E-Book, Spanisch, Band 122, 344 Seiten
Cómo los textiles dieron forma al mundo
E-Book, Spanisch, Band 122, 344 Seiten
Reihe: Biblioteca de Ensayo / Serie mayor
ISBN: 978-84-18859-42-7
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Virginia Postrel es escritora y periodista, y sus artículos la han hecho merecedora de diversos premios. Colabora en Bloomberg Opinion y también lo ha hecho en el Atlantic, el Wall Street Journal y el New York Times. Sus investigaciones han recibido el apoyo de la Fundación Alfred P. Sloan. Vive en Los Ángeles, California.
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Prefacio
EL TEJIDO DE LA CIVILIZACIÓN
Las tecnologías más influyentes son las que no se ven. Se entrelazan al tejido de la vida cotidiana hasta que se vuelven indistinguibles de ella. MARK WEISER, «El ordenador para el siglo XXI», Scientific American, septiembre de 1991 En el año 1900, un arqueólogo británico hizo uno de los mayores hallazgos de todos los tiempos. Arthur Evans, que posteriormente fue nombrado caballero por sus descubrimientos, desenterró el complejo palacial de Cnosos, en Creta. Con su intrincada arquitectura y sus maravillosos frescos, el lugar había sido testigo de una sofisticada civilización en la Edad del Bronce, más antigua que cualquiera de las halladas en la península griega. Evans, científico de educación clásica y con inclinaciones poéticas, llamó «minoicos» a sus desaparecidos habitantes. Según la mitología griega, Minos, el primer rey de Creta, exigía que cada nueve años los atenienses enviasen siete niños y siete niñas a ser sacrificados al Minotauro. «Aquí fue donde Dédalo —escribió Evans en un artículo periodístico— construyó el Laberinto, el cubil del Minotauro, y creó las alas —que quizá fueran velas— con las que Ícaro y él sobrevolaron el Egeo». También en Cnosos, el héroe ateniense Teseo, cuando se había aventurado por el Laberinto, desenrolló una madeja de lana, mató al feroz hombre-toro y, siguiendo las revueltas del hilo, recuperó la libertad. Como ya había sucedido con Troya, la ciudad de las leyendas resultó ser real. Las excavaciones revelaron una civilización culta y muy bien organizada, y tan antigua como las de Babilonia y Egipto. El hallazgo también comportó un misterio lingüístico. Junto con las piezas artísticas, la cerámica y los objetos rituales, Evans descubrió miles de tablillas de barro cocido inscritas con los caracteres que ya había visto en las reliquias que motivaron su viaje a Creta. Identificó dos tipos de escritura, además de varios jeroglíficos que representaban objetos tales como la cabeza de un toro, un jarro de pico y lo que a juicio de Evans representaba un palacio o una torre: un rectángulo bisecado en diagonal, con cuatro puntas en lo alto. Pero no pudo leer las tablillas. Aunque pasó varias décadas tratando de resolver el problema, Evans nunca logró descifrarlas. Hubo que esperar hasta 1952, once años después de su muerte, para identificar por fin una de las escrituras como una forma antigua del griego. Buena parte del otro alfabeto sigue siendo ininteligible. Lo que sí sabemos es que Evans colocó su «torre» bocabajo y que eso le llevó a malinterpretar su significado. Aquel jeroglífico no representaba una fortaleza almenada, sino un trozo de tela con flecos, o tal vez un telar vertical de pesas. No significaba «palacio», sino «textil». La cultura minoica que inspiró el relato del hilo salvavidas hacía meticulosos recuentos de su ingente producción de lino y lana. Los registros textiles constituyen más de la mitad de las tablillas descubiertas en Cnosos. En dichos registros se contabilizan «los cultivos textiles, el número de corderos que nacen, la cantidad de lana que cada animal debe dar, la labor de los recolectores, la asignación de lana a los trabajadores, la recepción de tejidos acabados, el reparto de telas o prendas entre los empleados, y el almacenamiento de prendas en los almacenes palaciales», escribe un historiador. En una sola temporada, los talleres de palacio procesaban el vellón de entre setenta y ochenta mil ovejas, con el que se hilaba y tejía la impresionante cifra de sesenta toneladas de lana. Evans había pasado por alto el origen de la riqueza de la ciudad y la actividad principal de sus habitantes. Cnosos fue una superpotencia textil. Como mucha gente antes y después de él, aquel arqueólogo pionero había pasado por alto el papel central de los textiles en la historia de la tecnología, el comercio y la civilización propiamente dicha.1 Nosotros, simios carentes de vello, coevolucionamos con nuestras telas. Desde el momento en que al nacer nos vemos arropados por una manta, ya estamos rodeados de textiles. Cubren nuestro cuerpo, engalanan nuestra cama y alfombran nuestros suelos. Los textiles nos proporcionan cinturones de seguridad y cojines para el sofá, tiendas de campaña y toallas de baño, mascarillas quirúrgicas y cinta aislante. Están por todas partes. Pero, dándole la vuelta al famoso