.
—Arriesgado —repuso Estilicón sin más.
—¿Cómo de arriesgado?
—Teniendo en cuenta su posición y que tendríamos que cruzar el río para llegar hasta ellos, mucho.
—Pero el río es vadeable, ¿no es así?
—Lo es, sebastos. A estas alturas y en esta estación del año, el agua llega hasta la cintura en lo más profundo del cauce. El problema es que el usurpador alinearía a sus tropas en la orilla, y los nuestros tendrían que luchar, al menos al principio, con los pies hundidos en el lecho resbaladizo del río y con el enemigo disfrutando de la ventaja de la altura.
—Comprendo.
—Como digo, sebastos, es arriesgado. Suicida, incluso.
Teodosio asintió y volvió a darle un sorbo al vino. Luego contempló el mapa de nuevo.
—Pero el usurpador no cuenta con un pequeño detalle —dijo el hispano.
—¿Qué detalle, sebastos?
—Que Dios está con nosotros.
Los presentes se miraron los unos a los otros de reojo.
—¿Dios? —preguntó Estilicón.
—Por supuesto. El usurpador se ha rendido a los paganos del Senado para obtener dinero y apoyos. Creo que a Dios esas cosas no le gustan —dijo el emperador con sorna.
—Supongo que no —convino Estilicón.
—Pues claro que no —insistió el emperador.
Hubo una larga pausa silenciosa mientras el hispano repasaba el mapa una vez más. Hasta la enorme tienda de campaña de lonas púrpura llegaba el sonido informe del campamento, el murmullo de soldados, el resoplar de caballos, el tintineo de cacharros.
—Dejadnos —dijo Teodosio al fin—. Necesito hablar con Estilicón en privado.
Uno a uno los oficiales fueron desapareciendo hasta que el hispano y el vándalo se quedaron a solas en la tienda.
—No soporto su falta de sentido del humor —dijo el emperador.
—No les culpo. La situación es delicada.
—Precisamente por eso, amigo mío. Cuanto peor van las cosas, más presencia de ánimo se necesita.
Teodosio se dirigió al diván que tenía en un extremo de la tienda y se tumbó. Luego le hizo un gesto a su yerno para que tomara asiento a su lado.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Estilicón.
—He tenido días mejores. Pero se me pasará.
Estilicón asintió.
—¿Qué se te ha ocurrido? —preguntó el vándalo.
—Muchas veces —dijo Teodosio— las dificultades no son sino bendiciones disfrazadas.
—Eso le he oído decir a Ambrosio más de una vez.
—Ambrosio. Menudo cabrón.
Yerno y suegro rieron, cómplices, al mencionar al antipático obispo de Milán. Teodosio volvió a toser. Estilicón le acercó a su suegro un cáliz con vino, y el hispano bebió.
—¿De verdad que te encuentras bien? —preguntó el vándalo.
El hispano esbozó una bienintencionada mueca de fastidio.
—Mi fiel Estilicón… —dijo Teodosio—. Deja de preocuparte. Aún no me ha llegado el momento.
—Pero si llegase…
—Si llegase… Ya lo hemos hablado muchas veces. Mi hijo Arcadio me sucedería en Oriente y tú quedarías como regente en Occidente hasta que el pequeño Honorio alcance la mayoría de edad. —El vándalo asintió—. Pero vamos a lo que nos ocupa. ¿Dices que el usurpador ha bloqueado todos los pasos de montaña?
—Así es.
—Bien, la mayoría de las veces lo que no se puede conseguir con las armas puede conseguirlo el oro. Hoy en día la lealtad y los principios están baratos. Quiero que envíes mensajeros a los pasos, con dinero. Con mucho dinero. Los sobornaremos.
Estilicón sonrió.
—De acuerdo.
—En cuanto al grueso de las tropas del usurpador, creo que ha llegado el momento de acabar con dos problemas en una sola jornada.
—¿Qué dos problemas?
—Eugenio y los godos.
Estilicón miró a su suegro y alzó una ceja.
—No entiendo.
—Hace tiempo que hay muchas voces clamando por el fin de los godos. El pueblo no se fía de ellos, no los quiere dentro del Imperio, nunca los ha querido, y menos aún desde los disturbios de Tesalónica. Ambrosio, por otra parte, insiste en que hay que erradicar no solo a los paganos, sino además, y particularmente, a los arrianos. El tratado con los godos es una mancha en mi reputación y un peligroso precedente. Por mucho que en su día lográramos convertir aquel asunto en una victoria, los dos sabemos que tuvimos que ceder. Debemos lavar el recuerdo de Adrianópolis. Y no hay mejor forma de lavarlo que con sangre.
—¿A dónde quieres llegar? —preguntó Estilicón.
—Los godos deben diluirse en la historia, y este puede ser el momento idóneo para ello —afirmó el emperador de Oriente.
Teodosio se incorporó del diván y volvió a la mesa de campaña en la que estaba desplegado el mapa. El vándalo le siguió.
—¿A quién tenemos ahora al mando de los godos? —preguntó el hispano sin apartar los ojos del mapa.
—A Alarico.
—Ah, sí, Alarico —repitió el emperador, pensativo.
—Veinticuatro años, orgulloso, impetuoso… —dijo Estilicón.
Teodosio asintió lentamente.
—Perfecto. ¿Qué crees que pasaría si le dijéramos que, dado que las suyas son las mejores tropas de las que disponemos, debe ser él quien abra el asalto?
—Que aceptaría el reto gustoso. Aunque probablemente preguntaría por el resto del plan. No es ningún necio.
—¿El resto del plan? Por supuesto. Le diremos que, una vez que haya abierto camino, nosotros le relevaremos… —el hispano levantó la cabeza y miró a Estilicón a los ojos. El vándalo no pudo evitar abrir la boca, presa...