E-Book, Spanisch, 400 Seiten
Santamaría Campos de gloria
1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-18491-42-9
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 400 Seiten
ISBN: 978-84-18491-42-9
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
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Pedro Santamaría (Santander, 1975) es licenciado en Derecho por la universidad de Canterbury, Inglaterra, país donde vivió, estudió y trabajó desde los catorce años. Fue profesor de inglés y español en Taiwán y más tarde volvió a su tierra natal. Campos de gloria es su novena novela, después de Okela (2011), El águila y la Lambda (2012), Peña Amaya (2014), Rebeldes (2015) -que le valió el premio Hislibris a Mejor Autor Español de Novela Histórica-, Godos (2017), Al servicio del Imperio (2018), El ateniense (2019) y El saqueo de Roma (2020).
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1
Roma
Octubre 450 d. C.
El sarcófago era diminuto. Bastaba con extender los brazos para abarcarlo entero.
Las llamas de dos pebeteros de bronce, uno a cada lado de la sepultura, iluminaban el mármol níveo sobre el que dos de los mejores escultores del Imperio habían tallado vivas escenas. En el centro, entre dos pequeñas columnas, un cordero que parecía sonreír cargaba con un crismón y giraba la cabeza para mirar a su espalda. A la derecha de este, María y José contemplaban maravillados a un Jesús recién nacido que, metido en el tosco capazo, le tendía la mano a su madre. A la izquierda del cordero tres magos, arrodillados y con la cabeza inclinada, ofrecían sus regalos al redentor: oro como tributo a un rey, incienso para adorar a un dios y mirra para sanar las heridas de un hombre.
En la húmeda penumbra del mausoleo, el baile calmo y errático del fuego jugaba con las sombras de los relieves de modo que las figuras parecían moverse y gozar de vida propia.
Gala Placidia Augusta, sentada ante el sarcófago, alargó la mano huesuda, surcada de gruesas venas azules y moteada de vejez, y acarició con ternura de madre la fría imagen del niño Jesús. Lo hizo lentamente, casi sin atreverse, y sintió cómo dos lágrimas saladas le recorrían las arrugadas mejillas, aquellos surcos labrados por el arado del tiempo.
Estaba sola. Quería estar sola.
—Mi pequeño Teodosio —susurró.
Tan solo la lluvia pertinaz que caía sobre la ciudad eterna perturbaba el silencio de aquel mausoleo de planta circular y techos abovedados que su hermano Honorio ordenara levantar, tres décadas antes, junto a la basílica de San Pedro, en la colina Vaticana, con la esperanza de despertar el día del juicio final al lado del primer discípulo de Cristo.
En los techos y en las paredes, bellos mosaicos de santos impasibles y de ángeles blandiendo espadas de fuego velaban por el sueño eterno de Honorio, por el de su primera esposa y prima de ambos, María, y ahora también por el del pequeño Teodosio. Gala presentía que no tardaría en unirse a ellos.
Qué lejos quedaban los días felices de Barcino, los paseos junto al mar convertida en reina de los godos, el sol de Hispania, la arena cálida acariciándole las plantas de los pies, con Ataúlfo a su lado. Ataúlfo, el único hombre al que jamás hubiera amado, supervivientes ambos en un mundo sacudido por la guerra, la destrucción, la traición, la inquina, la muerte, el hambre y la desesperanza. Ella, heredera del inmortal imperio de los césares; él, un rey bárbaro, líder de un pueblo errante en busca de una tierra benigna en la que asentarse. Y el hijo de ambos, Teodosio, la promesa de un futuro de paz y unidad.
Treinta y cinco años la separaban de aquel día en la playa de Barcino, el último día verdaderamente feliz de su existencia, el día mismo en el que el sueño de la muchacha que había sido se convirtió en pesadilla, el día mismo en que empezó a transformarse en una anciana consumida por la amargura. Treinta y cinco años desde que viera reír por última vez al pequeño Teodosio mientras jugaba con él en la arena.
Unas fiebres se llevaron a su bebé al día siguiente. Jamás se lo había perdonado. La herida nunca había dejado de sangrar, de supurar, de doler como los clavos de Cristo. Si hubieran vuelto antes de que hubiera caído el sol, antes de que se hubiera levantado la gélida brisa marina… Si le hubiera cubierto con la manta cuando el niño se resistió porque quería seguir jugando sin trabas… Si ella no hubiera querido exprimir al máximo esa felicidad de un día fugaz, quizá el mundo habría sido un lugar diferente. Gala, sin lugar a dudas, habría sido una mujer diferente.
Sí, Dios, padre benigno y misericordioso, creador del cielo y de la tierra, la había castigado por su soberbia y su dicha con la repentina muerte de lo que más quería, del niño que, durante unos meses, le había dado sentido a todo, al pasado, al presente y al futuro, a ella misma y al mismísimo Imperio. Y también fue Dios, nunca satisfecho, quien aún quiso que pagara más, como las viejas deidades paganas cuando comprobaban que un mortal disfrutaba de una dicha que no le correspondía porque, días después de la muerte de Teodosio, con los ojos aún rojos de llanto, con el alma rota por la pérdida, su esposo Ataúlfo moría asesinado ante sus propios ojos, apuñalado por hombres que hasta entonces se habían dicho leales. Ni antes ni después, en sus sesenta años de vida, se había arrodillado Gala Placidia ante nadie para pedir clemencia, solo aquella noche, cuando los afilados y fríos puñales de los conjurados le arrancaron la vida a su esposo, cuando, ronca y fuera de sí, la sangre de Ataúlfo le empapó las rodillas y las manos.