adagio de Arthur C. Clarke sobre la magia, cualquier tecnología lo bastante familiar es indistinguible de la naturaleza.2 Parece algo obvio, intuitivo: tan entrelazada está al tejido de nuestra vida que la damos por sentada. Somos tan incapaces de imaginar un mundo sin telas como sin la luz del sol o sin la lluvia. Somos herederos de un gran tapiz de metáforas —«pegar la hebra», «hilar fino», «cortados por el mismo patrón»—, pero no siempre somos conscientes de que hablamos de fibras y tejidos. Repetimos expresiones acuñadas como, por ejemplo, «de buen paño», «pender de un hilo», «cardar la lana». Las historias que contamos tienen flecos, los enigmas son madejas, a veces perdemos el hilo cuando hablamos. Mientras gira y gira la rueca del tiempo, hilvanamos retales de vida, y nunca nos preguntamos por qué llevamos tantos siglos hilando y entretejiendo a nuestra lengua expresiones como estas. Rodeados de textiles, nos mostramos casi del todo ajenos a su existencia, y al conocimiento y los esfuerzos que atesora hasta el más pequeño trocito de tela. Y, con todo, la historia de los textiles es la historia de la inventiva humana. El desarrollo de la agricultura tuvo por objeto tanto la obtención de fibra como de comida. Fue la necesidad del hilo lo que dio lugar a las máquinas que ahorraban trabajo humano; entre ellas, las de la Revolución Industrial. El color y el acabado de las telas están en el origen de la química; el tejido, en el nacimiento del código binario y en algunos aspectos de las matemáticas. No menos que en el caso del oro o las especias, la búsqueda de colorantes y tejidos llevó a los mercaderes a cruzar continentes enteros, y a los marinos, a adentrarse en mares extraños. Desde los tiempos más remotos hasta la época presente, la industria textil ha fomentado el intercambio a larga distancia. Los minoicos exportaban prendas de lana, algunas de ellas teñidas con la preciosa púrpura, hasta lugares tan lejanos como Egipto. Los antiguos romanos vestían seda china, que valía su peso en oro. El negocio textil financió el Renacimiento italiano y el Imperio mogol; nos brindó el David de Miguel Ángel y el Taj Mahal. Llevó el alfabeto a todas partes, así como el sistema contable de partida doble, hizo surgir instituciones financieras y alimentó el mercado de esclavos. De una manera tan sutil como obvia, tan hermosa como terrible, los textiles conformaron nuestro mundo. La historia global de los textiles ilumina la propia naturaleza de la civilización. Empleo el término «civilización» no con el propósito de sugerir una superioridad moral o el estado final de una evolución inevitable, sino en el sentido más neutro que esta definición implica: «la acumulación de conocimiento, habilidades, herramientas, arte, literatura, leyes, religiones y filosofía que se alzan entre el hombre y la naturaleza exterior, y que sirven de baluarte contra las fuerzas hostiles que, de otro modo, lo destruirían».3 Esta descripción abarca dos dimensiones críticas que, juntas, distinguen lo que es la civilización de conceptos afines como la cultura. En primer lugar, la civilización es acumulativa. Existe en el tiempo, donde la versión actual se asienta sobre las anteriores. Una civilización deja de existir cuando se interrumpe esa continuidad. La civilización minoica desapareció. A la inversa, puede suceder que una civilización se desarrolle durante una larga extensión de tiempo, mientras que las culturas que la constituyen van desapareciendo o cambian de manera irreversible. La Europa occidental de 1980 era radicalmente distinta, en sus costumbres y convenciones sociales, en sus prácticas religiosas, en su cultura material, en su organización política, en sus recursos tecnológicos y en su comprensión científica, de la cristiandad de 1480, y, sin embargo, en las dos reconocemos la civilización occidental. La historia de los textiles demuestra esta cualidad acumulativa. Nos permite seguir el proceso y las interacciones entre las técnicas prácticas y la teoría científica: el cultivo de plantas y la cría de animales, la propagación de las innovaciones mecánicas y los procedimientos de medición, la conservación y reproducción de patrones, la manipulación de productos químicos... Podemos ver cómo el conocimiento se va difundiendo de un lugar a otro, a veces en forma escrita, pero más a menudo a través del contacto humano o el intercambio de bienes, y observamos cómo las civilizaciones acaban entrelazándose. En segundo lugar, la civilización es una tecnología de supervivencia. Comprende las numerosas cosas —diseñadas o desarrolladas, tangibles o intangibles— que se alzan entre los vulnerables seres humanos y las amenazas naturales, y que revisten el mundo de significado. Al proporcionar protección y adorno, los textiles por sí mismos se cuentan entre tales cosas, así como, también, las innovaciones que inspiran, innovaciones que abarcan desde la selección de semillas hasta los patrones de costura, pasando...