Santamaría | Al servicio del Imperio | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 500 Seiten

Santamaría Al servicio del Imperio


1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-16970-65-0
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 500 Seiten

ISBN: 978-84-16970-65-0
Verlag: Ediciones Pàmies
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'Jerusalén: una ciudad portuaria en la costa de la eternidad.' Yehuda Amichai. Año 65 d.C. Dos muchachos deciden alistarse en una unidad del ejército imperial compuesta exclusivamente por cántabros: la Cohors II Cantabrorum. Jamás han salido de su aldea y tienen un sueño: aprender de Roma para derrotarla. Pero Roma no se encuentra a un par de semanas de camino, ni es una aldea algo más grande que la suya. El imperio que gobierna Nerón es inmenso, mucho más de lo que hubieran podido soñar los jóvenes reclutas, que no saben que, al alistarse, entregan veinticinco años de su vida al emperador. La Cohors II Cantabrorum será destinada a la otra esquina del imperio, a la levantisca procuraduría de Judea, donde la presión fiscal, los abusos de la administración romana y las aspiraciones mesiánicas de los judíos amenazan con desestabilizar la zona. Los jóvenes cántabros se verán envueltos en una auténtica revolución, en una tierra que no comprenden y en la que tendrán que ejercer de brazo ejecutor de un imperio al que detestan y enfrentarse a un pueblo que lucha por su independencia tal y como lo hicieron sus abuelos. La revuelta judía constituirá un terremoto histórico de primera magnitud del que aún, a día de hoy, se sienten las réplicas. La guerra, sangrienta y apocalíptica, contribuirá al final de la dinastía Julio-Claudia y al nacimiento de la dinastía Flavia. Más aún, de las cenizas del Templo de Jerusalén nacerán dos religiones hasta entonces embrionarias: el judaísmo rabínico y el cristianismo.

Santander 1975. Es licenciado en derecho por la Universidad de Canterbury, Inglaterra, país donde vivió, estudió y trabajó desde los catorce años. Fue profesor de inglés y español en Taiwan y más tarde volvió a su tierra natal para establecerse definitivamente. Es autor de seis novelas, todas ellas publicadas en Pàmies: Okela (2011), El águila y la Lambda (2012), Peña Amaya (2014), Rebeldes (2015), que le valió el premio Hislibris a Mejor Autor Español de Novela Histórica, Godos (2017) y Al servicio del Imperio (2018).
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1




Por supuesto. Siéntate. No seré yo quien le niegue a un caminante un lugar junto a mi hoguera. El fuego siempre es generoso, y la noche promete ser fría. Adelante, no te quedes ahí, siéntate. ¿Quieres un poco de vino? No queda mucho, ni es de calidad. Aunque también es cierto que no hay vino malo si la compañía es buena. Pareces cansado. ¿Hacia dónde te diriges?

Vaya… Pues tienes un largo camino por delante…

¿Yo? A Cantabria.

Sí, tienes razón; es un lugar remoto y hosco, pero es allí donde nací y es allí donde quiero que descansen mis huesos. Quiero volver a ver sus bosques, sus montañas nevadas, su mar bravío, sus cielos grises. Quiero volver a sentir la lluvia fría empapándome la cara y el cuerpo, y escuchar una vez más la lengua brusca y directa de sus gentes. Aunque llevo tanto tiempo sin hablarla que espero poder articular alguna palabra.

Cierto, los recuerdos suelen ser engañosos, más aún después de tanto tiempo. Aunque estarás de acuerdo en que no ocurre lo mismo con el olfato. ¿Verdad que no? Aún hoy vuelvo a mi niñez cuando huelo a hierba recién segada, a leche fresca de vaca, a nubes cargadas de lluvia, a tierra húmeda, a boñiga… Y a veces sueño. Sueño que vuelvo a mi aldea, que aún soy joven, que veo a mi madre, a mis amigos, a mis tíos, que nada ha cambiado, que todos me reciben felices. Que llego con una mula repleta de riquezas, tal y como pensé que volvería cuando me marché… y que Aia sigue esperándome. Que…

Perdona, a veces me atonta mirar a las llamas. ¿Qué has dicho?