Cuánto maldijo a Dios por habérselo arrebatado todo.
Solo años después supo que el asesinato había sido orquestado por su hermano Honorio y por el general Constancio, y que la muerte de Ataúlfo y su regreso a la corte de Rávena no habían sido sino parte de los términos de un nuevo tratado de paz entre el Imperio y los godos.
Qué terrible fue verse obligada a regresar a Rávena, a la corte imperial, a las rencillas palaciegas, a las maquinaciones políticas de eunucos y funcionarios. Y quiso dejarse morir cuando su hermano la obligó a casarse con aquel Constancio, futuro emperador y asesino de su marido. Constancio, un hombre al que nunca había amado pero al que llegó a dar dos hijos: Valentiniano y Honoria.
Muerto su segundo esposo, y después su hermano, la púrpura recayó sobre su hijo Valentiniano, un niño de apenas cuatro años, tercer emperador de su nombre, y Gala tuvo que hacerse con las riendas de un imperio acosado por los bárbaros, el hambre, la enfermedad y la bancarrota. Roma se batía en todos los frentes como un viejo león acosado por una manada de fieras hienas atraídas por el olor de la sangre, carroñeras que no se atreven a atacar de frente pero que, a cada zarpazo, agotan al fiero león, que poco a poco va perdiendo fuerza.
Con qué velocidad giraba la implacable rueda de la fortuna.
Llevaba treinta y cinco años esperando ese momento. El momento en el que los restos de su primer hijo descansaran por fin donde debían: en Roma, junto a San Pedro.
Sí, presentía que su momento también se acercaba, se lo decían sus huesos doloridos, se lo decía su corazón cansado, se lo decían sus manos nudosas como el sarmiento. Pero no le temía a la muerte, porque, si lo que afirmaban era cierto, el cielo sería aquella playa de Barcino, por la que pasearía durante toda la eternidad con Ataúlfo y en la que vería jugar feliz a Teodosio día tras día. Eso, siempre y cuando no tuviera ya un lugar reservado en el infierno después de décadas de gobierno en las que nunca hubo margen para aplicar el Evangelio, para amar a sus enemigos, para ofrecer la otra mejilla. Sabía que muchos la llamaban «la Bruja», que la temían más de lo que la amaban, pero así era gobernar un imperio cuyas costuras parecían tensarse más cuanto más escuálido se volvía.
El pomposo cortejo fúnebre del pequeño había atravesado una ciudad que, cuatro décadas después, aún mostraba las cicatrices del saqueo de los godos de Alarico. Los jardines de Salustio, antes verdes y poblados de alegres pájaros, ahora no eran más que un borrón negro. Muchas de las grandes estatuas derribadas por los godos yacían todavía tendidas y descoloridas por las calles, convertidas en obstáculos que los ciudadanos sorteaban pero que nadie se preocupaba por retirar.
Fueron muchos los que abandonaron la urbe después del saqueo y muchos más los que lo hicieron años después, cuando los vándalos ocuparon la provincia de África y cesó el flujo de trigo que alimentaba la ciudad. Barrios enteros estaban abandonados, convertidos en moradas de perros salvajes, gatos y palomas. Los viejos templos paganos permanecían cerrados por ley, faltos de mantenimiento, descoloridos incluso cuando el sol bañaba sus aún imponentes fachadas, en las que se imponía el verde apagado de la maleza, gigantes de otro tiempo, destellos grises de una grandeza que jamás habría de volver. No era extraño que, de vez en cuando, se oyera el estruendo sordo de un techo que se desplomaba o de una columna que se venía abajo. A veces ocurría de noche, otras a plena luz del día. A nadie parecía importarle.
La ciudad eterna languidecía, aquejada de vejez, renqueante, como el sabio anciano al que ya nadie hace caso.
Solo en las iglesias y basílicas y en las casas de los senadores más acaudalados seguía latiendo la grandeza de un imperio menguado al que los bárbaros no hacían más que cercenar miembros: los vándalos en África, los sajones en Britania, los francos en el norte de la Galia, los godos en Aquitania, los suevos en el extremo occidental de Hispania, mientras que los hunos, liderados por Atila, sembraban el terror en las fronteras.
Pero hoy nada de eso importaba, porque Teodosio descansaba por fin en Roma. Donde debía. Y había muerto libre de pecado.
—No tardaremos en volver a estar juntos los tres, mi pequeño.
Quizá su hija Honoria tuviera razón cuando decía que ni a ella ni a su hermano Valentiniano, ahora emperador, los había querido nunca tanto como había querido a Teodosio. De hecho, Honoria dudaba que los hubiese querido en absoluto. Decía que tan solo amaba en ellos la sangre que corría por sus venas, la garantía de continuidad de la dinastía de Teodosio el Grande. Y quizá tuviera razón. Ni ellos habían sido los primeros ni eran fruto del amor.
Gala debía reconocer que había sido una madre...