¿Aia? Una muchacha de mi aldea. Yo tenía diecisiete años y ella, quince. Ya no me acuerdo de su cara, se fue desdibujando con los años, como los colores al sol, poco a poco, sin darme cuenta. Llegó un día en el que simplemente fui incapaz de evocar su imagen. Pero sí recuerdo que era pelirroja y muy bella…, o al menos a mí me lo parecía.

Sí, amigo mío. ¿Te importa que te llame amigo? En parte me fui por ella y en parte por mí. Verás, entre los míos, y al contrario de lo que ocurre en otras partes del Imperio, es el hombre el que aporta la dote. O al menos así era hace veinticinco años. No sé si las cosas habrán cambiado desde entonces. Supongo que sí.

Un cuarto de siglo ya…, y yo que juré, bajo el viejo tejo, volver pasados uno o dos años. No sé…

Que no te extrañe. En realidad la dote no es más que una especie de pago por la mujer, un intercambio comercial, y el padre de Aia sabía que su hija era un tesoro que bien valía dos o tres buenas vacas. Podríamos haber huido juntos, sí, pero ella jamás hubiera abandonado a sus padres… Lealtad, la más valiosa de las virtudes. Por eso me fui, porque la quería y porque no tenía nada que dar por ella, ni forma de conseguirlo si me quedaba allí.

Bueno, no solo por eso. Estaba harto del ganado, harto de segar, harto de la boñiga, de la leche… Vivíamos en el valle, junto al río. No eran más que un puñado de chozas, y yo no conocía otra cosa. Pero la vida en Cantabria no siempre había sido así, el mundo en el que habían vivido nuestros abuelos había sido muy diferente, aunque nadie hablaba de ello…

Perdóname. A veces me pongo hablar y… ¿Quieres queso? ¿Te apetece? Toma, corta lo que quieras.

¿Que por qué no se hablaba de ello? Cómo explicarlo… No sé qué edad tenía, era muy pequeño, pero recuerdo que muchas noches, cuando en el hogar no quedaban más que rescoldos, solía esperar a que mi madre se durmiera para buscar el calor de mi abuelo. Vivíamos los tres en la misma choza, con las gallinas y un par de cerdos. También teníamos una vaca; estaba escuálida, pero daba buena leche. Era entonces cuando mi abuelo, entre susurros, me hablaba de la Gran Guerra. Él lo había visto todo, la había vivido siendo un niño. Recuerdo cómo sus palabras se convertían para mí en vívidas imágenes que, más tarde, cuando caía rendido, se transformaban en sueños.

Mi abuelo hablaba con añoranza de un mundo mejor, brutal, belicoso, pero mejor. De los ritos a la luz de la luna llena, de los tambores, las flautas, de los bailes frenéticos de los guerreros…, de los cuernos repletos de sangre de caballo que bebían sus mayores para adquirir la fuerza de ese noble animal antes del combate. Hablaba de un tiempo pasado en el que los cántabros habíamos sido libres. «El último pueblo en ser obligado a cargar con el yugo del Imperio», decía. El último. Un tiempo de hombres fuertes y valientes. Habíamos sido un pueblo poderoso, respetado, temido, orgulloso, irreductible, incapaz de inclinar la cerviz o de hundir la rodilla en tierra ante nadie. Y mucho menos ante el emperador.

Y me hablaba de su padre, un gran guerrero, muerto en combate ante sus propios ojos cuando, después de meses de asedio, los romanos lograron abrir brecha en las defensas del castro. Me contaba cómo murió: blandiendo su poderosa hacha de doble filo, entre las llamas, rodeado de los cadáveres de sus amigos y compañeros, abatiendo a un romano tras otro, intentando defender su hogar, su familia y su forma de vida. Me hablaba de lo que ocurrió después, de cómo los romanos crucificaron a los supervivientes y de cómo los cántabros, desafiantes en la cruz, entonaban cantos de victoria. Me contaba que los romanos incendiaron el castro, que se llevaron cautivas a muchas mujeres después de violarlas, entre ellas a su propia madre y a su hermana, y que les cortaron la mano derecha a todos los varones, fuera cual fuera su edad, para que jamás volviera nuestro pueblo a alzarse en armas contra Roma. Prueba de ello era el muñón que mi abuelo lucía en el brazo derecho y del que estaba orgulloso. Me contaba cómo los obligaron a todos a abandonar el castro, a asentarse en el valle, a derribar sus propias murallas…

El abuelo solía quedarse ensimismado cuando me lo contaba. Como yo hace un instante. Me pregunto si empiezo a parecerme a él.

Siempre se lamentaba. Le dolía pensar en lo que nos habíamos convertido después de la Gran Guerra: un pueblo condenado a malvivir arando la tierra, a subsistir del ganado…, a una vida miserable, en el valle, junto al río, a la sombra de la cumbre donde una vez se alzara orgulloso y desafiante el castro.

Bien es cierto que mi abuelo jamás perdió la esperanza.

Hay algo perverso en la esperanza, ¿no crees? Es como la última línea de defensa. Implica resignación, tristeza, derrota… Es aceptar que ya no puedes hacer nada y confiar en que las cosas vayan a cambiar tarde o temprano, como por embrujo, solo porque hay una fuerza superior que impide que exista la injusticia en el mundo. Pero la magia no existe, y a los dioses no les importamos.

Fíjate, el viejo decía que existía una profecía, que estaba escrito en las estrellas que algún día volvería un hombre, un guerrero poderoso y que, con él, Cantabria volvería a alzarse, que Roma volvería a probar nuestro hierro y que volveríamos a ser libres. Muchas veces llegué a pensar que aquel guerrero destinado a liberar a mi pueblo bien podía ser yo. Sueños de niñez. Ya sabes, todos nos creemos especiales de algún modo hasta que la vida se encarga de domarnos. Pero he vivido lo suficiente, y he estado en muchos lugares, y sé que todos los pueblos sometidos tienen una leyenda parecida.

Yo quería luchar contra Roma… y, en mi inocencia, le preguntaba que dónde estaba aquel odiado lugar. Mi abuelo solía sonreír y asentir cuando se lo preguntaba. Sé que veía en mí, en mi pasión por sus palabras y en mi juventud, la promesa de que su mundo y sus recuerdos no se desvanecerían en el olvido, de que la llama de su pueblo, aunque tenue y a merced del viento, seguiría viva en mí. ¿Y sabes qué solía contestarme cuando le preguntaba que dónde estaba Roma? Que no lo sabía con exactitud, pero que probablemente no estuviera a más de diez o doce días de camino. Pobre hombre. Mi abuelo odiaba a Roma y me hizo jurar que yo también la odiaría. No le culpo: muchas veces el odio y la esperanza marchan de la mano, pero ni el uno ni la otra son buena compañía.

¿Ahora? No. Ahora soy ciudadano romano. Ya no odio nada ni a nadie.

¿Quieres un poco más de queso?

Mi abuelo y mi madre no se soportaban, aunque se necesitaban para sobrevivir. Ella solía culparle de que mi padre se hubiera marchado. Nunca volvió. Pero, escucha, quizá te esté cansando con toda esta historia… Ya sabes que no hay mejor confidente que un extraño a quien no conoces y a quien probablemente jamás vuelvas a ver.

¿Sí? ¿No te importa? Quizá sea la edad…, quizá me pase como a mi abuelo y tema que mis recuerdos mueran conmigo.

Yo creo que mi padre y mi madre se querían, porque mi madre nunca dejó de preguntar por él a los pocos caminantes que pasaban por la aldea. Y porque jamás se volvió a casar. Decía que mi abuelo le había llenado a mi padre la cabeza de historias, de leyendas y sandeces, y me decía que no escuchara al viejo, que no contaba más que mentiras.

Pero yo sabía que el anciano decía la verdad porque, en primavera, cuando las tormentas sacudían el cielo y hacían retumbar la tierra, cuando la lluvia caía durante días y embarraba los campos, y del monte nacían riachuelos, torrentes y cascadas, mi amigo y yo subíamos a la cumbre en la que mi abuelo decía que se había alzado el castro. Estaba prohibido ir. Pero no nos importaba.

Arán. Mi amigo se llamaba Arán.

Cuando pasaban las tormentas y nos mandaban a por leña, o a recoger bellotas para hacer el pan, subíamos a aquel lugar prohibido porque sabíamos que el agua, al remover la tierra, hacía surgir...



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